Claude Oscar Monet

 

Se encontraba en el hotel de l’Almirauté en Le Havre, frente al puerto de la ciudad, solo, sentado junto a la ventana a las seis de la mañana, esperando la salida del sol sobre el mar tranquilo. Había mucha bruma, por lo que sus expectativas de captar el maravilloso instante parecían disolverse como la noche ante el día. Sin embargo no perdía las esperanzas: una leve claridad en el horizonte acuchillaba de naranja la inmensa mancha gris. Todo estaba listo: el lienzo bien fijado al caballete, las pinturas a mano para ser usadas sobre la paleta y varios pinceles formaban un abanico entre sus dedos, atentos, dispuestos a no perder un segundo del efímero instante que esperaba atrapar. Muy borrosos, a lo lejos, comenzaban a divisarse los mástiles de un grupo de barcos anclados en el lugar y columnas de humo salían de unas fábricas al otro lado del puerto; pescadores flotaban en pequeñas embarcaciones. Sin despegar la vista del horizonte, de vez en cuando se acariciaba la barba y se preguntaba si en algún momento el sol se abriría paso en medio de toda aquella niebla tan intensa y, de hacerlo, qué tan brillante se vería, qué tan naranjas o qué tan rojos serían sus colores, qué tan visibles se harían los altos mástiles de los barcos o las algodonosas columnas de humo de las fábricas, cómo reflejaría su luz en este quieto mar. Pero, pudiera salir el sol sin que la neblina haya desaparecido del todo. Es una posibilidad. En ese caso los mástiles apenas se divisarían, el humo sería como un manojo de neblina más oscura y compacta y los botes con los pescadores apenas manchas en medio de un mar huérfano de olas. El paisaje marino dejaría de serlo entonces para convertirse en la impresión de un paisaje marino. Ya no habría mástiles, tampoco humo ni pescadores ni agua, solo la impresión de todo ello…

Los minutos pasaban. El sol ya había salido y aún permanecía escondido tras el grueso manto de bruma. Pero Monet era un hombre paciente. No sería la primera vez que esperaba por la escena ideal o por el momento oportuno. Una y otra vez lo había hecho en Argenteuil, en Holanda, en Normandía, en Vétheuil, en Antibes, en Étretat, a orillas del Sena, en cientos de sitios… y siempre, unas horas antes o después, un día antes o un día después, llegaba el momento de la iluminación, el segundo exacto, irrepetible, donde la luz se despoja de sus ropas y por un breve instante pierde su inocencia ante algunos ojos privilegiados dados a admirarla en todo su esplendor.

Pero… ¡un momento! De pronto se abre un espacio, la bruma se disuelve un poco, no mucho, lo suficiente como para que el sol se vea nítidamente pero sin que sus rayos deslumbren al observador, una película apenas, un brochazo casi transparente que deja ver con claridad una moneda anaranjada, casi roja, con toques de amarillo y bermejo, que derrama su luz sobre el puerto de Le Havre y sobre el buen hombre que, pincel en mano y tras una ventana de hotel, espera el momento oportuno para enlazar las impresiones que regala. Había llegado la hora. El corazón de Monet campaneaba a gran velocidad. Por un momento dudó en si pintar u observar. Pintaría para apresar y vería para no olvidar. Apenas restaban unos pocos segundos. Con la velocidad del rayo pintó el sol, nítido, incandescente, más rojo que naranja; vació los demás colores sobre la paleta y con rápidas pinceladas cubrió la parte baja del lienzo de verdes y azules, de tenues amarillos y de bajos marrones, el pincel al aire, rápido y certero, como la batuta de un director de orquesta. Se elevó al cielo y con la misma destreza lo barrió de mosaicos naranjas, rojos, amarillos, ocres… De pronto el  instante finalizó, se marchó con la misma premura con la que había llegado, el sol se cubrió de nuevo y el paisaje perdió el colorido. Pero el pintor ya había retenido dentro de su cabeza el majestuoso escenario. Descansó como si hubiese concluido una gran faena y luego, con todo el tiempo que sabía ya a su disposición, en el centro del cuadro sugirió la forma de tres embarcaciones distribuidas en una línea diagonal, que le daba profundidad a la obra; en una de ellas, apenas esbozada, la figura de un hombre de pie sugería a un pescador en plena faena. Más allá, muy difuminada, apenas dando la sensación de su presencia, las fábricas con sus columnas de humo al aire y los altos palos de los mástiles formando cruces en el cielo llameante.

El maestro, siempre dentro de la obra, se levanta, estira los brazos, sonríe, mordisquea un pedazo de fruta y continúa perfeccionando sus trazos. Entre formas y sensaciones se preguntaba qué título llevaría todo aquello. Necesitaba más neblina, sugerir más, captar la fugacidad del momento, alejarse de la expresión y acercarse a la ilimitada veracidad de lo supuesto, de lo aparente. Decide así fundir los grises con anchas pinceladas de malva e invocar la presencia de los ocres tras la cortina de humo que apenas se devela. Se aleja una vez más y como poseído por el mismo Dios se acerca de nuevo, cierra los ojos y viene a su memoria el reflejo del sol sobre el agua. Ah, la máxima impresión, el máximo deleite, el sublime toque dejado para el final. Con firmeza entonces unta de rojo su pincel y sin orden alguno traza unas cortas líneas horizontales sobre el agua, luego lo repasa con naranja y con pizcas de blanco. Asiente con la cabeza, la mueve divertido de lado a lado. Las pequeñas líneas se separan a medida que se acercan al observador, son asimétricas, muy vivas, muy rojas, como el sol que las genera. Toma otro pincel y lo tiñe de negro y oscurece las barcazas y la figura del pescador. Con un leve toque otros pescadores le acompañan. Retoca por aquí y por allá, todo está muy oscuro y rojo y anaranjado y marrón y tan vivo que respira, late como el animal que hiberna. Hunde el mismo pincel bañado de negro en el verde intenso y dirige la orquesta con gruesas pinceladas sobre el agua verde claro, amarillosa, a veces ocre, azul, rojiza, negra en las sombras. Se aleja y se acerca una vez más. Borronea las cruces de los mástiles, difumina aún más los manojos de humo de las fábricas; zarpazos por aquí, risas y cantos por allá. Se aleja por última vez y, casi con lágrimas en los ojos, se acerca lentamente como si le diera la bienvenida a un hijo por tiempo ausente. Con gran delicadeza estampó su firma, muy pequeña y en negro, de lado izquierdo del lienzo: Claude Monet 72. Poco después, reunido con el grupo de Batignolles, integrado por Renoir, Pissarro, Degas y Sisley, sentados en el café Riche, les habló de la marina que había pintado: “Envié una cosa que había hecho en Le Havre, el sol entre la niebla y algunos mástiles de barcos… me pidieron un título para el catálogo… contesté: poned impresión, sol naciente”.

Y así nació el impresionismo.

La trilogía de los malditos
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