Isak
Dinesen
Tal vez yo misma fui la responsable de que se tejieran tantas y semejantes historias a mí alrededor. Pero fue algo involuntario. En ello tuvo que ver seguramente mi matrimonio fallido con el barón Bror Blixen, de quien heredé no sólo el apellido sino también una sífilis que me acompañó durante el resto de mi vida. Eso debe de haber tejido cierto y morboso tema de interés ante los que poco me conocían. A partir de aquel doloroso e irreversible evento decidí adoptar diferentes nombres, entre ellos el de Isak Dinesen, supuesto autor que escribió mis cuentos y novelas. Aunque llegó un momento en que ambos nombres se confundieron en uno solo, ya no se justificaba esconder lo que era obvio: mi mala suerte, el alto precio que me cobró el amor, el que pagué también por un título nobiliario. ¿Cuánto de lo uno y cuánto de lo otro?..., quisiera saberlo. Cuando visité América, donde mis obras habían logrado alguna significación, se crearon rumores de la más variada índole, como que yo no era una mujer sino un hombre, o al contrario; que mis obras estaban escritas por una supuesta hermana o hermano gemelo al que mantenía en el anonimato; que en alguna etapa de mi vida había sido o era una monja, o un joven muy agradable al que le gustaba hablar de literatura; que no vivía en mi casa de Rungstedlund, Dinamarca, sino en Londres o en París, o en África, donde pasé, efectivamente, algunos años; que escribía en tal o cual idioma, además del danés... Todo aquello llegó a darme un verdadero dolor de cabeza. Me incomodaba la expresión de sorpresa de todo el que tenía alguna referencia de mí y me miraba de esa manera a todas luces diferente a lo que se habían imaginado o a lo que habían escuchado entre salones y copas. No esperaban encontrarse con la mujer frágil y arrugada en la que la vida me ha convertido y balbuceaban palabras nerviosas con gestos torpes y atropellados. Más sorprendidos aún se mostraban cuando escuchaban a toda aquella fragilidad, vestida de negro, llena de joyas y maquillada como debe hacerlo una baronesa, narrar de memoria pasajes completos de sus escritos; o los poemas de Heine o de Goethe. Algunos comentarios llegaron a ser realmente inaceptables: Arthur Miller, en un almuerzo al que también asistía Marilyn, me preguntó si era cierto que yo sólo comía ostras y champagne. Lo miré con esa mirada irónica y afilada que muchos sintieron y le dije que no, que también comía uvas y tomaba té. Monroe, en cambio, fue muy agradable en todo momento...
No descarto que mi relación con Thorkild haya provocado también innumerables habladurías en ambos mundos. La gente me acusa de haberlo seducido y de haberlo apartado de su familia y de la poesía. La verdad es que no lo obligué a nada. Es cierto que era mucho menor que yo, que a veces lo trataba con dureza y desconsideración, que no escribió un poema durante los cuatro años que fuimos amigos, pero también es cierto que tocaba a mi puerta mansamente y sin intereses mundanos, que pasábamos largas horas refugiados en la literatura. Eso nos unía: la literatura, el amor por las letras, algo que muchos nunca podrán entender... No fui capaz de contagiarlo.
Al cabo de un tiempo ya dejaron de importarme los comentarios de la gente. Siempre actué con dignidad, me dije hasta el cansancio, hasta que las palabras necias comenzaron a perderse en una bolsa de indiferencia que me acostumbré a llevar en mi cartera junto con mis joyas y maquillaje. Continué mi vida aferrada a mis libros, saludando a la luna cada vez que podía y, al final de la tarde, cuando del sol sólo quedaban sus restos, tocando al piano la música de Schubert o, a la flauta, la de Haendel.