Laurence Sterne

 

Mientras pensaba qué iba a escribir sobre Laurence Sterne once pelícanos pasaban  frente a mí, un barco de velas blancas navegaba en el horizonte y una hermosa mujer de largas piernas untaba crema a su ya bronceada piel. Todo al mismo tiempo. Los pelícanos iban en perfecta formación: cinco de cada lado y uno al frente en la punta de la flecha, marcando el rumbo con suaves vaivenes de pasmosa armonía; el velero, silencioso y elegante, levemente inclinado hacia un lado, formaba pequeñas olas de espuma al tanto que sus velas gordas y cachetonas parecían reventar de quietud; y la mujer, con la armonía de los pelícanos y la tranquilidad del velero, observaba con embeleso todo lo que yo miraba mientras pensaba en qué iba a escribir sobre Laurence Sterne.

 

Repasé los datos biográficos del hombre al que Nietsche calificó como: “El gran maestro del equívoco” y me senté a trabajar.

 

Qué conflicto puede tener un hombre después de muerto. Se diría que ninguno. A no ser que de verdad exista la otra vida y, aunque muerto, todavía le importe lo que suceda con sus restos. Quizás no imagine grandes y emotivas ceremonias, tal vez no espere que le construyan un mausoleo ni un lugar con finos mármoles, ni siquiera que asista mucha gente o que se le rindan grandes homenajes. Quizás lo único que quiera es descansar en paz, un sitio donde pueda ser visitado por familiares y amigos, unas pocas flores sobre su tumba. Es una justa aspiración para cualquiera. Principalmente para él, un querido sacerdote de la iglesia de Inglaterra que a pesar de que desde temprana edad sufría de problemas respiratorios no se entristecía por nada y a todos llenaba de esperanzas y buen humor. En verdad fue un hombre bondadoso: Incluyó en su novela, La vida y opiniones del caballero Tristram Shandy, unas escenas contra el esclavismo sólo porque un joven negro se lo había pedido. Y estuvo a punto de adoptar a unos niños huérfanos cuando no se encontraba quien los cuidara. No imaginó Sterne que con esta novela, con esta sátira humorística de tan singulares personajes, estuviera anticipando recursos narrativos, nuevos y desconocidos, que verían la luz definitiva cincuenta o cien años después. El monólogo interior de Joyce podría ser una prueba de ello. Es cierto que esta novela le trajo cierta fama que lo llevó a elegantes fiestas y lo codeó con lo más granado de la sociedad europea, pero en ningún momento perdió su humildad y buena disposición hacia todo el que conocía. Tampoco cuando publicó Viaje sentimental por Francia e Italia, la que para muchos es su obra maestra, se infló con actitudes mezquinas o soberbias. Antes de fallecer escribió unas notas cómicas y dijo que cuando muriera iba a estar en la lista de héroes que murieron bromeando.

Pocos lo acompañaron en sus últimos momentos: su hija Lydia y algunos otros.  Ahora estaba dentro del ataúd. Su larga figura vestida de negro lucía impecable: el cabello blanco, tal vez una peluca, la nariz altiva, los pómulos firmes, la boca sinuosa y sonriente… Ya era de noche aquel 18 de marzo de 1768 en el cementerio de Hanover Square. Aún el viento no había arrastrado las flores sobre su tumba y la luna era apenas una sucia moneda de oro en el horizonte. Tres sombras se acercaban sigilosamente. Caminaban encorvados, casi arrastras, como víboras en un matorral en busca de alimento. Uno de ellos llevaba una gran bolsa de tela y los otros palas bajo el brazo y botellas de licor en los bolsillos. Aún se sentía el olor de la tierra recién removida. Hacía frío, mucho frío. Poco tiempo les llevó llegar al féretro, abrirlo y sacar el cadáver. Quizás Yukio Mishima podía idear una escena como esta en sus macabros argumentos, pero no Sterne, Sterne jamás hubiera podido imaginar algo semejante; no el hombre de quien un amigo afirmó una vez: “Todo adquiere el color de la rosa para ese feliz mortal; y lo que a otros se aparece oscuro y melancólico, para él presenta tan sólo un aspecto jovial y alegre”. Los tres hombres cargaron con el bulto, robaron su traje y cuanto llevaba encima y al día siguiente lo llevaron a la Universidad de Cambridge, justamente donde Sterne había estudiado. No tiene familia, habrían dicho. Nadie lo va a reclamar. Es un indigente por el que nadie daría una libra. Lo encontramos a la orilla del camino. Preguntamos y nadie lo conoce. Es un extranjero… El profesor de anatomía pagó el precio y lo preparó para su próxima clase. Mientras practicaba la disección del cuerpo, uno de sus alumnos reconoció al vicario de Yorkshire.

Nadie sabe dónde reposan los restos del maestro. No esperaba que le construyeran un mausoleo ni un lugar con finos mármoles, apenas un sitio donde fuera recordado, donde se pudieran dejar flores.        

 

Ahora es de noche. Ya no se ven lo pelícanos en el cielo ni el bote de vela sobre el mar ni la mujer del bronceado con la mirada lejana. Ahora es de noche.

La trilogía de los malditos
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