James
Joyce
La entrevista llegaba a su fin. Nora Barnacle, viuda del escritor irlandés James Joyce, se acomodó mejor en su silla.
De vez en cuando se escuchaban silbidos y chiflas. Y alguno que otro insulto. La sala estaba repleta. Nora sonreía levemente. Una vez más se pasó la mano por su cabello recogido y su anillo de matrimonio de nuevo le brilló en el dedo.
—Ya para terminar, háblenos de su esposo —dijo el moderador—, específicamente de las cartas que le escribió y que han causado tanto revuelo. Se ha llegado a decir incluso cosas tan descabelladas como que era coprófilo y que solía masturbarse cuando le escribía sus cartas. Coméntenos al respecto, si es tan amable.
Ella respiró profundo y dijo:
—Gracias, gracias por la oportunidad de permitirme hablar de este tema, del que espero aclarar ciertas cosas. Efectivamente, cuando yo estuve viviendo en Trieste y él en Dublín, nos escribíamos con frecuencia. Él me enviaba largas cartas en las que me pedía detalles de todo, incluso de lo más íntimo e impensable, como ya es obvio que lo saben. Debo aclarar que lejos de lo que muchos piensan su interés siempre fue meramente literario. No le importaba si algún día sus cartas se hacían públicas, si todo lo que decía quedaba al descubierto, con tal de obtener la descripción más acertada para sus escritos... Todo fue muy injusto. La gente ha sido muy injusta. Cuando eso sucedió y todos se enteraron de su contenido, me señalaban con el dedo al pasar y sus expresiones de desprecio se clavaban como espinas en todo mi cuerpo. Intuyo que no se podían explicar cómo me prestaba para lo que consideraban inaceptables inmundicias. Yo misma quizás no lo habría comprendido si al mismo tiempo no hubiese entendido también su mundo... Y es que poco a poco me fue envolviendo con su genialidad, esa pomposa genialidad que aún antes de ser famoso prodigaba por doquier y que podía ignorar cualquier consideración, incluso de tipo moral, que se interpusiera en el camino. A mi favor puedo decir que no sólo fui su esposa sino también su amiga. Hice lo mejor que pude. Me adapté tanto como me fue posible, y aún más. Compartí con resignado amor no sólo sus cartas obscenas, a las que atribuí como ya dije un interés literario, también sus largos silencios, su actitud con frecuencia triste, solitaria e insatisfecha, su odio hacia los irlandeses, sus eventuales noches de farra donde recitaba a Dante hasta el amanecer; también sus celos desmedidos y los temores que a veces lo dominaban. No obstante admiraba su fuerza, la gran confianza en sí mismo, la seguridad con que pregonaba que sería el autor de una gran obra, inmortal, que trascendería todos los tiempos, razas y credos, su entereza al perder a cinco de sus hermanos cuando apenas eran unos niños y todos, incluso su madre, pensaron que era un ser insensible porque no tenía fuerzas siquiera para mostrar alguna emoción. Admiré también su dedicación cuando nuestra hija Lucía fue internada en el hospital psiquiátrico, la forma en que superó el glaucoma que durante años lo aquejó y del que lo tuvieron que operar once veces, la gallardía con la que llevaba el parcho en su ojo... Y sobre todo admiraba su Ulises.
—¿Justifica entonces sus cartas obscenas?
—Era un fanático, eso es lo que le puedo decir. Todo lo que hacía lo hacía con gran pasión, y con una sinceridad absoluta, por muy escabroso que fuera el tema.
—¿Se justifica también a sí misma?
Nora lo miró de cierta manera tolerante e indulgente.
—No tengo nada de qué arrepentirme. Sólo eso le puedo decir.
—¿Y las espinas, siguen llegando?
—Así es, de todos lados, pero ya no me pueden herir. Las veo pasar y les digo adiós con un suspiro.
La sala quedó en silencio.