Arturo Michelena

 

—¿Quién lo encontró?  —preguntaría el coleccionista.

—Un tal Stein —le respondería el vendedor de arte.  

—¿El de la casa de subastas?

—Sí, el director de Sotheby`s Miami.

—¿Cómo lo hizo?

—Ya sabes. Es un viejo zorro. Olfatea los cuadros hasta que da con ellos. También es venezolano, como el pintor, y tal vez eso lo motivó a hacer lo imposible por encontrarlo. Al tener acceso a los archivos de Sotheby`s descubrió que en 1926 esta casa lo había vendido a Owens Burn, un próspero ingeniero que según se sabe fue cofundador de Sarasota en Florida. Una cosa llevó a la otra, imagino, y finalmente lo ubicó en los depósitos de John & Mable Ringling Museum. ¡Qué sorpresa se llevaría! 

El niño enfermo —murmuraría el coleccionista—, tantos años perdido…

—Casi setenta —le informaría el vendedor de arte.   

—Setenta años… Creí que me iba a morir sin la posibilidad de verlo algún día, de tenerlo entre mis manos…

—No será fácil.

—Quiero que asistas a esa subasta y lo compres… ¡Quiero esa pintura!

—Muchos la quieren. El precio será alto. Recuerda, es la obra maestra perdida de Michelena, medalla de oro en el Salón de París en 1889, uno de los primeros artistas en alcanzar renombre en Europa, el pintor venezolano más aclamado del siglo XIX, el que sacó a Venezuela del anonimato. 

—Ya, ya… ¿crees que no lo sé?

El coleccionista callaría por unos segundos, encendería un cigarro y mientras el humo le fantasmeaba el rostro le diría a su amigo:

—¿Cuál será el precio del martillo?

—Según los expertos de Sotheby`s estará alrededor de los doscientos mil.

—Doscientos mil. 

—Así es, doscientos mil dólares.  

El coleccionista entonces estiraría los brazos, se pondría ambas manos tras la nuca y respiraría profundo. No me lo imagino físicamente pero supongamos que es un hombre ya con cierta edad, tal vez de sesenta, ricachón, claro, y que juega golf en su oficina mientras los vendedores de arte lo asedian con ofertas de tal o cual pintor.    

—Es mucho dinero —diría—. ¡Pero lo quiero para mí!  

—Sí, es mucho dinero. Y doscientos sólo será el valor de apertura… El cuadro, por supuesto, al final de la subasta valdrá mucho más.   

—Claro, ¿qué tanto más?

—No sé… es difícil calcularlo… Tal vez cuatrocientos o quinientos mil dólares… 

—Aún así lo quiero. 

El vendedor de arte le daría una larga calada a su cigarro. Su mirada sería entonces la de una máquina registradora que suma, multiplica, saca porcentajes y arroja resultados.    

—Bien —diría con entusiasmo—, haré los preparativos.

Corría el mes de noviembre de 2004 en Nueva York y ya el frío anunciaba un invierno intenso en esa ciudad. El vendedor de arte (ahora en el rol de comprador), ya registrado, asistiría a la cita de forma puntual. Iría vestido con elegancia, corbata celeste, y tal vez un poco nervioso se sentaría en un lugar donde su paleta de puja se viera con claridad. Con la maestría de las obras que se subastaban no tengo dudas de que la sala de remates estaría a reventar. Los críticos de arte, con ese aire de eruditos que les caracteriza, formarían pequeños grupos cerca del escenario mientras que compradores, coleccionistas, gente de la prensa y curiosos esperarían al anunciador para que, con el martillazo de rigor, diera inicio a la subasta. Todos hablarían de El niño enfermo, el cuadro perdido del genio venezolano, pintado cuando apenas tenía veintitrés años, escogido entre más de tres mil obras que se presentaron en aquel famoso salón de 1887. Y él, nacido en una pequeña ciudad del centro de Venezuela, un país del que prácticamente no se tenía referencia pictórica, muerto tan joven, ¿cuántas obras dejó de pintar, cuántas? No sé cómo reaccionó aquel vendedor de arte cuando el subastador anunció el cuadro de Michelena y dos empleados bien trajeados lo colocaron sobre el escenario y uno de ellos le quitó la tela que lo cubría. Un largo ¡Oh! se escucharía en toda la sala. Los eruditos comenzarían a murmurar. Si yo hubiera estado ahí me habrían sudado las manos y hubiese tenido que desabotonar el cuello de mi camisa para poder respirar. Pero seguramente nuestro vendedor de arte, quizás ya acostumbrado a estos eventos, se deleitó unos segundos observando la obra, tal vez un par de fuertes repiques en su corazón, nada de importancia, y teléfono en mano prepararía su paleta para ganar la puja, complacer a su cliente y llenar sus bolsillos.   

