Georg Friedrich Händel

 

Llegaste a casa muy cansado. Había sido un duro día y una copa de vino y echarte un rato a escuchar un poco de música no te vendría mal. Pusiste tu maletín en el piso, la chaqueta sobre la mesa, te aflojaste la corbata, te serviste la bebida, sacaste de la bolsa el disco de Händel que recién habías comprado en la tienda y con los ojos cerrados te recostaste en el sofá. Se estaba bien ahí, relajado, como si flotaras. Comenzó a llover entonces. Te gusta cuando llueve. El sonido de las gotas al caer te provoca cierta sensación agradable que no logras describir. El piano de Händel comenzó a sonar en tu equipo. Qué melodía tan hermosa, pensaste, cuál será su título. La habías escuchado antes, en la tienda, por eso la compraste, pero no lograste ver el título en el reverso del estuche: muchas letritas pequeñas y tú muy cansado para hacer un esfuerzo. El empleado estaba ocupado con otros clientes. Pudiste haberle preguntado oiga, amigo, cómo se titula esta pieza, pero no querías esperar, querías salir rápido de ahí, alejarte de la gente, del tráfico e irte a tu casa a descansar. Tenías el control del equipo en la mano y ajustaste el volumen. Piano y lluvia. Podías escuchar a ambos a la vez. La combinación perfecta. Te incorporaste un poco para tomar un trago de vino y te relajaste de nuevo. Sabías que podías levantarte, acercar el estuche del disco a la luz, leer el título de la canción y ya dedicarte a escucharla sin más distracciones, pero… se estaba tan rico ahí: el piano, la lluvia, el cojín bajo tu cabeza. Un tirón de la corbata y tu cuello quedó libre del todo, los ojos cerrados, la sonrisa oculta. Poco después te aflojaste el cinturón y con ayuda de la punta de los pies lanzaste los zapatos al piso. Ya todo era paz, apenas una insignificante preocupación. Mañana, a la luz del día, pensaste, te enterarías, sabrías cómo se llama la pieza, qué título le puso Händel a esa hermosa melodía que ahora escuchas… La lluvia comenzó a arreciar, las copas de los árboles a mecerse con fuerza y los hilos de agua se convertían en pequeños riachuelos que corrían por la calzada. Vestías una capa negra y sombrero de tres puntas, bajo el que sobresalían los bucles de tu peluca blanca. Llevabas unos papeles que trataste de proteger poniéndolos bajo tu capa. Lo más cerca que encontraste para guarecerte fue el establecimiento de un herrero que martillaba sobre un yunque. El hombre trabajaba dándole forma a una herradura o a una herramienta o a una cacerola… Te asomaste a su puerta, él te miró, tú te encogiste de hombros y él te hizo una señal con la cabeza. Entraste y te ubicaste lejos de las chispas que despedía su martillo al chocar contra la pieza de metal. Los martillazos te hacían cerrar los ojos, pero a la vez se iban ordenando dentro de tu cabeza en tiempos y matices. El hombre golpeaba una vez e inmediatamente, a consecuencia del impulso del primero, un pequeño y menos ruidoso golpe le seguía, como para que su brazo descansara un poco y se preparara para el siguiente martillazo. Luego cambiaba el ritmo con dos golpes seguidos y un descanso, luego tres y un descanso, luego de vuelta a la primera ronda… Te preguntaste si lo hacía a propósito, como si siguiera las instrucciones de un director de orquesta. Tal vez, te dijiste. O simplemente esa era su forma de martillar y con ello encontraba la mejor manera de modelar el metal. O ese cierto ritmo en su martilleo lo distraía, le ayudaba a que la faena no fuese tan pesada, a sobrellevarla mejor. La lluvia cesó un poco, lo suficiente como para ponerte la capa sobre la cabeza y llegar a tu destino sin ensoparte, pero preferiste esperar. O no, preferiste seguir escuchando el martilleo del hombre sobre el yunque, las chispas eran notas musicales que entraban por tus ojos y hacían bailar tus pupilas. El hombre te hizo una señal y te sentaste en un pequeño taburete. Sacaste un papel y comenzaste a tomar notas para una futura composición. El herrero te miró intrigado, pero con la mano le dijiste que continuara, que no se detuviera. El hombre pareció intuir algo y ahora los golpes sonaban más armoniosos, más definidos y sus secuencias más precisas y espaciadas; poco le faltaba para soltar el martillo y ponerse a bailar alrededor del yunque. Entre otras cosas anotaste que las variaciones serían continuas, que ese golpe uniforme sobre el yunque quedaría reflejado en la pedal del “si” de la primera variación, que las variaciones estarían concebidas no como piezas individuales e independientes, sino como una obra única, que el accelerando continuo era determinante para la concepción de la obra, que tu composición comprendería al menos cinco variaciones… Respiraste con plenitud, te levantaste del taburete y no te importó estrechar con fuerza la mano sudorosa del herrero que presentía que sería parte de algo grande. Ya no llovía y el sol se abría paso entre las resecas nubes de Whitchurch… Te despertaste muy temprano, miraste a tu alrededor, te estiraste un poco y te sentaste en el sofá. Aún sentías cierto martilleo dentro de tu cabeza. Luego subiste la mirada y allí estaba el estuche del disco de Händel, sobre una de las cornetas del equipo de sonido. Recordaste aquello que tenías pendiente y en medio de un bostezo leíste el título de la canción que tanto te había maravillado. Tu corazón dio un par de violentos tumbos. Rápidamente te acercaste a la ventana para estar seguro de lo que habías leído, pusiste el estuche frente a los nacientes rayos de sol y dijiste en muy baja voz: El herrero armonioso.

La trilogía de los malditos
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