Alberto Durero

 

Se había esforzado mucho, desde muy chico se había preparado con gran tesón para que ahora, cuando comenzaba a disfrutar de las mieles de la fortuna, un personaje sin escrúpulos, un aprovechador de oficio, tratara de robarle lo que tanto le había costado, lo más preciado que tenía: su propio genio, su creatividad, el producto de su talento.  

Durero detalló a fondo la plancha de madera que tenía entre las manos. No podía creer lo que veía. Una gran risotada estalló de pronto en las paredes de su taller de Nuremberg. De inmediato sus facciones cambiaron de la risa al estupor, sorpresa, incredulidad, los ojos grandes sobre el grabado, sobre uno de sus alumnos que se preguntaba qué pasaba, de nuevo sobre el grabado, otra vez la risa y el inmediato estupor… Cómo es posible, le dijo al joven que lo veía con asombrada curiosidad, que uno de mis grabados sobre madera, una de mis obras xilográficas más preciadas, haya sido vilmente copiada por un timador, alguien sin honor ni dignidad ni talento para producir sus propias obras. Un ladrón de ideas,  en definitiva, que merece ser castigado con todo el rigor de la ley, aunque no exista una. Cómo es posible, me pregunto ahora, que en pleno siglo XVI no exista una ley que prohíba semejantes abusos. 

Estaba realmente furioso. Su padre, Alberto Durero (el Viejo), orfebre de profesión, le había enseñado el arte de las formas sobre la plata, sobre el oro, o combinando ambos metales preciosos. Fundían los metales y a través del martillado en frío elaboraban finas láminas que luego podían moldear y producir pequeñas estatuas, joyas, vasijas, medallas y adornos de todo tipo, que ofrecían al público y a pequeños comerciantes ambulantes que después los revendían en plazas y mercados. Alberto era un niño muy aplicado. A los  pocos días de trabajar con su padre ya moldeaba con destreza las vasijas, y los destellos de luz que despedían la plata y el oro seguramente sembraron en él el amor por el brillo, por los contrastes, por las formas y posibles futuros grabados comenzaran a crearse en su cabeza. No sería de extrañar que el joven artista, bajo la mirada orgullosa y tal vez asombrada del padre, formara vasijas diferentes, estatuillas nunca vistas, originales retoques en las joyas que confeccionaba: un torrente de creatividad que el joven Durero expresaba con la facilidad de quien mezcla dos colores para lograr un tercero.

