Rembrandt van Rijn

 

Desde muy pequeño Rembrandt sintió una gran fascinación por los cambios que registraba su rostro. Le causaba curiosidad la manera en la que este iba cambiando, tan paulatinamente que no lo notaba en el día a día por supuesto, pero que al paso de los meses y años nuevas líneas y formas, muy sutiles y apenas perceptibles, iban sustituyendo a las que por un tiempo creyó definitivas. Cómo apresarlas, se preguntó un día siendo aún un imberbe, cómo evitar que las líneas de mi rostro permanezcan sólo en mi recuerdo y en el de unos pocos allegados para luego perderse en medio de la nada, hermosas huellas juveniles que jamás regresarán. En medio de estas preguntas, un día, frente al espejo, ya en cuenta de que nada de lo que hiciera detendría los cambios que sus facciones experimentaban, pensó en dibujarlas, grabarlas en un lugar donde permanecieran incólumes para siempre y así recrearse con lo que alguna vez fue su rostro y, tal vez, escribir con dibujos la historia de su vida; una conclusión que en principio llegó a parecerle original y hasta divertida… Quizás fue de esta manera en la que el genio holandés se inició en la pintura: dibujando su rostro, es posible. Pero ¿estaría consciente Rembrandt de que lo que comenzaría como una simple diversión podría convertirse en algo tenebroso y hasta macabro, que en la textura y en el color de su piel, en la profundidad de sus ojos podía dejar grabados también los dolores y los reveses de su vida? Tal vez no. Sin embargo sus retratos, de un profundo contenido psicológico, reflejan como espejos las huellas de un espíritu abatido e insatisfecho. Autorretrato a los veintidós años de edad es prueba de ello. A tan temprana edad Rembrandt se retrata como si ya estuviese muerto, y muerto posase para un artista también muerto que indaga, que de alguna forma vaticina una dolorosa etapa en su vida. La mitad de su rostro aparece bajo las sombras, los ojos huecos, sin luz, sin partes blancas, cavidades vacías y negras que como abismos se pierden en la oscuridad. ¿Qué quiso decir Rembrandt al retratarse de tal manera? En su niñez no sufrió las penurias de otros pintores. A pesar de que eran nueve hermanos, él el último, se podía decir que su familia gozaba de una holgada posición económica. Su madre era hija de un acaudalado banquero y a su padre no le iba mal como molinero, por lo que no tuvieron problemas para costearle a su hijo los estudios formales en la universidad de Leiden. Luego, al decidir dedicarse de lleno a la pintura, se hizo aprendiz de varios reconocidos maestros en Leiden y también en Ámsterdam. Su carrera se desarrollaba con rapidez e intensidad. Con apenas diecinueve años abrió su propio estudio y comenzó a impartir clases de dibujo, pintura y grabado a jóvenes estudiantes impresionados por las habilidades del genial holandés… Así que, al menos por los logros que había obtenido, no se justificaba tal retrato. Tal vez, lejos de haber hecho un ejercicio con su propia imagen al mejor estilo de Caravaggio, vivió esa especie de premonición, un anticipo a eventos que lo devastarían pocos años después, como el haber perdido a Rumbartus, su pequeño hijo de apenas dos meses de nacido; y a su hija Cornelia, muerta también a las pocas semanas; a una segunda Cornelia que, como su hermana, no alcanzó el mes de nacida. Y la alegría que le produjo el nacimiento de su cuarto hijo, Titus, el único que sobrepasaría la niñez, fue opacada por la muerte de su mujer, poco después del alumbramiento. ¿Sabía Rembrandt, de alguna forma para nosotros incomprensible, seis años antes, que viviría todas estas penalidades? El juvenil rostro de Rembrandt en la vida real, de apenas veintidós años y en contra de la voluntad del pintor, se transformó en el lienzo en algo que aún no había ocurrido, similar a como siglos después lo haría el personaje más famoso de Oscar Wilde en un retrato, sólo que Rembrandt, en este caso, no se mantendría joven y lozano como el apuesto Dorian, sino que envejecería a la par de su retrato, pero resaltando en su rostro las penas de la vida, los sinsabores y angustias que le asolaban. Saskia, su esposa y prima, murió de tuberculosis; era muy joven y Rembrandt tenía planes con ella: una extensa familia como la que él había tenido, una casa grande rodeada de cipreses, un jardín rebosante de flores y el taller más grande y alegre de toda Leiden… Todo aquello se derrumbó con la muerte de sus hijos, con la de Saskia… Ahora, seis años después, sí quedaría más que justificado este doloroso autorretrato dibujado con tanta anticipación: el futuro detenido en un instante y para siempre.  

