Louis Marchand

 

Ocurrió en Dresde, en 1717. El francés Louis Marchand de cuarenta y ocho años y Johann Sebastian Bach de treinta y dos se enfrentarían en un duelo, pero no con espadas o pistolas, no, sería un duelo musical. Ambos eran considerados maestros del órgano por lo que la confrontación prometía ser algo único, un evento que nadie se podía perder y que quedaría grabado durante siglos en el recuerdo de los europeos y en la historia de la música de todos los tiempos.   

Marchand había escuchado hablar del joven alemán. Sabía que venía de una familia de músicos destacados, que tenía cierto talento (por supuesto nunca mayor que el suyo), que había escrito algunas piezas interesantes: cantatas, variaciones y preludios para órgano, que también cantaba, que recientemente había sido organista en la corte de Weimar y que con un instrumento deficiente (a pesar de que estaba provisto de un registro de treinta y dos pies) había realizado algunas extraordinarias composiciones. Pero nunca lo había escuchado y tampoco se había preocupado gran cosa por profundizar en la carrera de su adversario. Pensaba: “La gente a veces exagera. Seguramente ha tenido suerte con un par de melodías y ya se cree todo un maestro. Quedará en ridículo. Ya me lo imagino: la peluca blanca de medio lado, el chaleco desabrochado para poder respirar, las medias a punto de caerse bajo el calzón, el corbatín desecho, las manos temblorosas sobre el órgano, la frente sudada, los ojos asombrados y la boca abierta al escuchar mi música… Pero qué se puede esperar de un hombre que, según he escuchado, lo único que hace bien es caminar. A quién se le ocurre caminar cuatrocientos kilómetros para escuchar a Buxtehude. Lo entendería si se tratase de mí. Tal vez no sabe a quién se enfrentará, por eso ha aceptado el reto: cree estar a mi altura. ¡Ja!, ya verá, le daré la lección de su vida. Se arrepentirá de no haber indagado quién sería su oponerte. Ya después, en medio de la amarga derrota, se preocupará en saber acerca del gran Louis Marchand. Se enterará de que hoy por hoy soy considerado el músico más importante de mi país, que cuando tenía quince años ya era organista en la catedral de Nevers, luego de la de Auxerre, de las principales iglesias de París y también de la capilla real. Sabrá que soy un hombre resuelto, de carácter, que no le temo a nada, ni a príncipes ni a reyes. Alguien le contará que hace apenas cinco años, en la Capilla Real de Versalles, en medio de un concierto que interpretaba para Luis XIV y su corte, me puse de pie y abandoné la sala, y los dejé a todos allí, con la boca abierta y la mirada interrogante; sí, a mitad del concierto. El rey no salía de su asombro. Luego, cuando me preguntaron por qué había hecho aquello, les dije que les había respondido con la misma moneda, que como sólo me pagaban la mitad de lo que yo quería ganar entonces interpretaría nada más la mitad de lo que ellos querían oír. Así que, para evitar males mayores, alguna sanción intempestiva que me sacara de juego, emigré a Alemania… Por lo tanto no sólo mi música hará bajar la cabeza de ese alemancito con pretensiones, sino también mi carácter, el de un hombre comprometido con lo justo, con su talento: un verdadero francés… Imagino su cara cuando se entere de que ese que lo humilló en la competencia lleva escritos varios libros de órgano, un par de claves, algunas arias cortesanas y tres Cantiques spirituels de Racine. ¡Qué sorpresa! Si hubiese sabido todo esto con antelación, por supuesto que no habría aceptado el reto y no tendría que pasar por semejante deshonra, que seguramente se recordará por los siglos de los siglos mientras existan libros que hablen de músicos (si es que el insignificante personaje llega a aparecer en alguno de ellos): el joven y prometedor músico alemán Johann Sebastian no sé qué, humillado por el inolvidable francés Louis Marchand. Además, dieciséis años de diferencia no son cualquier cosa. Si a eso añadimos mi talento, mi dedicación, mi genio creativo, no hay nada más que hablar”.

