Johann Strauss (hijo)

 

¿De qué se escribe cuando no se tienen ganas de escribir? Leo varias biografías del maestro austríaco, todas muy interesantes, pero no consigo animarme: una suerte de pesadez aletarga mis dedos, los vuelve lentos y perezosos, y mi mirada se queda fija en la pantalla como si ella por sí sola pudiese comenzar a llenarse de letras, comas y puntos. Le pregunto cosas, pero no contesta. Indago en su blancura y me ignora. Sólo me alumbra, fría y resplandeciente frente a mis ojos estrellados. Bajo la mirada y observo las teclas. Allí están todas, a la espera de que las presione para decirme cosas, hablarme de Strauss, de su vida y de su música. Son tantas sus vivencias, tan documentada su obra, que resulta difícil aislar alguna en particular y pedirle a la amiga ficción (prefiero pensar que es mujer) que nos ayude a estructurar un relato. Pero ella, a veces esquiva y renuente, también necesita un estímulo, algo que la motive y la haga salir alegre de su escondite para entregarse a nosotros. Entonces opto por escuchar uno de los valses del maestro: el hermoso Danubio azul, uno de los más famosos y aplaudidos de la historia musical. De pronto todo cambia. La música me sumerge en su vida como si el propio Strauss se sentara frente a mí y me contara su historia… Lleva unos espesos bigotes unidos a las patillas que, con su barbilla rasurada, pareciera que dos peludas hamacas pendieran a los lados de su rostro, el cabello es abundante y su mirada luce triste y alegre a la vez… Soy austríaco, me dice, ya todos lo saben. Nací en St Ulrich, en octubre de 1825. No se me debe confundir con mi padre, Johann Strauss I. Sí, nos llamamos igual. Para diferenciarnos suelen agregarnos el número romano al final del nombre. Entonces yo soy JSII, aunque muchos se refieren a mí como el único Johann Strauss. Cuando esto comenzó a suceder sentí cierta satisfacción, algo extraño pero reconfortante: la innegable alegría de quien demuestra su superioridad al adversario, o de quien alcanza metas que otros nunca imaginaron. Eso me sucedió con mi padre. Él nunca creyó en mí. “No quería saber nada de mis planes musicales”. ¿Por qué este rechazo? No lo sé. Tal vez porque no quería tener un rival, y menos que ese rival fuera su hijo. Si no hubiese sido por mi madre, quien siempre me apoyó en el empeño de convertirme en músico, jamás hubiera logrado mis sueños, me hubiese dedicado al comercio o a las leyes, y el único Johann Strauss que figuraría en la historia sería mi padre. Fue una escena terrible aquella cuando le confesé mis intenciones. Tenía diecisiete años y ya todos reconocían mi talento, desde niño, desde cuando tenía seis y compuse mi primer concierto, pero él se negaba a aceptarlo, me lo prohibía, por lo que tenía que tocar a escondidas y bajo amenaza de castigo. Pero ya era hora de hablar con él… Estábamos en el salón de la casa. Nevaba y tras la cortina blanca apenas se distinguían los caballos y el carruaje que esperaban a mi padre para llevarlo a uno de los lugares donde solía tocar con su orquesta. Mi madre se balanceaba en la mecedora con la costura sobre sus piernas mientras él le daba los últimos toques a uno de sus valses. Yo los miraba a ambos, nervioso, con la frente sudorosa y retorciendo los dedos. No encontraba cómo decírselo, cómo anunciarle que no me interesaba el comercio ni las leyes, que me dedicaría a la música por el resto de mi vida. Mi madre me dio una mirada de aprobación con un movimiento de cabeza cómplice y decidido. Entonces me acerqué y se lo dije, le dije que quería ser músico, como él. Respiré hondo y agregué con una repentina valentía, tal vez estimulada por la presencia de mi madre, que nada ni nadie lo podría evitar. Él dejó caer la pluma sobre la mesa y se plantó frente a mí. Su rostro enrojeció como si hubiese estado el día entero bajo el sol y su mirada encendida podía derretir el hielo acumulado en el alféizar de la ventana. ¡No!, gritó con todas sus fuerzas frente a mi cara, las manos hechas puños. ¡No serás músico y punto! Pude sentir su aliento a tabaco y a vino; unas chispas de su saliva salpicaron mi rostro. ¿Por qué?, le grité, ¿por qué? En mis mejillas las gotas de sudor se mezclaban con las que salían de mis ojos. Me sentía impotente, humillado, incomprendido. Levantó su mano para golpearme pero mi madre gritó desde la mecedora y se contuvo. Luego me tomó por la pechera, me atrajo hacia él, me miró con aquellos ojos que parecían salidos de la chimenea cercana y me lanzó al suelo al ver que estaba decidido, al darse cuenta de que no prestaría atención a nada de lo que me dijera. ¡Seré músico!, le grité hasta que no me quedó voz. Tomó sus papeles y se marchó. Antes de salir miró a mi madre, escrutando, buscando su apoyo quizás, pero ella le dijo que estaba de acuerdo conmigo, que siempre lo había estado, yo sería músico aunque él no lo aprobara. Nunca más regresó… Nunca supe tampoco el porqué de aquella negativa. Un padre, se supone, quiere lo mejor para sus hijos, pero no el mío, el mío veía en mí a un rival, no había otra explicación, alguien que podía ser más famoso que él… o mejor músico… Lo cierto es que ya no tenía por qué tomar clases de violín o de composición en secreto, ahora podía hacerlo a mis anchas y con toda libertad. Estudié contrapunto y armonía con Joachim Hoffmann, con Drexler; con Kollmann profundicé en el violín y muy pronto me presenté ante el público vienés. Tenía diecinueve años cuando fundé mi primera orquesta. No lo hice por vengarme de mi padre, no, era lo que amaba, lo que había vivido desde niño: los ensayos de mi padre con su grupo de músicos, la forma en que hacían los arreglos, los cambios de última hora, las improvisaciones… Me sentía tan entusiasmado que no veía el momento de organizar y dirigir a mis propios músicos. Pero, ¿dónde encontrarlos? Tal vez en una de las tabernas donde solían reunirse. Decidido fui hasta la de Zur Stadt Belgrad, una de las más concurridas y elegantes de toda la ciudad. Recuerdo que hacía frío aquella noche y el viento subía y bajaba las crines de los caballos con fabulosa armonía, como si siguieran el compás de un alegre vals y el cochero los dirigiera con su látigo convertido en una larga y flexible batuta.