Se sentía defraudado, tantos años de trabajo, de estudio y ahora… Lanzó la falsificación al piso y caminó cien veces de ida y cien de vuelta a lo largo de su taller en busca de una solución. De vez en cuando la tropezaba con el pie o caminaba sobre ella. No podía aceptarlo, no podía permanecer impávido ante semejante abuso, se decía. En uno de esos paseos levantó el retablo del suelo, verificó nuevamente la firma y decía en letras pequeñas “ad”, no su acostumbrada “A” grande con la “d” más pequeña en medio de las dos patas de la “A” (más parecida a una moderna marca comercial que a la firma de un pintor). Pero aún así era evidente que se trataba de una burda falsificación, no tenía dudas al respecto, era su creación, pero mal terminada, las líneas sin armonía, la madera de mala calidad, los metales sin brillo, tal vez mezclados con algún extraño elemento de menos valor… Para qué tanto estudio y trabajo, repitió enardecido, ¿para que otro se aproveche de ello?… No pudo evitar revivir su viaje a Venecia donde estudió a fondo el arte italiano, se empapó de las grandes obras, se codeó con maestros del renacimiento y regresó a tierra alemana ávido por montar su propio estudio. Recordó también cuando estuvo en el taller de Michael Wolgemutm, maestro en la técnica de grabar imágenes en madera, donde, como aprendiz, realizó numerosas xilografías con el fin de ilustrar la Crónica de Núremberg, esa famosa historia universal que se publicó en el siglo XV en latín y poco después en alemán y de las que quedan pocas en el mundo hoy en día. Tal vez nuestro admirado Durero colaboró con la realización de alguna de las siete edades que en ella se relatan: del Génesis al diluvio o hasta el nacimiento de Abraham o hasta el rey David, quién sabe… Profundizó tanto en las técnicas del grabado que convirtió lo que era considerado una simple artesanía en un verdadero arte liberal. Y ahora… y ahora un advenedizo se aprovecha de sus conocimientos y reproduce sus obras sin permiso del autor. Qué desgracia, Dios, y nadie hace nada al respecto. ¿Cuántas copias ha vendido a mis costillas? ¿A cuánta gente inocente ha engañado?, se pregunta el abatido artista con la mirada puesta en el original de su grabado más preciado: El caballo, la muerte y el diablo. Durero se sentía realmente impotente. La reproducción masiva de sus grabados, a diferencia de muchos artistas que luchaban por sobrevivir, lo había convertido en un hombre próspero, con gran olfato para los negocios. Sus grabados, los originales, los hechos con sus propias manos, eran, por supuesto, muy superiores a los falsificados, los que no eran más que bazofias sobre madera que menoscababan su prestigio, que ofendían al arte en general. No permitiría semejante exabrupto, refunfuñó, semejante robo a él y a la gente que de forma inocente compra y cuelga los grabados en la sala de su casa pensando que son los genuinos, los salidos del propio taller del maestro, engañados vilmente por un estafador de oficio, un osado rufián amparado por la falta de normas, de leyes que protejan la creatividad de un artista. No, no lo permitiría, no perdería el tiempo yendo a la policía, pondría la queja directamente, sin intermediarios que burocratizaran su denuncia, ante el mismo Rey, quien había dado muestras de amistad y reconocimiento a su trabajo artístico. Eso era lo mejor. Tratar de evitar tamaños desmanes por la vía legal era lo menos que podía intentar. Si el emperador le negaba su petición… Estaba tan indignado que sería capaz de tomar entre sus manos al timador de ideas, apretarlo con fuerza por el cuello y soltarlo apenas para que dijera cuántas copias había reproducido, en qué lugar estaban y obligarlo a recogerlas una a una so pena de, la próxima vez, no ser tan indulgente y apretar su cuello hasta que sus ojos enrojecieran y el aire de sus pulmones no encontrara salida. Lleno de coraje y decisión se echó a cuestas una de las gruesas capas que reposaban en un perchero, se puso algo en la cabeza que parecía más el gorro de una pijama que un sombrero y gritó “adiós” al alumno, y dio un portazo tras de sí y se encaminó murmurando maldiciones por las empedradas calles de Núremberg. Muy cerca, los altos muros de la ciudad, construidos en la época medieval, parecían inyectarle más fuego en la sangre al grabador germano que hacía repicar sus pasos con fuerza sobre el pavimento empedrado. Atravesó algunos puentes sobre el río Pegnitz. Luego, entre leves subidas y bajadas, llegó al castillo Imperial, en pleno centro de Núremberg; a lo lejos, la vista de bosques y campos de cultivo le daban una breve tregua a la gran molestia que lo embargaba. Finalmente, a las puertas del castillo, luego de cruzar un puente soportado por hermosos arcos, pidió hablar, de forma urgente e impostergable, con el propio rey Maximiliano I de Habsburgo, emperador germano románico, archiduque de Austria, hijo de Federico III y Leonor de Portugal y Aragón, etc., etc., etc. El único que podía ayudarlo, en quien cifraba sus esperanzas para hacer respetar sus obras. Si no encuentro apoyo en alguien tan encumbrado, se dijo, recurriré a Dios, no para dejar todo esto en manos de la justicia divina, sino para rogarle que dé suficientes fuerzas a mis brazos para estrangular al aventurado falsificador de grabados. Mientras lo decía se alisaba su cabello ensortijado que le llegaba a los hombros y se estiraba la barba, escasa y rojiza, como si quisiera desprenderla de sus raíces. Esperó un buen rato. No podía estarse quieto: se levantaba, caminaba, se sentaba de nuevo, se levantaba y caminaba una vez más, veía los candelabros de fino oro, las obras de arte, las alfombras persas; repetía los movimientos con su cabello y con su barba hasta que, poco antes de una hora de espera, fue llamado y atendido por el propio emperador Maximiliano I de Habsburgo, quien llevaba una capa marrón, sombrero negro de suaves plumas y comía una manzana. Le dio la mano y lo escuchó pacientemente. 

De nuevo en el taller ―su alumno lo miraba como si realmente Durero hubiese enloquecido― abrió las ventanas de par en par y gritó con todas sus fuerzas: “Deteneos, astutos ajenos al trabajo y rateros del ingenio de los demás. No os atreváis a poner temerariamente las manos sobre mis trabajos. Cuidado. ¿No sabéis que tengo un reconocimiento especial del muy glorioso emperador Maximiliano según el cual a nadie a lo largo de todo el imperio le está permitido copiar o vender imitaciones ficticias de estos grabados? Atended. Y tened en mente que si hacéis eso, por rencor o por codicia, no sólo serán confiscados vuestros bienes, sino que también se pondrán en peligro mortal vuestros cuerpos”.

La trilogía de los malditos
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