Peter Paul
Rubens
Cómo alargar la vida, se preguntaba Rubens aún joven cuando los encargos que le hacían superaban su capacidad física. La vida le parecía muy corta. Tenía tantas cosas por hacer, tantos cuadros que pintar, países por visitar, libros que leer, gente por conocer, que cincuenta años —promedio conservador para aquella época— le parecían muy pocos para llevar a cabo todas sus empresas. ¿Qué pudo haber influido en ello? A fin de cuentas es algo en lo que no piensa la gente común sino cuando ya los años se comienzan a sentir en articulaciones, canas y olvidos. ¿Cierto desasosiego en su infancia? ¿Las historias que llegaron a sus oídos? Es probable. Cuando aún no había nacido, su padre, Jan Rubens, eminente abogado y regidor del ayuntamiento de Amberes, estuvo a punto de ser ejecutado por haberse convertido en el amante de la princesa Ana de Sajonia, esposa de Guillermo de Orange. Guillermo, apodado el taciturno, lo había contratado como secretario. Si no hubiese sido por los buenos oficios de María Pypelinckx, su esposa y futura madre del pintor, y por la alta fianza que tuvo que pagar por salvar a su marido, el hoy considerado genio de la pintura barroca nunca hubiese venido a este mundo. Afortunadamente para la familia y para la humanidad la pena no pasó de un corto tiempo en la cárcel y el posterior abandono de la ciudad. Ya antes de este evento la pareja tuvo que dejar su ciudad natal para exiliarse en Colonia, acusados al parecer de haberse convertido al protestantismo; aunque eran católicos… Quién sabe. Tal vez Rubens no se enteró de ninguna de estas comprometidas historias y su desespero por aprovechar cada minuto, de llenar de actividad cada ínfimo espacio de su tiempo, venía dado por la circunstancia de que su padre había sido un destacado estudiante de Derecho en las universidades de Roma, Padua y Lovaina, y quería imitarlo, estar a su altura… Es posible. Por otro lado estaba su madre, noble señora, a quien amaba tanto que pretendía hacerla sentir la mujer más orgullosa del planeta. No se puede descartar tampoco que esa actitud ante la vida derivara del hecho de haber estudiado con los jesuitas: rigurosa disciplina, estrictos horarios, exigentes con los deberes. O tal vez su miedo a morir joven era el resultado de la súbita e inesperada muerte de su padre, algo que lo impresionó sobremanera, que no entendía, todavía joven y con un cúmulo de planes y proyectos por terminar… quedaron en el aire… nadie más los podía terminar. Rubens tenía apenas once años. La situación de la familia, a pesar de que contaban con el apoyo del abuelo materno, se vino a menos. Rubens entonces tuvo que abandonar los estudios y ponerse a trabajar. Consiguió un empleo como paje de la condesa Margarita de Ligne d’Aremberg. Allí aprendió el trato elegante y el protocolo cortesano, la conversación amena y el tono de voz suave y respetuoso. Pero no era como paje como quería pasar el resto de su vida y, una vez dominado el oficio, cuando ya la rutina comenzaba a echar sus raíces, convenció a su madre de que lo inscribiera en la escuela de pintura de la ciudad. Imposibilitada de pagarla lo ubicó como aprendiz en el taller del pintor Tobías Verhaecht, un pariente de no muchos méritos. Fue allí donde se sembró la semilla que tantos frutos daría luego. Apenas un año después, cuando pensaba que ya no podía aprender más o que podía aprender más rápidamente en otro lugar, decidió continuar sus estudios con el maestro Adam van Noort, con quien estuvo durante cuatro años, hasta 1594, para luego continuar con Otto van Veen, uno de los pintores más reconocidos de Amberes, hasta 1598. No había tiempo que perder. Su carrera era meteórica. Ya tenía veintiún años y sí, tenía un gran futuro por delante, pero este llegaría tan pronto que tenía que estar preparado para recibirlo; no estaba dispuesto a ignorarlo, mucho menos a esperarlo sin ilusiones o a verlo pasar con la indiferencia de una pincelada al fondo de una copia; trabajaría duro por él, cada minuto de su tiempo, cada tic tac del reloj, para verlo llegar colmado, repleto de sorpresas y emociones. Muy pronto presentó el examen ante la corporación de San Lucas de Amberes y, no podía ser otro el resultado, recibió la habilitación formal para trabajar como pintor independiente. ¡Qué gran día para los Rubens! Alentado por Van Veen, y con el ánimo de entrar en contacto con las obras del renacimiento, viajó a Italia. Llegó a Venecia… Ah, Venecia, quién no se inspira en medio de tantos siglos de arte y calles de agua. Allí hizo contacto con el duque de Mantua, Vincenzo Gonzaga, y durante nueve años estuvo vinculado, no sólo como pintor sino también como diplomático, a la corte de Mantua. Siguió a Roma. Observar las pinturas