Robert Louis Stevenson

 

Se conocieron en Grez, Francia. Ella, aunque diez años mayor que él, combinaba en su rostro la lozanía de una mujer más joven con la seguridad de un gesto maduro y sosegado, y eso debe de haberlo cautivado desde el primer momento. Él aún no había publicado La isla del tesoro o El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde. Así que de Robert Louis Stevenson no le pudo haber atraído su fama literaria ni la fortuna que ésta le habría dado. Seguramente ella se sintió atraída por su porte de caballero, su expresión juvenil y despierta, sus ademanes finos y elegantes. Quizás él percibió en ella el pasaporte a una vida más larga, y ella en él unas manos que no podían ser otras que las de un escritor. Pudieron haberse encontrado en un café o en una terraza, a las diez de la mañana o a las cuatro de la tarde, con el sol brillante o con el cielo nublado, en una noche estrellada o quizás de lluvia: poco importa el escenario para dos almas predestinadas a encontrarse. Él podría haber estado sentado en una mesa y ella en otra muy cercana entre muchas desocupadas, o en la única disponible en todo el lugar, pero siempre cerca. Ella leería distraídamente. Él la estaría mirando con insistencia: cuando se acomodaba el cabello, cuando pasaba una página y se detenía un instante para levantar la cabeza y sonreírle, cuando tomaba café y sus ojos quedaban al descubierto. Pequeñas excusas que no desperdiciaría. Cualquier cosa podía generar un gesto tímido, una expresión aliada al final del camino. Él se debe de haber acercado con su expresión señorial, traje oscuro y corbata de lazo, bigotes largos, en extremo delgado y abundante cabello liso y negro. Debe de haber hecho una corta reverencia con la cabeza y le debe de haber dicho algo, cualquier cosa que les acercara, algo así como: Buenos días, buenas tardes o buenas noches, mademoiselle. Me llamo Robert y soy aficionado a la escritura... y veo que a usted le gusta... entonces pensé que... Ella debe de haberle sonreído cortésmente y extendido su mano hacia la silla para que se sentara. Él entonces se presentaría formalmente y ella le diría que era Fanny Van de Grift Ousborne. Él, por su acento, se daría cuenta de que era extranjera y ella, dando satisfacción a su expresión interrogante, le diría que sí, soy americana.

Para dar comienzo a la conversación él trataría de leer el título del libro que Fanny leía y ella de inmediato se lo mostraría con innegable placer. Sería una gran casualidad, pero no descartemos que se tratara de un libro de Poe, cualquiera de sus cuentos. Él, apasionado como era de Poe, debe de haber visto en aquella tamaña casualidad la señal definitiva para abrir las puertas del corazón de esa mujer que ahora veía como un regalo del cielo. Comenzaría entonces a contarle su tendencia a admirar el crimen como arte, la bohemia como forma de vida, los viajes como máxima expresión de libertad, la rebeldía como necesaria manifestación humana. Luego le contaría quizás sobre sus inquietudes literarias, los  breves ensayos que ya había realizado, sobre los cuentos y novelas que tenía en mente escribir o de los que ya tenía algo adelantado. Ella se emocionaría y vería en ese hombre la escritora que ella nunca logró ser, la mente ágil y sin escrúpulos que  alguna vez pretendió para sí. Lejos de una competencia vería en Stevenson la posibilidad, lejana aún, pero sin duda posible, de realizarse a través de aquel hombre que de vez en cuando tosía preocupantemente. Él indagaría sobre su vida y ella le diría que, aunque era una apasionada de los libros, se dedicaba a la pintura, al jardín, a sus hijos. Seguramente, pasadas las confesiones iniciales y de poca trascendencia, de lógico rigor entre los nuevos amigos, él escarbaría un poco más a fondo, tratando de encontrar, de ver qué había más allá de aquel encuentro maravilloso. Ella le diría entonces que tenía dos hijos, que estaba en trámites de divorcio de su esposo también americano y que había venido a Grez a descansar un poco, a buscar algo que pensaba perdido desde hacía mucho. Ahondarían entonces en los detalles. Ella le contaría de sus fracasos y él de los suyos, de sus anhelos, de sus visiones; sus sillas se juntarían un poco y sus miradas serían más constantes. Él iría más allá en un intento de apostar el todo por el todo, jugar a la suerte con honestidad para saber si el límite de aquello estaba a la vuelta de la esquina o si por el contrario podía resignarse a que se perdiera en el horizonte. Le hablaría sobre su enfermedad, la tuberculosis que le asediaba desde niño como un monstruo tras cada pared, que lo había llevado más de una vez al borde de la muerte y le había hecho pasar incontables noches en vela. Y ella sentiría germinar dentro de sí aquella extraña y majestuosa sensación que sólo sus hijos le habían hecho sentir y por lo que estaría dispuesta a todo: amor, sacrificio, desprendimiento. Pero ahora era un hombre el que se la provocaba; uno que estaría dispuesto a cruzar el océano para vivir con ella.

La trilogía de los malditos
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