Tiziano Vecellio

 

A comienzos de 1540 un nuevo estilo artístico estaba imponiéndose en Europa cuando Tiziano ya era reconocido como la mayor figura de la escuela pictórica veneciana. Lo llamaron Manierismo. Un estilo que se caracterizó por la elevación del detalle, el refinamiento de las formas y la sofisticación de las expresiones, y que tuvo su origen en la manera —maniera— precisa y delineada con que los grandes maestros del renacimiento clásico, como Miguel Ángel, Da Vinci y Rafael acababan sus obras. Tiziano lo veía  con cierto recelo. Su escuela estaba bien fundada y no creía que existiese método o técnica mejor que la que él había aprendido y desarrollado con el maestro Giovanni Bellini, discípulo de Andrea Mantegna. En esta época Venecia era un verdadero centro de actividades culturales, políticas y comerciales, donde se daba cita lo más granado de la sociedad europea. Pintores, músicos y escultores merodeaban por las estrechas calles en busca de una luz, de una nota o de un pedazo de mármol donde expresar sus sentimientos. Con extasiada contemplación Tiziano miraba las góndolas a través de la ventana: se desplazaban lentamente a través del canal principal, el agua límpida, los ocupantes sonrientes, y una estela de coloridos y brillantes tonos se reflejaban en el agua, también en sus ojos. Prestó atención a la original embarcación, a su contorno asimétrico, a su curvatura longitudinal, a su remo solitario, al gondolero de pie en la popa… Su cara se ensombreció cuando reparó en el color negro con el que estaba pintada, como si previera que ese color se mantendría durante siglos como símbolo de luto por la gran peste que azotó a Venecia en 1562. Pero no pasó de ser una simple sensación. Levantó la vista y viajó hasta su querida Pieve di Cadore, al pie de los Alpes dolomíticos, su tierra natal (no se sabe con certeza en qué fecha nació Tiziano. Algo que no le importaba mucho dadas las veces que se ponía edad para aparentar ser un poco mayor. Quizás él mismo, de tanto mentir al respecto, se olvidó del año en el que había nacido y las cifras se fueron confundiendo en su cabeza como los tonos en un arcoíris. Sus biógrafos de todas formas lo ubican alrededor de 1488. De lo que sí hay registro es de que murió en 1576, es decir —si lo primero es cierto—, a los ochenta y ocho años, todo un récord para una época en la que difícilmente alguien llegaba a los cincuenta), viajó hasta el Cerro Rico, enceguecedor en el invierno y carnavalesco en el verano, se paseó por el valle del Piave o el del Boite; explosiones de colores lo llevaban a extrañar sus correrías por el bosque, el brillo de las hojas, el reflejo de la naturaleza sobre lagunas y riachuelos. Pero, aunque era renuente a aceptar del todo aquel nuevo estilo artístico que al parecer ya muchos aceptaban y practicaban, se sentía bien en Venecia, amaba sus caminos de agua, el chapotear de las góndolas, el ambiente artístico que todo lo copaba. En Venecia había estudiado, se había hecho hombre y había ganado prestigio como pintor, quizás más del que nunca había soñado, como aquel de convertirse en el mayor representante de la famosa escuela veneciana, cuyo prestigio había sido cimentado por pintores como los hermanos Bellini, Giorgione y el ya anciano Mategna. Su reconocimiento se hizo más evidente cuando, al morir Giovanni Bellini, fue nombrado pintor oficial de la Serenísima República y administrador del Fondaco dei Tedeschi. Su fama se extendió como la pintura sobre sus lienzos, como el azul en el cielo. Iglesias y museos pedían sus obras, los críticos las alababan; reyes y reinas, príncipes y princesas aguardaban el tiempo que fuese necesario para que Tiziano los retratara. Nadie como él podía captar sus facciones con increíble maestría, sino también ese trasfondo psicológico que todos reflejamos en la mirada y que es tan difícil de explicar aun con palabras. Llegó a tener tantos encargos que tuvo que servirse de un grupo de estudiantes o colaboradores para terminar sus pinturas, las que él, como uno de los precursores de esta práctica, comenzó a firmar con el fin de que mantuviesen su valor.

Se iniciaba el verano aquella mañana de 1540. El sol brillaba como vestido de limpio. Un pintor de capa y boina verde, pincel en mano, intentaba atrapar la imagen de una bella joven de traje largo y pelo rubio cuyo rostro estaba parcialmente ensombrecido por una sombrilla de encajes y borlas. Tal vez se trata de un manierista, se dijo el maestro, que se resiste a las corrientes pasajeras… Pensó en su propio estilo. Aún conservaba el manejo de los colores heredado de Giorgione, pero había renovado la composición, su propio estilo florecía, en sus cuadros destacaban grandes grupos de personas distribuidas con espontánea armonía, complicadas posiciones llenas de perspectiva y dinamismo, diferentes actitudes que imprimían realismo a los personajes. Tiziano y sus discípulos se sentían seguros, eran la escuela veneciana y ellos imponían los cambios que en cuanto a pintura pudiesen suscitarse. Se acarició su larga barba y decidió salir de su estudio y acercarse al joven pintor que plácidamente trabajaba frente a la dama que le servía de modelo. Se ubicó tras él. El joven manejaba el trazo con maestría. Era un desconocido, tal vez proveniente de Florencia o de Roma. Tiziano se acercó unos pasos más. Luego se alejó un poco para segundos después acercarse de nuevo. El joven pintor le sonrió. Al parecer, según la expresión del maestro, la muralla pictórica de la Escuela de Venecia comenzaba a sentir los efectos de un ligero temblor, el de un terremoto quizás. ¿Quién pudo haber sido el que ejecutaba tan depurada pintura? Tal vez Francesco Salviatti, o Giorgio Vasari, o Giovanni da Udini; cualquiera de ellos pudo haber sido. Tiziano se acomodó muy cerca del artista, sobre un pequeño muro de piedra donde los transeúntes solían sentarse a esperar las góndolas o a disfrutar del cálido paisaje del verano. Con la mirada fija en el cuadro, ya casi terminado, pudo apreciar las diferencias que había con los suyos, muy leves pero a la vez notorias. A pesar de la sencillez del escenario y del motivo, la pieza sorprendía por su monumentalidad, el dibujo muy detallado, la postura solemne, la expresividad de la modelo acentuada al máximo, y esa precisión en el trazo como si de una pintura de Miguel Ángel se tratara. ¡Ah, el  manierismo! Será difícil luchar contra esta tendencia que sin duda mejora el arte, reconoció para sí el maestro. Sumido en sus reflexiones regresó a su estudio y realizó unas modificaciones en su obra apenas comenzada: Ecce Homo. Sólo unos pocos cambios, pensó con aires resignados. Optó entonces por una nueva forma de representar el espacio, de llevar los escorzos a su máxima expresión, de estilizar los cuerpos, de profundizar los contrastes entre luces y sombras, de resaltar los matices, de acentuar los gestos de los modelos, de hacerlos más elocuentes y, si fuese el caso, más desgarradores…En fin, no seguir luchando contra la corriente y sumarse a las bondades que en ese momento imponía el Manierismo. Lo que lo convertiría, según los especialistas, en “el único sobreviviente del brillante Quattrocento veneciano”.

La trilogía de los malditos
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