de Carvaggio, Rafael y Miguel Ángel le abrieron los ojos hacia su propia pintura. Le faltaba tiempo para apreciar tantas obras, para pintar todas las que tenía en mente. Se vinculó luego con el archiduque Alberto de Austria, quien le encomendó tres grandes pinturas para decorar la iglesia romana de Santa Croce: La exaltación de la cruz por santa Elena, La erección de la cruz y La coronación de espinas. Cuando apenas tenía veinticinco años, en 1602, estas tres obras majestuosas ya estaban colgadas en las paredes de la iglesia romana. No pararía de trabajar desde entonces. ¿Quién era este joven que pintaba como los dioses? ¿De dónde había salido este nuevo Tiziano que deslumbraba a todos con sus obras? El estilo barroco arrasaba con todos los órdenes. Se imponía el movimiento, lo fugaz, la profundidad, las imágenes como complementos de una figura central, las escenas grandiosas y triunfalistas donde reyes y nobles mostraran su poder, donde la iglesia expresara toda su majestuosidad. Se imponía lo barroco y Rubens lo representaba, lo enaltecía, descubría sus caminos y develaba sus secretos. ¡Él mismo era lo barroco! Lleno de optimismo y aprovechando una misión diplomática viajó entonces a España, donde recibió muchos encargos, entre ellos el retrato ecuestre El duque de Lerma, en el que aparece el duque altivo, de frente, pleno de detalles, inmortalizado sobre un musculoso caballo que impresiona por su vivacidad. No escapó el rey de España, Felipe III, al genio de Rubens y le encargó una serie de obras titulada Apostolado, que el flamenco completó a entero gusto del monarca. Fueron tantos los encargos que recibió en España que pudo haberse quedado por años entre ellos. Pero el tiempo lo acechaba, los años por vivir se le hacían cortos y amenazantes. Debía ir a Italia a seguir nutriéndose de los grandes, de Tiziano, de Da Vinci, de Rafael y de tantos otros. De vuelta en Mantua el duque Gonzaga le encargó una gran cantidad de cuadros, entre ellos tres para la iglesia de la Trinidad de Mantua: La santísima Trinidad adorada por la familia Gonzaga, Bautismo de Cristo y Transfiguración. Lo requerían en Roma, en Venecia, en Mantua, en Madrid, en Colonia y Amberes, en Europa toda. En París, María de Médicis, viuda de Enrique IV, le encargó una serie de retratos familiares con el fin de decorar el palacio de Luxemburgo; veintiuno sólo para María, y todos de gran formato. Tenía tanto trabajo que un día dijo: “Me encuentro tan sobrecargado de encargos para edificios públicos y colecciones particulares que me resulta imposible aceptar otros nuevos antes de que transcurran varios años”. Hasta que llegó el momento en que tuvo que partirse en dos, tal vez en tres o en cuatro, para cumplir con los pedidos más importantes: mientras él hacia los bocetos y dibujos, pintores de la talla de Lucas Vosterman, Christoffel Jeghers, Paulus Pontius o Anthony van Dyck hacían el resto, siempre bajo la supervisión final del ya considerado maestro entre maestros. Pero sin importar cuán ocupado estuviese, entre cuadro y cuadro, Rubens siempre se lamentaba de lo corta que le parecía la existencia. Tal vez uno de esos días, mientras hacía el trazo de las esplendorosas damas de Las tres gracias, uno de sus colegas le dijo que el matrimonio, bien llevado y con una mujer joven, bella e inteligente, era el secreto de una larga vida. Seguramente en ese momento una potente campana nunca escuchada resonó dentro de su cabeza. Tenía sentido… el amor… joven, bella e inteligente… ¡Claro, por qué nunca lo había pensado! Ese mismo año conoció a Isabella Brandt, una señorita de dieciocho años, bella e inteligente, con la que se casó en octubre de 1609 y con quien tuvo tres hermosos hijos y una relación más que satisfactoria durante diecisiete años, hasta que la peste que sacudió a Amberes en 1626 la llevó de su lado. Rubens, que por un tiempo había logrado agregar más años a su vida, se sintió perdido. Ya sobrepasaba los cincuenta. Podía morir mañana, o la semana siguiente… Trabajar se convirtió en su única distracción. Lo hizo sin parar. Se levantaba a las cuatro de la mañana, asistía a misa, comía algunas frutas, cabalgaba un rato por el campo y luego pasaba todo el día pintando mientras un ayudante le leía textos clásicos y escuchaba sus comentarios. Aunque su pulso no mostraba variación alguna, su expresión lo delataba: se sentía solo, abandonado, sin mucho más tiempo para concluir su obra… Pero tal vez había una salida. Quizás la misma fórmula que una vez empleó le serviría en esta ocasión. Entonces, a los cincuenta y tres años, conoció a Hélène Fourment que era bella, inteligente y tenía dieciséis años. Vivió entonces muchos años más, tuvo otros cinco hijos y pintó más de dos mil cuadros.