Pero las reacciones cambian ante lo inesperado. Nuestro vendedor de arte debió de tragar grueso cuando el precio de apertura sobrepasó el medio millón de dólares, más del doble de lo que los expertos de la misma casa habían estimado. El coleccionista, quien lo más probable era que estuviese escuchando al otro lado de la línea, le diría puja, Peter, sin miedo. ¿Qué razones tendría para estar tan interesado en ese cuadro?, tampoco lo sabemos, pero podemos presumir que es un verdadero coleccionista y desea, como yo, exhibirlo en una de las paredes de su casa y sentarse frente a él durante horas, sufrir con esa madre, compadecerse de ese pequeño enfermo, perderse en los claroscuros de la pintura —cómo los hizo, me pregunto ahora— o simplemente piensa que dentro de poco valdrá mucho más y podrá sacar una buena ganancia por su venta… quién sabe, tal vez le recuerde a un hijo fallecido o a él mismo si alguna vez, cuando niño, sufrió de alguna severa enfermedad… en fin, tantas cosas.

—Seiscientos ofrece el señor de la corbata celeste —dijo el subastador con voz fuerte y hechizado por el martillo que manejaba con gran destreza.

Y se abrió una guerra de pujas por el cuadro de Michelena. Una mujer de rojo subió a seiscientos veinte,  luego un hombre de bigotes a seiscientos cincuenta, más allá otro a seiscientos setenta, otro al final del salón levantó la paleta ofreciendo seiscientos noventa. Aquello era un torbellino de dólares que inundaba la sala hasta el techo. Las expresiones del público servirían para pintar un millón de rostros.       

—Sube, Peter, sube —le dijo el coleccionista al vendedor de arte que por un momento no supo qué hacer.

Debía hacer una oferta contundente, pensó, que dejara sin aliento a sus adversarios. 

—Novecientos mil dólares ofrece el señor de la corbata celeste —gritó el subastador— ¿quién da más? —gritó aún más fuerte, el martillo como loco, los ojos fijos. Miró a los caballeros que habían participado en la puja y no encontró respuesta, salvo de la dama de rojo quien se acomodó en su silla, se echó un par de abanicadas y, decidida, levantó su paleta.

—Novecientos veinte mil ofrece la dama de rojo.

Peter no lo podía creer. 

—Un millón —dijo, fuerte, como si trataran de arrebatarle algo que ya le pertenecía. 

—Un millón —repitió el subastador. 

—Un millón cien —contraatacó la mujer de rojo.

El público veía a cada lado como si presenciaran la final de un partido de tenis. Peter comenzó a sudar. Tras la línea escuchaba: “puja, Peter, puja”.

—¡Un millón trescientos cincuenta mil! —dijo Peter finalmente.

Hubo un silencio expectante. Todos miraron a la dama de rojo que cerró su abanico, el ceño fruncido, y en un rápido giro de cabeza miró a otro lado.

—Un millón trescientos cincuenta mil dólares, señores —gritó el subastador—. Quién da más, quien da más —insistía sin cesar, pero en la sala apenas se escuchaba el monótono sonido de la calefacción—. Un millón trescientos cincuenta mil dólares a la una —anunció ya con el rigor de cierre —un millón trescientos cincuenta mil dólares a las dos, un millón trescientos cincuenta mil dólares a las tres. Vendido al caballero de la corbata celeste. Y dio un martillazo tan fuerte que sobresaltó a los que estaban en primera fila.    

Así, hijo mío, palabras más palabras menos, debe de haber sucedido todo. Ahora anda, ve a la librería y compra esa copia de El niño enfermo. Asegúrate de que mida 80,4 x 85 cm. Es lo más cerca que podremos estar del original.

La trilogía de los malditos
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