Gabriel Fauré

 

Son las cinco y treinta de la mañana y mi mente continúa en blanco. Apenas pude dormir unas pocas horas. Toda la tarde de ayer y parte de la noche intenté escribir algo sobre Fauré, pero todo resultó un caos: mi ordenador parecía burlarse de mí frente a mis propios ojos y mis dedos se resistían a presionar las teclas más que para escribir líneas que luego desechaba como las inservibles cuerdas de un viejo violín. Me imaginé como uno de esos escritores de otras épocas que escribían en máquinas manuales y arrancaban el papel con violencia, hacían una pelota con él y lo lanzaban al suelo hasta formar un campo nevado a su alrededor. No sé el porqué pero me es difícil escribir acerca de ciertos músicos, como si ellos mismos, los que en vida fueron tímidos o introvertidos, bloquearan mi mente para mantenerse en el anonimato, aunque mi intención sea recordarlos, exaltar su obra, rendirles homenaje.

Bostezo un poco, tomo un sorbo de café y releo algunos de los párrafos que anoche descarté.  

“Sus padres no tenían nada que ver con la música, por lo que no se explica de dónde salió su vena musical. Tal vez los genes de algún antepasado desconocido decidieron aparecer ahora, cuando la naturaleza determinó que ya les había llegado la hora de formar parte de otro cuerpo…”. No es un mal comienzo, me digo ahora, pero no sabría explicar por qué lo deseché. Tal vez me pareció un poco tonto o ridículo, aunque un lector hipotético pudiera estar interesado en saber de dónde le vino el talento al gran Fauré: ¿de uno de los padres, de ambos, del abuelo o de la abuela, o de un tío cuyo paradero se desconoce?; unas extraordinarias partituras se descubrieron bajo su colchón antes de perderse para siempre. Aún así, aunque este comienzo pudiese pasar la prueba de la primera línea, no me conecto con él, se me antoja escurridizo, me deja ansioso, calla, no me motiva a continuar poniendo letras después de él.    

“Nació en Ariège, Francia, en noviembre de 1845 y murió en París en 1924” Oh, no, así comienzan tantas biografías que imagino al pobre lector aburrido, los ojos a punto de cerrarse y el libro cayendo una y otra vez sobre su pecho mientras espera que una parte menos tópica de la lectura llame su atención… Aunque quizás esté equivocado y todo parta de mis enfermizos escrúpulos y el lugar y fecha de nacimiento de nuestro músico sea de vital interés para un posible lector y no le importe comenzar por donde todos comienzan. Aún así no me animo a iniciar de esta forma mi relato: una cierta antipatía se crece entre nosotros y estaríamos de acuerdo en cambiar de acera ante la posibilidad de toparnos de frente y aparentar una cordialidad que es mejor evitar.      

“Hum, setenta y nueve años… un verdadero logro para la época”. Aunque es verdad, ya he escrito esto en otros relatos, y creo que a pesar de que se trata de otro personaje son tan variadas las posibilidades de comenzar una historia que repetir algo que ya se ha dicho acerca de otros que han llegado a ser ancianos es poner en evidencia la falta de creatividad o la falta de paciencia para esperar que la mejor idea se acerque a nuestra mente y con espontánea fluidez y originalidad se pose sobre el papel… Así que a la papelera de nuevo.   

“Vivió con una nodriza, lejos de su madre, hasta que cumplió los cuatro años de edad. Pobre bebé. Me pregunto si esa nodriza tenía otros hijos de la misma edad del pequeño Gabriel, si lo trataba como a los otros, si lo amamantaba oportunamente, si lo aseaba con la frecuencia que lo hacía con los suyos. O, por el contrario, recibía el trato de un bebé al que se cuida por dinero, sin amor, sin arrullos por las noches ni mimos por las mañanas…”. Uf, de inmediato borré esta entrada. Me pareció un tanto triste, un inicio que podía derivar en un doloroso relato que yo no buscaba. O tal vez sentí que manipulaba los sentimientos del lector a través de un exagerado dramatismo de hechos no comprobables. Quién sabe… Veré otras opciones.  