Faltaba apenas un día para el gran evento. Dresde ardía de emoción. La gente, desde las orillas del Elba hasta el último rincón de la ciudad, hablaba del encuentro entre los dos grandes artistas. Y algunos, más allá de la frontera, estaban a la expectativa de cuáles serían los resultados del acontecimiento. Luis XIV, que  conocía muy bien a su fugado músico y que a pesar de todo le guardaba cierta admiración, decía que aunque no había escuchado a Bach, difícilmente alguien podría superar a Marchand, que su mayor enemigo era él mismo y que si salía mal parado de la confrontación no sería por falta de talento ni porque desafinara en una nota o por un error al pisar los canales de expresión, sería por él mismo, por su mal genio y brusquedad, algo desafortunado pero predecible… Dijo también que no le guardaba rencor y que le deseaba suerte. El comentario llegó a oídos del organista francés. Rió con ironía, aunque le pareció una observación obvia, lógica, infantil si se toma en cuenta que hasta un niño llegaría a la misma conclusión después de haber escuchado su música. Pero también podría ser una trampa del rey para echarle el guante, ponerlo entre rejas y obligarlo a interpretar miles de conciertos, de noche y de día, sin paga alguna hasta que demostrara verdadero arrepentimiento por lo que había sido capaz de hacer, Dios, qué atrevido, dejar nada más y nada menos que a un rey con los crespos hechos, algo intolerable, nunca visto ni en los recitales más plebeyos de Europa. Así que, aunque el comentario se compaginara ciento por ciento con la verdad, tendría mucho cuidado de no caer en trampas. Le ganaría al alemancito en un dos por tres y luego esperaría el desarrollo de los acontecimientos. Quizás, después de mi rotundo éxito, seré otra vez bien recibido en Francia.  

Eran las once de la mañana en Dresde cuando Marchand salió a dar un paseo por la ciudad. Daba unas vueltas y olfateaba el ambiente. Mañana, a la misma hora, se llevaría a cabo la contienda. Ya no había vuelta atrás. Ambos, públicamente, se habían comprometido con los representantes del ayuntamiento y con las autoridades eclesiásticas que dirigían los actos en catedrales e iglesias. El francés llevaba un bastón en la mano, sombrero de copa, el chaquetón perfectamente abotonado y una sonrisa tan amplia que se acercaba a sus orejas. Muchos lo reconocían y le preguntaban cómo se preparaba para la contienda. Qué pregunta tan estúpida, se decía en medio de una expresión que pretendía ser agradable y respondía que muy tranquilo, que no tenía nada que preparar dada la baja calidad del adversario, que lo haría polvo al tocar los primeros registros. 

Luego, al cruzar una esquina, cerca de la catedral y en medio del silencio que dejó el paso de un carruaje tirado por seis caballos, escuchó algo que lo hizo detener la marcha, fijar los ojos en el vacío e inclinar su cabeza para oír mejor. ¿Era aquello música de órgano? ¿Quién era capaz de tocar de esa forma? Le preguntó a alguien que salía y quedó paralizado ante la respuesta. Sintiendo un repentino debilitamiento en sus rodillas avanzó hacia la puerta de la catedral. Sí, de allí provenía la música. Se recostó a ella, el bastón soportando su peso… y cerró los ojos. Muy lentamente comenzó a mover la cabeza, los labios a murmurar notas, su corazón a palpitar como nunca lo había hecho. Se asomó un poco y vio al joven Bach ensayando algunas notas para el encuentro de la mañana siguiente.

Marchand respiró muy hondo, caminó sin responder saludos por las empedradas calles de Dresde, empacó sus cosas y, sin despedirse de nadie, se marchó para siempre de aquella ciudad. Después de aquel acontecimiento el dicho: “Despedirse a la francesa”, se puso de moda en toda Europa y en el mundo. Una forma un tanto injusta de recordar a ese talentoso músico que, aunque de mal carácter, un día fue capaz de reconocer el genio de otro. Pero la vida a veces nos sorprende con sus inesperados giros. Tiempo después el gran Johann Sebastian Bach copió algunas obras de Louis Marchand.

La trilogía de los malditos
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