Julie de Lespinasse

 

No sabe cuánto le escribí, apreciado monsieur De Guibert, y sé que usted también lo hizo. Decenas de cartas salieron de estas manos abrigando la secreta esperanza de que ella las leyera hasta aprenderlas de memoria y las conservara como su más preciado tesoro. Eso esperaba después de todos esos años compartidos. Al morir me nombró su albacea y me tocó la responsabilidad de revisar sus documentos, sus cartas. Me sentí devastado… Cuando la conocí junté mis pies, hice una corta reverencia ante tan esplendida mujer y le dije: D’Alembert. La miré fijamente durante unos segundos, prendado de aquellos ojos oscuros, vivaces, enigmáticos, y me vi caer dentro del abismo sin poder hacer nada para evitarlo, comprendiendo ya que era su esclavo, que siempre lo sería, y agregué con voz menguada: Jean le Rond D’Alembert. Ella calló de esa forma tan especial que lo hacía como esperando más: el complemento de algo, el curioso cierre de un principio que abriera las puertas de otras y otras puertas. Matemático, le dije. Me miró como si ya conociera mi historia. Filósofo, poeta, enciclopedista, dijo ella en medio de una pueril sonrisa. Así es, consentí ligeramente intimidado. Julie de Lespinasse, añadió. Besé su mano, dio media vuelta y se alejó como un suspiro al viento. Llevaba un traje largo y negro ajustado a la cintura y los bucles blancos de la peluca dejaban al descubierto su delicado cuello, apenas adornado con una delgada cinta de la que pendía un exquisito camafeo... Usted, monsieur De Guibert, se encontraba del otro lado del salón con el tabaco entre los dedos como suplicando su atención. Madame Du Deffant hablaba sobre la enfermedad de Voltaire mientras Montesquieu, Hume, Gibbon, de Burque, Fontenelle y otros escuchaban atentamente. El salón de la madame estaba repleto y el vino y el licor de casis complementaban una noche de comentarios, citas y lecturas. Las velas de los candelabros centelleaban, dibujaban fantasmas en el aire con el humo de los tabacos. Fue entonces cuando le pregunté acerca de esa joven mujer que con tanta soltura atendía a invitados y amigos. ¿Recuerda, Monsieur De Guibert? Me dijo que era o que había sido su amigo, que había intercambiado cartas con ella y que la admiraba. Usted, si se hizo alguna ilusión, siento defraudarlo, como yo lo estoy ahora… También me susurró al oído que Julie era la hija ilegítima de la condesa de Albon y del conde de Chamrond, Gaspar de Vichy, hermano mayor de la marquesa María Du Deffand, por lo tanto sobrina de ésta, quien se había hecho cargo de ella: la llevó a Paris en un acto de piedad dado el trato de sirvienta que recibía por parte de sus otros parientes. Pobre e inocente muchacha. La madame le dio cabida en sus salones literarios, le enseñó el arte de la etiqueta y el protocolo; Julie fue su dama de compañía, sus ojos, la exitosa animadora de todos los eventos que realizaba… A medida que usted me contaba todo aquello algo inexplicable iba fraguándose dentro de mí, una pequeña montaña de sabor dulce y triste iba creciendo en algún lado de mi pecho. Nunca imaginé que la atractiva y talentosa joven, llena de encanto y habilidad para ganarse la admiración de todo el que la conociera, fuese también en cierto modo una víctima de esta sociedad matemáticamente inviable, de fórmulas equivocadas que derivan en resultados también equivocados… Después de aquella primera visita me convertí en un habitual asistente a los salones de la madame. Pero no tanto por disfrutar de los siempre interesantes temas que se trataban, sino por ver a aquella pequeña gacela haciendo lo imposible por ser aceptada y disfrutar de su compañía. Comenzamos por sentarnos juntos a escuchar las intervenciones, a cuchichearnos al oído las críticas, a reír tras los dedos, a chocar las copas en cada trago, a mirarnos largamente… Al darse cuenta de que nuestra relación tomaba otro camino, madame Du Deffand, con su a veces muy severo carácter y exagerados celos, rompió con Julie: la botó de su casa, de las tertulias y también de su vida; la borró de su vida como si nunca hubiese existido. Qué podría hacer entonces aquella alma abandonada sino lo único que sabía hacer. Ya lo sabe usted, mi querido Guibert, fundó su propio salón literario. Fue un éxito desde el principio. En muy poco tiempo superó incluso al de su mentora, que tuvo que vivir la amarga experiencia de ver cómo sus antiguos asiduos iban poco a poco desertando hacia el salón de su sobrina, más tolerante y ameno, de mayor nivel intelectual y participación femenina… Pasará a la historia por sus salones. Y también por sus cartas. Pude leer algunas cuando aún era su amigo y depositario de su confianza. Escribió las cartas de amor más hermosas que jamás he leído. También recibió muchas, mi apreciado Guibert, suyas, mías y de otros, pero sólo guardaba las más preciadas, las que verdaderamente le importaban; lo decía entre copas y como hablando para sí. Yo consideraba las mías entre ellas. Estaba seguro, después de años de convivencia, de que ella conservaría sólo mis cartas para releerlas mil veces y guardarlas como su mayor tesoro. Fui un iluso. Al nombrarme su albacea y revisar sus documentos, sólo encontré las que un español, el marqués de Mora, le había enviado desde Fontainebleau. Una forma de confesarse después de la muerte, creo. Así que siento decepcionarlo mi querido amigo si, como yo, albergaba alguna esperanza de haber tenido un espacio en su corazón: “era a Mora a quien amaba”.  ¿Puedo vivir con ello? Lo intento, aunque, “ahora que no está, ya no sé por qué vivo”.

La trilogía de los malditos
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