“Tenía doce años cuando M. de Saubiac, diputado de Ariège, lo escuchó al piano y quedó tan  impresionado con su interpretación que habló con su padre para que lo inscribiera en clases de música. Era una familia de escasos recursos: su padre maestro de escuela y su madre se dedicaba a las labores del hogar, por lo que de no haber sido por la matrícula gratuita que le concedió Louis Niedermeyer en su célebre escuela, tal vez el joven Fauré no hubiese pasado de ser uno de los tantos músicos que…”.  Ignoro qué pasó aquí. De pronto las palabras dejaron de fluir y caí en un inoportuno e indeseable mute, como si las luces se hubiesen apagado y a tientas tratara de ubicarme en un sitio desconocido y lejos de casa. Una vez más imaginé que de un tirón sacaba el papel de una vieja Remington, lo volvía un ovillo y lo lanzaba al vasto campo de nieve que crecía en mi derredor.   

“Gabriel Fauré fue un compositor, organista y pedagogo francés, el más destacado de su generación. Estudió diez años en la escuela de Niedermeyer y fue alumno de Saint-Saëns, quien lo convirtió en un excelente pianista y con quien compartió una amistad que se prolongaría por el resto de su vida. Luego fue nombrado organista de la iglesia de San Salvador de Rennes, también de la iglesia de Nuestra Señora de Clignancourt y luego en la de San Honorato de Eylau, donde alternaba con su amigo y maestro, y de vez en cuando sustituía al célebre Widor, cuando alguna eventualidad le impedía asistir a una presentación”.  No está mal, me dije, pero seguramente lo descarté por rígido, por estar tan saturado de datos formales y escrito como para ser leído en cualquier diccionario de la vieja era: una corbata que aprieta el cuello, unos zapatos nuevos que encogieron al caminar sobre la lluvia… demasiadas iglesias. No, no era eso lo que buscaba, por lo que experimenté una agradable e irónica sensación cuando ayer como a la medianoche lo tiré a mi papelera virtual. Mi ordenador debe de haberse reído de mí una vez más; convertido en la vieja Remington me parece ver sus largos tipos con sus caracteres en relieve escribiendo por sí sola sobre una cinta negra lo tonto que soy, o lo exageradamente escrupuloso que estuve la noche de anoche y que hoy, cuando el sol aún no ha salido tras la montaña, me empeño en seguir siendo.

“Al final de su vida —decía otra de las notas— acumuló una vasta obra: variadas músicas escénicas para teatro; dos óperas: Prometeo y Penélope; noventa y siete melodías, decenas de obras para piano y música de cámara…”.  No, se parece mucho al inicio del relato de Purcell, debo buscar algo más original. 

“Fue un músico único, seguro de sí, que no se dejó impresionar por tendencias ni adaptó su estilo al de ningún otro músico por muy famoso que haya sido o por muy populares que fueren sus obras. No lo influyó Liszt, tampoco Wagner, ni siquiera J. S. Bach, a quien veneraba como a un dios cuando era estudiante y maravillado interpretaba sus obras. Era tan indiferente al gusto de la época que a los cincuenta años todavía no había escrito una ópera o una sinfonía que algún crítico pudiese tildar de gran obra maestra, cosa que sí sucedió pocos años después cuando en 1898 compuso su Pelléas et Mélisande y el crítico Robert Orledge la calificó como tal; y otro, un biógrafo de apellido Nectoux, afirmó que Fauré era el más grande maestro de la canción francesa. Sin embargo en vida era un músico prácticamente desconocido (aún lo es por muchos, me incluyo), con pocas pretensiones de fama y fortuna, discreto y alejado de las figuraciones innecesarias, un profesor de composición en el conservatorio de París que alumnos como Casella, Enesco, Ravell y otros famosos admiraban con devoción”. Vaya, por qué tiré esto a la papelera: no es un mal comienzo. Quizás ya me sentía cansado y todo lo que escribía me parecía digno de echarlo a la basura.                                 

Bueno, me digo cuando ya los primeros rayos del sol aparecen tras la montaña, tal vez ahora pueda escribir un relato sobre Fauré, sólo tengo que poner un poco de lado mis escrúpulos, revisar todos estos recortes y ordenarlos un poco.

La trilogía de los malditos
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