Guy de Maupassant

 

No quiero que termines como yo, Guy. Deja ese revólver y aparta la navaja de afeitar. “Ven a jugar al jardín, Guy”.                     

―¿Me hablas a mí, Hervé?

Nunca lo imaginaron… En aquel castillo… Nunca imaginaron que allí naceríamos…  En aquel castillo de Normandía… Un par de locos… Qué más se podía esperar de los hijos de un mujeriego y de una madre permisiva y soñadora… Lo traíamos en los genes… Traíamos la locura en los genes, Guy… Mamá sin embargo soñaba con que fuéramos diferentes a papá: grandes artistas, poetas con el genio de su hermano, muerto antes de poder demostrarlo. 

―Hervé… por favor.

No lo logramos. De nada le valió soportar el libertinaje de nuestro padre con el sueño de que algún día pudiéramos compensar su amargura con la pluma de un verdadero escritor. No… no lo lograste. O tal vez sí, un poco. Tampoco yo... Tampoco yo logré complacerla… “Ven a jugar al jardín, Guy”.

―Hervé, Hervé…

Mientras yo leía, Guy, tú preferías huir al mar, internarte en cuevas y cavernas, explorar grutas, navegar con pescadores a la luz de la luna, pescar caballas, jugar con los campesinos normandos, bailar la música de los violines, tomar sidra con los amigos, asomarte temerariamente a los acantilados a ver los lobos de mar y quedarte allí, durante horas, siguiendo sus movimientos, queriendo nadar como ellos… Luego nuestra madre te envió al seminario de Yvetot. Por supuesto, te expulsaron. Sólo a un loco se le ocurre convencer a sus compañeros de beberse el vino destinado a las misas. ¿Qué clase de sacerdote llegarías a ser? 

―Qué cosas dices, Hervé.

Después, a causa de la invasión prusiana por Sedán, abandonaste los estudios de Derecho y te alistaste en el ejército. No sé cómo fueron capaces de aceptarte, de poner un fusil en tus manos… Lograste sobrevivir y la hermosa París te esperaba con su aire bohemio y bulevares iluminados por mecheros de gas… No te sentiste impresionado por su gente ni por sus construcciones, pero sí por el Sena, donde viste un pedazo de tu mar normando. A veces de madrugada, a veces al anochecer, tomabas tu bote y remabas por sus aguas y decías cosas como: “Ah, el río, hermoso, plácido, cambiante, perfumado y fétido, lleno de sueños e inmundicias”.

No quiero que termines como yo, Guy. “Ven a jugar al jardín”.

Fue una buena época la que pasaste con el primo Flaubert: siete años. Durante siete años se reunían todos los domingos a revisar tus cuentos y novelas. El mejor maestro para cualquier discípulo. Fue una gran suerte haberlo tenido a él. Lamentablemente, como siempre te pasa, no lograste sacar nada positivo de aquellos años. No supiste aprovechar el genio del maestro. No obstante, al morir, preparaste su cadáver para el entierro, lavaste su cuerpo con sumo cuidado, observando atentamente, sin perder detalle alguno, y utilizaste la experiencia para nutrir una de tus novelas. 

―Intentaba aprender un poco más de él.   

Sí, era todo lo que podías hacer… Después comenzaron tus dolores de cabeza. Ni siquiera las zambullidas que solías darte en el agua helada lanzándote desde cualquier puente y ante un público incrédulo podían combatirlos. Viviste con ellos como se vive con una pierna que cojea: siempre arrastras. Te refugiaste en la escritura como ansiaba mamá, con ella te olvidabas un poco de los latidos en tu frente y tus días eran más tolerables. Escribiste Bola de Sebo, El collar y trescientos cuentos más, y unas cuantas novelas que con suerte han sido publicadas y te han dado cierta fama… Tal vez nuestra madre ya se sienta satisfecha. La migraña a veces recrudecía, nublaba tus ojos, dejabas de escribir y consumías drogas o inhalabas éter para adormecerte entre sus vapores; y olvidar. Sufrías por ti, por la sífilis que no supiste dónde ni quién te la contagió, por el campesino normando, por los pobres que pueblan el mundo. Sin embargo tu alma bondadosa no te impidió ver una vida pesimista y sin sentido, sórdida y sin expectativas. “Creo en la aniquilación total y definitiva de todo ser humano que muere”, escribiste una vez. ¿De verdad crees en ello, Guy? ¿Qué piensas ahora que estoy frente a ti?... También escribiste: “Estoy interesado en la locura; voy a escribir el proceso de un hombre a quien va minándolo la locura”. ¿Tu propia locura, Guy? ¿O tal vez la mía?

―No, Hervé. No me refería a ti.

Sería un libro magnífico… escribir sobre la muerte de tu hermano loco. Tu hermano menor loco, y ya muerto. No quiero que termines como yo, Guy. Deja ese revólver y aparta la navaja de afeitar. “Ven a jugar al jardín”.

La trilogía de los malditos
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