—Soy Johann Strauss —dije al llegar.

Los músicos que charlaban, fumaban y tomaban vino a las puertas del local me miraron con incredulidad, como diciendo: “Qué se cree este imberbe que se hace pasar por Johann Strauss”.

—Dos —agregué de inmediato mostrándoles mis dedos índice y medio—. Johann Strauss II.

Aún así me miraron con desconfianza y recelo, como si no pareciera músico sino un simple aficionado que pretendía hacer un poco de dinero en fiestas y en espectáculos callejeros. Adiviné sus pensamientos como si me los gritaran al oído. Entonces saqué mi violín y los impresioné con mi talento, los hice suspirar y cerrar los ojos, y luego brindar y palmear mi espalda como si fuésemos viejos amigos. Así comenzó todo. Armé mi orquesta en menos tiempo de lo que había pensado. Incluso me di el lujo de rechazar a los que alguna vez trabajaron con mi padre. No quería crear comentarios, aunque a final de cuentas eso sería inevitable. Y así fue. Muchos dueños de salas de música me negaron su local para nuestro estreno, sin duda temerosos de la reacción de mi padre. Quién sabe, pero es posible que ya este los hubiera amenazado con no presentarse en algún local si le daban cabida a mi orquesta. Sin embargo, después de largos y variados encuentros, pude convencer al Casino Dommayer, en Hietzing, Viena, para que aceptara ser la sede de nuestro debut. Fue un gran día aquel. Los aplausos me oprimieron el pecho y mis ojos no pudieron contener más mis lágrimas. Nunca lo olvidaré. Todas aquellas personas, de pie, aplaudiendo mis valses, gritando bravos al aire… Sólo faltaba él. Lo busqué entre el público a sabiendas de que no lo encontraría. No obstante me pareció ver su rostro tras unos hombros, tras el tocado de una mujer, tras las manos batientes del caballero de corbata, tras los lentes de ópera de una elegante anciana… Pero no, ninguno de ellos era el de mi padre. Me incliné ante el público y me perdí en la oscuridad del escenario. 

La prensa fue inclemente con nosotros. “Strauss contra Strauss”, anunciaban los titulares. Se  encargaron de exacerbar los ánimos, de terminar de convertirnos en enemigos. Mi padre se dejó influenciar entonces por los que con ennegrecida morbosidad pretendían separarnos y nunca más tocó en el Casino Dommayer, el que había sido su casa, el escenario de muchos de sus éxitos. Al parecer no había reconciliación posible entre nosotros. Nunca obtendría respuesta. Nunca me enteraría de por qué, por qué aquel rechazo, por qué aquella negativa a mi decisión de ser músico. Todo hubiese sido tan sencillo si él hubiese querido. Pudimos haber tocado el piano sentados en el mismo banco, nuestras manos volando y cruzándose en el aire. Pudimos haber tocado el violín, yo unas notas y él otras, para al final dar lugar a una sola y encantadora melodía. Juntos pudimos haber creado las más hermosas composiciones. Pudimos haber unido nuestros músicos y formar una única y gran orquesta. Pudimos haber hecho tantas cosas… Ambos, y no sólo yo, pudimos haber sido los reyes del vals.

Finalmente, el 25 de septiembre de 1849, cuando a los cuarenta y cinco años falleció mi padre, logré unir su orquesta con la mía… Nunca obtuve respuestas a mis preguntas, es cierto, pero ahora tocamos juntos, su presencia está en cada nota que sale de mi violín.

La trilogía de los malditos
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