Charles
Dickens
“Algún día, si perseveras y trabajas fuerte, podrás vivir en esa misma casa”. Le dijo el padre al pequeño Charles un domingo cuando salían de los arrabales donde vivían e iban a pasear por los hermosos y aristócratas barrios de la ciudad mientras con incrédula sonrisa señalaba la fastuosa mansión que se levantaba en Gads Hill. Charles la miraba con fascinación, domingo a domingo, con la misma sonrisa del padre: incrédula, fantástica, algo que sólo en sueños podía concebir. La casa representaba todo para él: el éxito, la prosperidad, la meta y quizás también el cordón umbilical que lo ataba a la niñez, algo de lo que nunca había querido desprenderse. De modo que tuvo algo de razón, y no se descarta que también algo de envidia, el novelista y humorista inglés William Thackeray cuando afirmó que los libros de Dickens estaban escritos para adultos con mentalidad de niños. “Así es —dijo Dickens con gran tranquilidad—, estoy escribiendo para la raza humana”. Aparte, aun adulto, todo él era como un niño: caprichoso, inquieto, chistoso, despreocupado, jovial. Consideraba su vida un “carrusel” de emociones en la que no sólo actuaba como escritor sino también como conferencista, lector público de su obra, director de teatro, publicista... hasta bailarín. Una vez —cuenta su hija— se levantó de madrugada a practicar unos pasos que había aprendido el día anterior, despertando a todos con sus silbidos y tarareos. Toda aquella alegría y entusiasmo parecían una compensación de la miseria y eventos desafortunados que le tocó vivir cuando niño. Su padre, empleado de una oficina contable en la marina, y su madre, hija de funcionarios pobres, eran de escasos recursos, por lo que Charles comenzó la escuela a los nueve años. Luego se mudaron a Londres y su padre fue llevado a la prisión de Marshalsea por no pagar sus deudas. Dado que era costumbre que los familiares debían vivir bajo el mismo techo que el encarcelado, Charles, con apenas once años, dormía en la cárcel por la noche (imaginando tal vez que se encontraba en aquella hermosa casa de Gads Hill) y salía a trabajar en una fábrica de tintes por el día, olvidándose de los estudios hasta más adelante... Dickens no sólo actuaba a veces como un niño sino que también los amaba: tuvo diez. Pero no sólo amaba a los suyos sino a cualquiera que viera por la calle y sufría por aquellos más pobres como si fueran propios. En una oportunidad caminaba tranquilamente con un amigo por los barrios bajos de Londres, tal vez nutriendo escenarios y personajes para alguna nueva novela o cuento. Era de noche. La brisa, suave y helada, traía consigo pequeñas gotas de rocío que marcaban rayas fosforescentes en el aire a la luz de los faroles y los festejos de una taberna cercana llenaban la calle de voces y risas. Una mujer borracha, sentada en el suelo y con un mugriento bebé en los brazos, dormía frente a una pensión. De pronto la mirada compasiva del escritor se transformó en una de coraje, arrancó al niño de los brazos de la madre y lo llevó dentro de la casa para que fuera aseado y atendido; pagó para ello. En otra ocasión, mientras paseaba por el mercado de Hungerford, un carbonero caminaba delante de él con un niño del que Dickens podía ver su carita rosada y simpática sobre los hombros del trabajador. El escritor le guiñó el ojo y el niño, para su sorpresa, le respondió con otro guiño. Dickens entonces se detuvo un instante, compró una bolsa de cerezas en un puesto de frutas y les dio alcance. Durante un buen rato, sin que el carbonero lo notara, una a una y entre risas, fue dando las cerezas al niño que en silencio jugaba con su nuevo amigo. Al igual que el escritor le dio las cerezas al niño, la vida le fue dando al escritor sus novelas y cuentos; también la mansión que, cuando paseaba los domingos con su padre, veía en lo alto de Gads Hill.