León
Tolstoi
Aún tendido en la cama y con la mirada perdida entre las nubes que pasaban, interminables, Tolstoi no sabía de qué se trataba. Cierto malestar había comenzado a invadirlo. No encontraba cómo definir esa sensación de pesadumbre, de doloroso olvido que lo atormentaba; desasosiego incipiente y pertinaz que lo seguía como una sombra, su propia sombra hecha angustia, reclamo, ansiedad. No se trataba del recuerdo de sus padres, muertos cuando apenas era un niño: a su madre no la recordaba, sólo tenía dos años cuando murió, y nueve cuando el padre; no obstante podía sentirse orgulloso de su estirpe noble y con ello compensar de alguna manera los infortunios que hasta el momento había sufrido: venía de una antigua familia de condes y príncipes y se dice que uno de sus antepasados habría compartido méritos con Pedro el Grande. Tampoco tenía que ver con el recuerdo de los años que pasó bajo la tutela de la tía Tatiana, mujer de carácter sereno y llena de amor por los vagabundos e indigentes, una actitud que muchos miraban con recelo pero que para el pequeño León, en aquel entonces, no iba más allá de ser algo curioso, cosas de la tía, con las que había que convivir. De Yasnaia Poliana, lugar donde nació, no había nada que le preocupara o que le trajera recuerdos a los que no se hubiera acomodado, un precioso valle soleado (como su nombre) donde había compartido lágrimas y risas con sus cuatro hermanos, dos de ellos ya víctimas de la tuberculosis. No sabía entonces el escritor de Guerra y Paz, Ana Karenina y de tantas otras obras quién o qué tocaba ahora a su puerta con ese tono de súplica y melancolía, de autoridad paciente y esperanzada, que había llegado para instalarse frente a él como un fantasma al que podía ver y oler, sentir su frío abrasador. No se trataba tampoco de su fealdad. A pesar de considerarse feo, de ojos hundidos, nariz bulbosa, orejas grandes, la frente demasiado pequeña para el tamaño de su rostro, como “el de un gorila”, y de que una vez pensó en suicidarse por tal motivo, optó por acostumbrarse a su aspecto, o quizás no, a olvidarse del tema y concentrarse en sus escritos, decisión donde intervino su amigo Rousseau, quien le hizo ver la belleza de todo lo que lo rodeaba, incluso la suya propia. Tampoco la relación con su esposa podía ser la causa de su intranquilidad, de esa etiqueta filosa dentro del cuello de su camisa que le hincaba y no podía desprender ni con el cuchillo más afilado. Sofía Andreyevna Behrs, le habría dicho ella al momento de conocerlo mientras él la miraba directo a los ojos y le besaba la mano y hacía una lenta reverencia quizás para alargar esos segundos de felicidad pura, esta vez palpable y, sin ninguna duda, demostrable. Sabía que besaba la fortuna, al ángel que lo acompañaría por casi una vida y abonaría el terreno para su extensa producción literaria. Sofía, de apenas diecisiete años, la mitad de los de Tolstoi, muy pronto se convirtió en su mujer, su amiga, su secretaria, “la verdadera esposa de un escritor”. Solía tomar sus dictados, pasar en limpio sus manuscritos, alentar sus fantasías y tal vez, sin proponérselo, convertirse en uno de sus tantos y encantadores personajes… Pero no, nada de esto tenía que ver con aquello que sentía. Era otra cosa lo que lo atormentaba… ¿La muerte? ¿De eso se trataba todo? ¿Era la muerte lo que lo inquietaba? ¿La de su familia? No, se reprochó con violencia y se levantó de la cama, se estiró un poco pensando en todo aquello, en su rincón de trabajo, quizás con la esperanza de que la hoja en blanco le diera una respuesta o, si no, que al menos le diera un momento de tranquilidad entre voces y escenas. Miró por la ventana. Las nubes seguían desfilando, interminables, con la serenidad de lo inexplicable. De pronto, a lo lejos, le pareció encontrar la respuesta que buscaba, ya vista hasta la saciedad pero no con estos ojos, con otros, a los que apenas ahora conocía. En su cara se reflejó la triste expresión de un doloroso descubrimiento: sentado en la calle, vestido con sucios harapos y pidiendo limosnas, había un mujik.