Édouard Manet

 

Soy Olympia y cuando Manet me haya terminado de pintar le traeré la fama y la fortuna que tanto ansía. Seré una obra maestra, me venderá por mucho dinero, seré el cuadro más costoso de la historia, los marchantes se pelearán por mí, los coleccionistas harán sus más elevadas ofertas, los gobiernos de Europa y de América querrán tenerme en sus museos y galerías, los falsificadores pintarán cientos de copias y se harán millonarios con mi imagen, el mundo entero aclamará mi encanto… Ah, la Olympia de Manet, todos me conocerán por ese nombre. Ya no dirán que Manet a veces duda de su dirección artística y que sufre por las críticas hacia su obra, porque para mí sólo habrá muestras de admiración y reconocimiento. Aunque no faltará quien diga que soy escandalosa, que atento contra la moral y las buenas costumbres. ¡Pamplinas!, soy hermosa, rebelde, única, he sido hecha con maestría y eso es lo que cuenta; me venderán apenas mi maestro estampe su firma al pie de este lienzo. Y yo seré feliz, seré feliz por él. Gracias a mí realizará sus sueños. Ya me imagino su cara de satisfacción cuando me exponga: el público me ovacionará, los entendidos quedarán atónitos, escribirán sus mejores reseñas… Será una explosión de alegría y de emoción. Pero pocos pueden hacer mucho daño. No faltará asimismo quien diga que soy una parodia de la Venus de Urbino, de Tiziano; o una imitación de la Venus dormida, de Giorgione; no faltará quien concluya que por mi desnudez, decorada apenas con un lazo al cuello, una flor en mi pelo, pulsera y zapatos de tacón, soy una prostituta… aunque en esto no se equivocarán… una de tantas que deambula por las calles de París. Es cierto que mi expresión no delata vergüenza ni arrepentimiento. Pero, ¿alguno de ustedes me ha visto alguna vez? Existo. Siempre camino sonriente y atractiva por los alrededores de Montmartre, exhibiendo lo mejor de mi físico y resaltando mis formas… Valiente, eso es lo que es mi creador, un gran maestro que expuso sin empachos las miserias de este gran país. No tienen por qué tomarlo de otra forma. No ver la realidad no es una opción. Pintores que no expongan verdades como la mía pintan sólo la mitad de sus cuadros. No mi Manet, mi Manet es un valiente. Sus detractores dicen que no es novedoso, que no tiene un estilo definido, que busca impresionar más por sus temas “fuera de tono” que por su originalidad. Se equivocan… El público entenderá... La crítica entenderá y yo seré una reina, todos querrán poseerme, pagarán lo que sea por mi cuerpo… cuando el maestro me haya terminado. Tal vez en un futuro no muy lejano él se decida a utilizar técnicas impresionistas, incluso llegue a convertirse en uno de los padres de esa tendencia. Se dirá que fue el pintor más puro de la historia, el más genuino de la época moderna… Yo estaré en algún lugar mirando cómo, gracias a mí, con el producto de mi venta, se convierte en uno de los pintores más famosos y prósperos de su época. Incluso los que detecten defectos en su pintura dirán que los hizo de forma deliberada, intencional, con el objeto de introducir transformaciones en la estructura pictórica clásica. 

El maestro puso algo de verde en los ojos del gato que me acompaña sobre la cama, un reflejo en la nariz de la negra, en sus labios gruesos, unos toques en las flores que esta me trae, retoca mi mano sobre el pubis, una pequeña sombra bajo mi seno derecho, un par de pinceladas a los pliegues de la cama, al almohadón, a los flecos del chal bajo mis piernas, retrocede un poco, se acerca una vez más, otra sombra bajo mi talón, bajo mi tobillo, bajo mi barbilla, un punto ocre sobre la pequeña joya que sostiene un lazo en mi cuello y listo, ya estoy terminada… Corre el año de 1863. Me miro a mí misma y me percibo natural, libre, finalmente observada y expuesta por un pintor de verdad… Me siento feliz, plena, dispuesta a ser vendida por una gran suma y complacer a mi maestro. Pero Manet duda, no me ofrece en venta, espera un mejor momento, él sabe lo que hace, confiaré en él. Pasan dos años. Finalmente, en 1865, me presentó al Salón de París. Pero algo pasó, estuve a punto de llorar y manchar toda aquella obra de arte: fui rechazada. No entendía el porqué. Alguien dijo que insultaría al público. ¿La verdad insultaría al público? ¿Presentar los hábitos sexuales modernos insultaría al público? ¿No es la verdad parte de la belleza, aunque desagrade a algunos? ¿La denuncia parte de su solución? Me escondí entonces tras una sombría tela durante dos años más. En 1867, entusiasmados, mi maestro y yo, por la gran cantidad de público que atraería la Exposición Universal, decidimos intentarlo de nuevo y levantamos un pabellón en la Place de l’Alma, muy cerca de una de las entradas del gran evento. Como no teníamos mucho dinero mi maestro pidió a su madre una porción de la herencia que le correspondía y juntamos poco más de veintiocho mil francos. Aprovechamos parte del dinero para hacer unos folletos donde aparecía un artículo de nuestro Émile Zola, quien  hacía una entusiasta defensa de las obras poco comprendidas de mi maestro e incluía un aguafuerte de mi pintura. Tenía muchas esperanzas. Esta vez sí me venderían y mi creador podría realizar su sueño: finalmente sería rico, famoso y reconocido por todos… Ah, el gran Manet y su Olympia. Cincuenta obras me acompañaron. Se vendieron algunas. Pocas. A mí me miraron con desprecio, algunos se burlaron. También aparecieron caricaturas nuestras en el diario satírico L’Amusant. Yo ya no aguanté más. Lloré hacia dentro para no manchar el resto de la pintura. Mis lágrimas corrieron por detrás del lienzo hasta que se ahogaron en el marco de madera. ¿Qué podía hacer sino esconderme tras la tela, refugiarme tras la sombra hasta que, tal vez, se presentase otra oportunidad? Mi maestro lucía también devastado, su pelo comenzó a caerse y sus pómulos siempre rosas se llenaron ahora de cierta palidez. Esperé durante años. Todo estaba tan oscuro allí, detrás de la tela, mis colores ansiosos de vivir, de ser vistas mis formas y mi belleza, mi realidad y mi súplica. A veces sentía que me faltaba la respiración. Escuchaba la voz de mi maestro tras la tela que me cubría e intentaba decirle que no perdiera las esperanzas, que lo lograríamos, que pronto lo lograríamos. Pero un día ya no lo escuché más: ni sus pasos ni su voz ni su olor ni su pincel sobre otros lienzos. Un silencio sobrecogedor ocupó todo nuestro estudio y un olor a humedad subía por las patas de mi caballete como una tenebrosa marea… Un día de febrero de 1884 alguien retiró la tela de mis ojos. No era el maestro. A él no lo veía por ningún lado. Me llevaron al Hotel Drouot junto con una gran cantidad de cuadros. Se vendieron ciento cincuenta y nueve obras, pero yo, al enterarme de que el maestro había muerto el año anterior, me resistí a ser vendida; el público probablemente interpretó la tristeza en mis ojos, percibió tal vez que ya nada tenía sentido para mí. Preferí entonces quedarme con él y, por mucho tiempo, no me vendí a nadie, hasta que, prostituta al fin, acepté la oferta de uno cualquiera.

La trilogía de los malditos
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