Ignaz
Moscheles
Cuando Moscheles nació, en 1794, los adelantos en materia fotográfica no eran muchos. De hecho, apenas se estaban sentando las bases para que más adelante, en 1826, alguien consiguiera por primera vez una imagen permanente. Es lógico pensar entonces que si hoy en día no existe una foto del músico checo es probable que se deba a lo reciente del descubrimiento, o por las dificultades que en aquella época representaba hacerla. Pero, una pintura, ¿por qué nunca se mandó a hacer un cuadro, por qué en su biografía aparece la foto de su hijo Félix y no la de él?… Cuando llegué a este punto, un poco confundido, revisé una vez más los datos del pianista y me di cuenta de que había cometido un error: al pie de su foto dice “Ignaz Moscheles, retrato de su hijo Félix”. No hay duda de que ese día estaba cansado y que las pocas horas de sueño que había tenido la noche anterior habían afectado mi entendimiento, porque lo que en verdad esta leyenda quiere decir es que ese retrato de Moscheles había sido elaborado por Félix, su hijo pintor.
Qué contrariedad, ya me había hecho la ilusión de escribir sobre un músico poco conocido que nunca pudo tomarse una foto y que su hijo, en un acto de justo reconocimiento, pintó su imagen para que el público se diera al menos una idea de cómo había sido físicamente su talentoso padre. Decepcionado me dispuse a borrar todo lo que había escrito sobre el pianista y buscar otro músico que me brindara una interesante historia que contar. Pero de pronto me contuve y me pregunté de dónde había salido ese señor, qué extraño sortilegio lo había hecho visible ante mis ojos, un personaje del que prácticamente nadie habla, olvidado por la historia y por su gente, alguien que por pura casualidad apareció en mi camino y con la mano en alto me dijo Hola, aquí estoy, me llamo Ignaz Moscheles, alemán, pianista y director de orquesta… Ya nadie se acuerda de mí a pesar de que fui profesor de música de Mendelssohn, y luego lo sucedí como director del conservatorio de Leipzig. Nací en mayo de 1794 (cuando todavía no se había inventado la fotografía), en Praga; sí, soy checo, a pesar de que hice una buena parte de mi carrera en Londres y luego en la hermosa Leipzig. Si bien es cierto que no fui un músico de la talla de Mozart o de Beethoven puedo decir que, modestia aparte, hice un considerable aporte a la música clásica del siglo XIX: dos centenares de obras de las que sólo ciento cuarenta y dos han sido catalogadas, la mayoría para piano y orquesta; variaciones, fantasías, música de cámara, sonatas y algunos estudios que aún algunos practican con paciente dedicación. Reconozco que mi música ha caído en una especie de claustro que sólo suena para unos pocos, unos pocos que cada vez se cuentan con menos dedos, hasta que no quede nadie que se interese en ella y mis partituras, ahora arrumadas en un sombrío estante, sean quemadas para avivar el fuego de alguna chimenea del mundo. Por eso levanté mi brazo, para decir que mi obra existe, para evitar el profundo abismo donde está cayendo, y yo con ella, irremediablemente, y su melodía se hace cada vez más débil, y ya no la escucho, y ya no veo mis manos…
Pero en aquellos años todo era diferente. La vida me sonreía y aquel hermoso valle de las tierras bajas del norte alemán donde se asienta Leipzig lo era todo para mí. Me llamaban el virtuoso de Bohemia, el público era generoso, aplaudía mis conciertos con concienzuda satisfacción; hasta llegaron a compararme con Liszt, un auténtico virtuoso del piano. Todo parecía indicar que mi obra sobreviviría. No hacían falta las fotos entonces. Mis ojos grandes, mi cabello cano y mis gruesas patillas no eran como para retratarse. Con mi obra sería suficiente. Eso pensaba. Sin embargo, un día soleado de abril, cuando la luz del sol que entraba por la ventana rebotaba en el espejo e iluminaba mi rostro, me dije, por qué no, y le pedí a Félix que me pintara un retrato. Quizás algún día haga falta hablar de ese músico al que ya nadie escucha, murmuré mientras posaba.