Rudyard
Kipling
La noticia le había traído una gran alegría y, su expresión, siempre amarrada a la desdicha, esta vez se mostraba satisfecha y orgullosa. Dio la noticia a su familia, preparó su baúl y abordó el gran carruaje halado por seis briosos caballos negros que lo llevaría a Estocolmo a recibir el premio Nóbel de literatura. Corría el año de 1907 y el famoso escritor contaba apenas con cuarenta y uno. Esta vez nada empañaría su felicidad. Sería completa. Hacía buen tiempo, la brisa peinaba las crines y las colas de los caballos y, más allá, un campesino labraba la tierra mientras su pequeño se divertía levantando castillos de piedra sobre el césped. No permitiría que los fantasmas siguieran acechándolo. Era hora de renovarse, de ver la vida con otros ojos. La ocasión lo ameritaba. Tenía suficientes razones ahora para olvidar, para disfrazar con máscaras sonrientes los fantasmas que le perseguían. ¡Adiós a la muerte y a los muertos! ¡Adiós a todos ellos! Al menos por un tiempo, al menos por unos días, al menos mientras me convenzo de que todo esto es real y no se trata sólo de un sueño. Los caballos parecían volar sobre la suave grava y los arreos del cochero caricias musicales, canciones de cuna al atardecer de un día soleado. Ya no sufriría más por su hija Josephine, muerta apenas de seis años; por su hijo John, fallecido en la guerra; por su gran amigo Wolcott Balestier, desparecido tan joven. Los dejaría descansar y descansaría él. Dejaría atrás los terribles recuerdos de Southsea, donde vivió con su hermana Trix, maltratados por la mujer que administraba la casa, lejos de sus padres, que por alguna razón dolorosa y desafortunada habían tenido que permanecer en la India y alejarse de ellos. Por un tiempo todo sería diferente. No usaría ya títulos nefastos para sus obras como Himno al dolor físico o La casa desolada, no haría apologías al odio ni del olvido una quimera, no guardaría rencor a Henry James por expresarse con rudeza de su esposa, ni a su padre por calificarla de poco femenina. Venían otros tiempos. El Nobel lo merecía. Él lo merecía. Volvería a vivir como en aquellos años en Bombay, los más felices de su vida, al lado de sus padres, lleno de color y naturaleza.
Estocolmo ya está cerca. La campiña reluce de verde y las casas y las posadas ya comienzan a hacerse frecuentes. Los caballos lucen esplendorosos. Sus relinchos semejan cantos gregorianos que inundan la cabina del coche. Él los escucha. Rudyard Kipling imagina el gran recibimiento. A su llegada la gente agitará pañuelos y gritará vivas al laureado. Soldados vestidos de rojo tocarán cornetas y un sinnúmero de personas lo recibirán en el gran teatro donde en medio de una estruendosa ovación le será entregado el premio. Su emoción no tiene límites. Atrás quedan las tragedias, las desdichas, las malas noticias.
El cochero hace entrada en la bella ciudad con el elegante galope de los caballos. Kipling alisa su traje con la mano y se acomoda el sombrero. Observa por la ventanilla. Pero... no hay nadie. Las calles están vacías y no suenan las cornetas. En las iglesias redoblan las campanas y una gran nube gris se ha puesto sobre la ciudad. Estocolmo está de luto: el rey de Suecia ha muerto.