Alejandro Dumas (Padre)

 

Se encogía de hombros cuando recordaba lo poco que sabía de su padre y de su familia paterna, como si realmente no le importara. Nunca hablaba de ella. Su madre, con evasivas, como huyendo de los recuerdos. Pero… claro que le importaba; a pesar de su silencio, le importaba. Su silencio se había convertido en un aliado seguro y confiable en el que se refugiaba y hacía nido con la seguridad de que, si no hablaba, fuera de su propia familia, nadie lo sabría. Era el termómetro de lo mucho que significaba para él, una sólida coraza tras la que planeaba escudarse hasta el fin de sus días. Así, no hablaría nunca sobre el tema. No tendría tampoco por qué hacerlo. Su apariencia no lo delataría, al contrario, lo encubriría con el más esplendido y perfecto de los disfraces que alguien pueda o pudiera algún día usar, el de la propia naturaleza: su piel era blanca con matices de un rosa saludable, sus ojos azules y el cabello, ligeramente encrespado, era de un rubio fulgurante que brillaba a la luz del sol. Así que no hacía falta traer a colación algo que fácilmente podía quedarse allí, guardado, reservado, escondido, lejos de la luz, protegido de curiosos e indiscretos, de racistas que lo usarían para, quién sabe, desacreditar su obra, desprestigiar maliciosamente a uno de los novelistas y dramaturgos más prolíferos y populares del siglo XIX… Sí, callar, era la decisión que había tomado, no decirle a nadie que su abuela,  Louise Dumas, era negra.  

No obstante, el fantasma de sus antepasados, de que alguien se enterara del color que llevaba bajo la piel, de que por algún comentario malsano sus obras no pudieran llegar a los teatros o sus novelas a las editoriales, era algo que rondaba su cabeza con la insistencia de una pertinaz migraña.

Pero desde muy niño Dumas había sido decidido, luchador, seguro de sí, tanto que cuando murió su padre, con apenas cuatro años, fue capaz de presentarse ante su mamá arrastrando un pesado fusil porque se batiría a duelo con Dios por habérselo quitado… Ese mismo ímpetu lo llevó a adentrarse en su propia historia, a buscar, a hurgar dentro de ella con la esperanza de encontrar indicios, no sabía cuáles: señales, elementos, piezas, hechos, algo, cualquier cosa, de lo que pudiera sentirse orgulloso; alguna información que le diera cuerpo, sujeto, formas de las que asirse tal vez con la esperanza de, algún día, romper su silencio con la gallardía de quien se siente satisfecho con lo que le ha tocado vivir. Hurgando entonces en viejos papeles que consideraba inexistentes descubrió que su abuelo paterno, el aristócrata Davy de la Pailleterie, había sido un aventurero que se había hecho a la vela y viajado desde Normandía hasta la isla de Santo Domingo, donde conoció a Louise, su esclava, con quien tuvo un hijo de nombre Tomás Alejandro Dumas, su padre: un mulato de piel morena y cabello castaño que el aristócrata no quiso reconocer y que sobresalía por su amabilidad, pero sobre todo por su valentía: intervino en la guerra de los Pirineos donde hizo prisioneros a dos mil soldados enemigos y defendió con éxito un puente asediado por un regimiento de austríacos; siempre en primera fila, siempre ofreciendo primero su cuerpo y luego el de sus hombres. Terminada la batalla sufría más por sus muertos y por los del enemigo que por sus propias heridas. Cuando, una vez, su edecán lo encontró caído en medio del campo de batalla y corrió a socorrerlo pensando que estaba herido, Tomás Alejandro le dijo casi con lágrimas en los ojos: “No, pero he matado a tantos… tantos…” Durante años, como republicano, había luchado bajo las órdenes de Napoleón y con la frente en alto, el pecho erguido y el fuerte “tac” de los tacones de sus zapatos chocando entre sí, se separó de él cuando proclamó la dictadura…

No pudo evitar el escritor imaginar a un apuesto caballero, alto, moreno, de mirada penetrante y compasiva, impecablemente vestido con un flamante uniforme: pantalones azules, casaca escarlata con charreteras plateadas, botas de charol, chacó de plumas rojas y escarapela tricolor… Ese era su padre… Una sonrisa apareció en su rostro y una aspiración profunda le hizo caer hacia atrás como si se liberara de un pesado abrigo. Lo demás era más que sabido. Su padre contrajo matrimonio. Su esposa trajo al mundo a un simpático y largo gordito al que llamaron Alejandro. Muy blanco, de cutis rosado, ojos azules y cabello rubio; los labios, ligeramente gruesos.

Como rejuvenecido y vivificado después de su lectura, de escarbar sobre papeles ya casi olvidados, salió a dar un paseo por las calles de París. El ambiente fresco pero no frío invitaba a caminar, a subir la pequeña colina de Montmartre y sentarse en una de sus agradables terrazas a tomar una copa de casis, compartir con bohemios e impresionistas y divagar sobre sus obras de teatro Enrique III, Antony, o tal vez La torre de Nesle… o sobre sus novelas Los tres mosqueteros, El conde de Montecristo… o tantas otras que su prolífera mente no paraba de recrear… Mientras garabateaba ideas sobre una hoja a la que ya no le quedaba un espacio libre, un joven, al que había conocido no sabía dónde, de aspecto distinguido, rubio de ojos muy claros, dientes al aire y actitud arrogante, le saludó con cierto menosprecio y comenzó a hablarle sobre su linaje (¿Algún rumor habría llegado a sus oídos?), sobre lo orgulloso que se sentía de sus nobles antecesores, e invitó al escritor a que hablara de los suyos. Dumas lo miró de esa forma irónica con que acostumbraba a ver a los impertinentes, le puso la mano sobre el hombro y con sincera satisfacción le dijo: “Negros, amigo mío, vengo de una familia de negros”. 

La trilogía de los malditos
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