El recurso de la pintura era lo único que le traía alivio. Pero, ¿cuántas veces tendría que dibujar su rostro para comprobar el efecto que sobre sus facciones ejercía su propia historia, más allá de lo que le decía el espejo o el tacto de sus dedos? Al principio, cuando muy joven, lo hacía con agrado. Observaba complacido las delgadas líneas que aparecían sobre su frente, alrededor de los ojos, en los carrillos y le daba cierta risa; la fealdad de la vida aún no se había manifestado y las preocupaciones no habían pasado de simples escollos fáciles de superar. Pero al cabo de un tiempo las líneas comenzaron a hacerse más profundas, la mirada más agresiva e inconforme, en el fondo temerosa e insegura… Ya no disfrutaba tanto el pintarse, pero insistía en ello con la resignada entrega del que se advierte esclavo de un vicio. O, visto de otra forma, era como descubrir al asesino que lo acechaba tan sólo para verlo a los ojos,  aunque no pudiese hacer nada para evitar el delito, sólo para verlo a los ojos y conocer el rostro de ese que insistía en robarle la vida… Y se retrataría muchas veces: ¿Cuántas? ¿Veinte, treinta? ¿Qué pretendía descubrir en ellos? Tal vez abrigaba la fantasía de capturarlo y despedirlo para siempre… a su asesino… a él mismo… a la adversidad. Esperaba tanto de su rostro que se dibujaba con apenas una mirada, ya siempre con miedo a lo que pudiese encontrar, y mientras lo hacía no pensaba en la exactitud del trazo ni en la perfección del dibujo, sino que dejaba que su mano se desplazara libremente, sin trabas formales que modificaran su autenticidad, sin corrección alguna, sin evadir los recuerdos por duros que parecieran, sólo reflejando lo que fluía de su alma. Cada inicio una expectativa, cada final una respuesta. El claroscuro entonces fue apoderándose de sus pinturas, fuesen mitológicas, históricas o bíblicas y, por supuesto, también de sus autorretratos, la luz y la sombra como protagonistas de sus obras y de su rostro. Así Rembrandt fue escribiendo su historia. No era el espejo quien lo ponía al tanto del paso de los años ni su reflejo en el lago ni el comentario de algún amigo, eran sus retratos los que le hablaban al oído y le contaban cosas: el legado de sus penurias, la huella de los ausentes, los contados momentos felices, el irremediable atardecer… Se había retratado de muchas formas, con diferente vestuario y expresión: los ojos muy abiertos y actitud jocosa;  altivo, con sombrero de amplias alas y camisa de exuberante faralá al cuello; disfrazado de noble oriental, espada en mano y mirada severa; con boina, el cabello largo sobre los hombros, puntiaguda la barba, bigotes rebeldes, ojos pícaros; con capa y sin ella, como el príncipe y como el mendigo… Fallidos intentos de modificar su historia, porque detrás de todos ellos, tras las gruesas y antiguas ropas, tras los felpudos sombreros y las recreadas expresiones de guerreros y nobles, una vez dada la última pincelada, la decadencia se hacía visible, lo inocultable tras la línea quedaba en evidencia, la papada comenzaba a crecer y la mirada a marchitarse. Él insistió. Quiso darle fuerza a la mirada, quiso recrearla de carácter y pintarla confiada y segura en muchos de sus retratos, pero una ráfaga de temor modifica sus ojos, un miedo oculto subyace al margen de la luz que no termina de brillar. Sus retratos no harán concesiones, no engañarán a su autor, no complacerán al pincel que los delinea, serán imparciales, justos, reales hasta la crueldad, terribles en la vejez… ¿Cuántos cuadros necesitaría entonces Rembrandt de sí mismo para encontrarse de frente y sin florituras con su propia historia, o con parte de ella? ¿Ochenta? Sí, ochenta, y ya no soportó pintarse una vez más.

La trilogía de los malditos
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