Víctor Hugo
Tenía apenas trece años. Su maestro, Decotte, lo azotaba despiadadamente mientras el niño lo miraba atónito, confundido, tensando su cara enrojecida para no llorar. ¿Qué mal había hecho? ¿Qué pecado cometido? ¿Acaso había escrito algo impropio?
Unos días antes Víctor Hugo había hecho un valioso descubrimiento: la poesía de Virgilio. Con gran entusiasmo había traducido la Primera Égloga y la había llevado a la escuela, orgulloso del trabajo realizado, a la espera de una palmada en la espalda por parte de su maestro y de gestos de admiración de sus compañeros. Se sentía bien en esa escuela, había deambulado por muchas en sus innumerables viajes debido a la inestabilidad conyugal de sus padres: París, Burdeos, Segovia, Madrid y nuevamente en París, en el convento de las Feuillantines, donde pasó la mayor parte de su infancia. Pero ahora se sentía bien. Le gustaba escribir. Y quería agradar a los que lo conocían. La leyó una vez más, corrigió algunos pequeños detalles, la pasó en limpio y la dobló cuidando que el doblez de la hoja no cayese en alguna de las líneas escritas.
Esa mañana el pequeño Víctor Hugo se encontraba muy feliz. Aparte de la emoción que le significaba la entrega de su trabajo, había recibido carta de su padre, general del ejército napoleónico, y de su madre una nota en la que le anunciaba su pronta visita. Ese día fue el primero en levantarse y de la fila de camas del largo dormitorio del convento la suya era la que mejor había quedado: sin un pliegue, con la gruesa manta a cuadros perfectamente tendida sobre la almohada y la toalla del aseo estirada sobre el copete de la cama. La ropa dentro de su pequeño clóset estaba bien arreglada y un par de zapatos en la parte baja limpios y ordenados. La monja lo despeinó cariñosamente al hacer su diaria inspección y comprobar el inusual orden que el joven Víctor había desplegado en todo su espacio. Se había puesto una camisa limpia, algo de gomina en el cabello y cepillado su chaqueta hasta dejarla sin mancha alguna, tan negra como su corbata de lazo. Se presentó en el salón de clases con su mejor sonrisa, dio los buenos días y esperó su turno para entregar su escrito. Decotte tomó la composición entre sus manos. Ya había advertido el gran talento del joven Víctor. Ya lo había deslumbrado con sus poemas y composiciones. Sacudió la hoja frente a sí y leyó. A medida que leía su tez cambiaba de blanca a rosa y sus ojos se hinchaban como pequeños globos oscuros; no podía creer lo que veía: la Primera Égloga de Virgilio, la misma composición poética en la que él había estado trabajando. “¿Qué se ha creído? ¿Cómo ese mozalbete entrometido y sin futuro se atreve a rivalizar conmigo?”.