Madame Du
Deffand
Se encontraban en una de las tantas cenas que día a día la marquesa Du Deffand ofrecía a conocidos y amigos en su lujosa casa de París. Como era su costumbre se había levantado a las cinco de la tarde, luego de la larga cena correspondiente al día anterior, de la interminable sesión de juego de dados, de rigor como sobremesa, y de la no menos corta lectura mañanera que un colaborador le hacía a cambio sólo por estar en presencia de la dama más renombrada de la ciudad. Luego de esto dormía unas horas, se atildaba como corresponde a una dama —aunque mayor y medio ciega— aún coqueta y glamorosa, y se disponía a atender a los invitados que sin duda esa noche se presentarían. Quizás los mismos de la noche anterior, o de la anterior, o tal vez una mezcla de ambos, pero infaltables siempre. Tras sus joyas y traje largo de faralá en cuello y mangas, todavía se advertía a la mujer polémica, de comentarios puntillosos, llenos de ironía e indiferencia que hasta ahora había sido.
—Hoy está usted espléndida, mi querida señora —dice el escritor inglés Horace Walpole, autor de El castillo de Otranto, a quien la marquesa le había escrito no menos de ochocientas cartas, muchas de ellas dictadas, pues cuando se conocieron ya casi no veía.
—No tanto como mi imaginación lo permitiría —responde la marquesa con su clásica sonrisa, incompleta y enigmática.
Y extiende su mano para que otros invitados la besen.
Apenas un puñado había asistido esa noche: Montesquieu, Hume, D’Alembert, Burke, Gibbon, el anciano Fontenelle, entre otros. Su querido Voltaire, a quien esperaba con impaciencia, no había llegado; éste le profesaba tal cariño y admiración que en una ocasión dijo que, una vez muerto, sería capaz de resucitar tan sólo para abrazarse a sus rodillas.
Luego del brindis, de la cena y antes de los dados, en ese espacio de tiempo donde los temas triviales se mezclan con las más profundas e inesperadas confesiones, Walpole le comenta a la marquesa:
—Es usted admirable. Es un privilegio gozar todas las noches de su hospitalidad, de su presencia. La verdad es que no sé cómo puede calificarse usted de aburrida e insensible.
Ella voltea. Pareció mirarlo por unos segundos.
—Insensible y aburrida —dice—. Eso es lo que soy, lo sostengo. Ya se lo he comentado en mis cartas. Jamás estoy contenta conmigo misma... me odio a muerte. Pero la vida no le da importancia a quien se aburre con ella; la deja vivir sin brindarle mayores complicaciones, sólo la de estar consigo mismo, que ya sería suficiente aburrimiento, suficiente castigo para perder el tiempo anunciando una muerte a la que no se le teme.
Todos la escuchaban atentamente. Asentían con la cabeza o con un ligero movimiento de hombros o cejas. Montesquieu fumaba un tabaco mientras Walpole parecía tomar notas para una de sus novelas.
—Así es, me odio a muerte. Es cierto que también soy insensible. ¿Para qué ser sensible si todo seguirá su curso pase lo que pase? Nada cambiará cuanto lloremos. Las lágrimas se secarán y también los pañuelos donde ellas cayeron. Entonces, ¿para qué derramarlas?... Cuando mi sirviente Colman murió, después de más de veinte años de servicio, lo único que se me ocurrió decir fue que me había sido útil. Fue lo que escribí en una carta... Y cuando murió Julie, mi sobrina, no supe qué hacer: di satisfacción a un viejo rencor que sentía por ella y escribí algo de lo que ahora creo que me arrepiento. Tal vez digo todo esto para confundirlos… A veces no me conozco. A veces creo que la luz que le falta a mis ojos es la misma que le falta a mi corazón...
Walpole, a su derecha, le dio un par de palmadas en la mano.
De pronto un criado entra a la estancia y le dice algo al oído. Ella sube los ojos, como desorientada, y una lágrima comienza a rodar por su mejilla, luego otra y otra. Sus rodillas se estremecen. Voltaire había muerto.