Mario Benedetti

 

Finalmente llegamos a Montevideo. El verano era fresco, soleado y el río de La Plata todavía hacía sentir su insípido sabor ante el inmenso mar que lo engullía. Luego de caminar un rato por su extensa rambla, de ver a la gente paseando con sus caras satisfechas, tomando mate o simplemente disfrutando del sol de la tarde, de la playa tranquila, mi mujer y yo regresamos a la habitación. Teníamos una idea fija. No estábamos en Uruguay sólo para conocer el país o disfrutar de la hospitalidad de los uruguayos, también teníamos otros planes entre manos. 

Tomamos la guía telefónica y nos dedicamos a buscar en la sección de cámaras, círculos, asociaciones, gremios, etc. Después de un buen rato y algunas llamadas fallidas la copiloto dio con el teléfono de la Asociación de Autores del Uruguay. Llamé enseguida. Le dije a quien me atendió que era un extranjero aficionado a la literatura, admirador del maestro Benedetti y que me gustaría saber su teléfono para saludarlo… Tome nota, dijo la mujer de voz gruesa y atropellada, sorprendiéndome;  acto seguido me dio el número. Mi corazón comenzó a latir dentro de mi pecho como las alas de un colibrí. Choqué las cinco con la copiloto, fui al baño a enjuagarme la cara que se me había puesto caliente y regresé de inmediato a marcar el número. Se escuchó un pito como de mensaje pero sin respuesta, sin decir aquello de “usted se ha comunicado con...” Colgué. Volví a marcar para asegurarme de que había discado el número correcto y de nuevo el pito, así que dejé el mensaje y no pedí respuesta a mi llamada sino que llamaría luego.

A las siete y quince de la tarde, cuando el sol aún resplandecía en esta parte del mundo, llamé de nuevo al maestro. El teléfono repicó varias veces. Pesimista, esperaba que otra vez apareciera la máquina para que después del pito dejara mi mensaje. Pero, para mi sorpresa, contestó un hombre mayor con la voz muy serena.

—Buenas tardes—dije.

—Buenas tardes —escuché del otro lado.

Sentí que era él, el maestro, uno de los grandes de la literatura latinoamericana, el autor de La Tregua, de tantas novelas, poemas, cuentos y ensayos.

—Me gustaría hablar con el señor Mario Benedetti —dije, a la expectativa.

—¿De parte de quién? 

—Mi nombre es Joaquín.

—Y..., ¿qué se le ofrece?

—Estoy de paso en Uruguay y me gustaría saludar al maestro.

Hubo una muy corta pausa al final de la cual dijo.

—Habla con Benedetti. 

Yo me quedé callado. Las palabras se apiñaron en mi garganta de tal manera que ninguna lograba salir.

—Aló —dijo de nuevo, pensando que tal vez se había cortado la comunicación.

—Aló —dije un par de segundos después, cuando mi garganta quedó liberada—. ¿Cómo está señor Benedetti? Es un grato placer para mí saludarlo. Soy venezolano, voy a Buenos Aires, y no quisiera pasar por este país sin saludarlo personalmente.

—Muchas gracias —dijo muy tranquilo.

—Me preguntaba, señor Benedetti, si sería posible reunirnos para hablar un poco sobre cualquier cosa, no sé, de literatura por supuesto, intercambiar algunas ideas. 

Se hizo un corto silencio.  

—Qué le parece el sábado en la mañana, a eso de las diez.

—Me perece perfecto —adelanté enseguida, ahora con voz más segura y confiada—. ¿Dónde podríamos encontrarnos?

—Venga a mi casa —dijo el maestro.  

Lentamente fui repitiendo los datos que me dictaba mientras la copiloto los anotaba en la libreta. 

—Eso es todo —me dijo—, cuando llegue a la entrada del edificio, toque el aparato para abrirle la puerta. El ascensor llega directamente al apartamento.

—Así lo haré —dije—. Entonces hasta el sábado. 

Colgué el teléfono. Una agradable emoción se abría paso por el centro de mis costillas.     

Después de dos días de paseos y caminatas, siempre con la entrevista en medio de cada cosa que veía, llamé para confirmar la cita. Nadie contestó. Eso no significaba nada, pensé. Ten paciencia, tal vez salió a comprar el periódico o todavía se está desperezando en la cama. Quince minutos después marqué de nuevo y nada, nadie respondía. Quizás se quedó dormido. No tendría nada de raro que se haya quedado dormido. Eso debe ser, seguramente no durmió bien anoche, se tomó algún tranquilizante y se le pegaron las cobijas, eso es todo. Ya atenderá, me dijo la copiloto mientras doblaba una camisa. Sí, le respondí y me senté a releer el primer cuento del libro que llevaría a la entrevista para que me lo autografiara. Mis ojos iban y venían sobre la primera línea: “Conviene que te prepares para lo peor”. “Conviene que te prepares para lo peor”. Una y otra vez comenzaba y una y otra vez al final de la línea mi atención se escapaba a otro lado… Quizás decidió no aceptar la entrevista. Probablemente pensó que yo no llamaría y se fue a caminar por la playa o a desayunar con algún colega. O simplemente se olvidó de mí con tantas cartas y llamadas que debe de recibir… Marqué de nuevo. El teléfono repicó y repicó… Colgué otra vez. Una vez más intenté distraerme con el cuento, pero repetidamente terminaba en "peor" y volvía a "Conviene"; mi mirada se levantaba hacia el teléfono mientras repasaba por enésima vez la primera línea. Cerré el libro y me asomé a la ventana. Respiré profundo. Claro, ahora era uno de los grandes de la literatura hispanoamericana de todos los tiempos, que después de ser taquígrafo, vendedor, cajero, contable, funcionario y periodista logró instalarse en el corazón de millares de lectores. ¡Ja!, ochenta libros publicados, uno de los autores más leídos en Latinoamérica, poeta, ensayista, novelista, dramaturgo, cuentista mil veces premiado, qué se va a molestar en atender a un simple admirador, alguien del paquete que por sí solo no merece más allá de un modesto saludo por teléfono... No, no hay que ser injusto, me dije. Recuerda que el maestro ya tiene ochenta y seis años y no debe de serle fácil cumplir con todos los compromisos que se le presentan. Quizás se siente cansado y hoy decidió no atender a nadie. O probablemente la musa amaneció pegado a su diestra y está transcribiendo todo lo que ella le dice al oído sumergido en la mayor concentración para no perder detalle alguno, es posible. Lo intentaré una vez más y si nadie contesta me olvidaré del asunto. Me quedaré con la satisfacción de por lo menos haberlo intentado, poca cosa para un obstinado como yo. Marqué de nuevo y al cuarto repique apareció la misma voz serena del miércoles pasado. Mis manos casi sueltan el auricular.      

—Aló —escuché. 

—¿El señor Benedetti? —dije por decir algo. Sabía que era él. 

—Sí, con él habla.

—Cómo está, le habla Joaquín, ¿me recuerda?

—Sí, sí, cómo no.

—Bueno..., lo llamaba para confirmar la cita de esta mañana. 

—Sí, claro.

—Entonces salgo para allá. 

—Lo espero —dijo el maestro con el tono de voz más cálido y humilde que he escuchado en mi vida.

La trilogía de los malditos
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