Malcolm
Lowry
Ella regresó al día siguiente, después de la acalorada discusión que había sostenido con su marido la noche anterior en su cottage de Ripe. Todo estaba en calma ahora. El trino de los pájaros era el mismo de todos los días y los alegres rayos del sol no anunciaban ninguna tragedia. Margerie Bonner miró a su alrededor sin mostrar sorpresa. En el suelo había vidrios rotos y restos de comida. ¡Malcolm!, dijo, sin recibir respuesta. ¡Malcolm!, repitió con tono más alto. Pensó que dormía la borrachera y que haría falta algo más que un grito para despertarlo. Tomó la escoba y comenzó a barrer. Recogió los pedazos de pan, queso... y los vidrios de la botella de ginebra que ella misma había tirado al piso la noche anterior, en un intento de que Malcolm dejara de tomar: una reacción desesperada quizás, de esas que no se pueden controlar. Mojó un paño y se inclinó en el piso a limpiar el licor sobre la madera, ya pegajoso y maloliente. Luego preparó café para ambos, dejó un poco en la cafetera y se sentó en la mesa con los codos hincados y la taza frente a su cara; los dedos ahora calientes. Ya no estaba molesta. Su espíritu de sacrificio y el amor que la habían acompañado durante dieciocho años, la noche de anoche, había recibido un ligero traspiés, habían caído en un pequeño bache, ya superado. Rió un poco al recordar a Lowry en traje de baño, nadando como un pez en alguna de aquellas playas que solían visitar; su actitud jovial, siempre alegre y bufona; su locuacidad al contar historias; su genialidad al escribir; ese encanto para amar y hacerse amar por todo el que lo conocía, para despertar en la gente un espíritu de compasión y ayuda fuese cual fuese el problema que le aquejara; las horas de serenidad en que se dedicaba a tocar el ukelele. Recordó cuando Bajo el Volcán, la obra que lo hizo mundialmente famoso, estuvo a punto de convertirse en cenizas y ella por un milagro la rescató de las llamas. También cuando tomaba nota de sus dictados: él de pie y ella escribiendo tan rápido como podía. Otro sorbo de café y vinieron a su mente las veces que tuvo que reescribir las correcciones de esa gran obra, una y otra vez, durante más de diez años, bien por el rechazo de los editores o bien por inconformidad de Lowry. No se arrepentía de ser todo para él: enfermera, amiga, amante y en muchas ocasiones hasta su madre y psicoanalista. Pero, aunque el serle útil era parte de lo que llenaba su vida, había cosas de Malcolm que no le resultaban placenteras. Su expresión se volvió dura, melancólica, cuando recordó aquel prostíbulo en una calle de Vancouver, del que rescató a su esposo víctima de una gran borrachera que le había hecho llegar allí y perder hasta la ropa; recordó cuando él se cortó las venas sólo para ver qué se sentía; cuando nadó en el mar hasta casi perderse en el horizonte; o cuando intentó estrangularla. Está enfermo, se decía una y otra vez. No es culpable, es sólo un enfermo. También recordó con angustia los terribles episodios de la niñez de Malcolm. Cuando las niñeras que le asistían le azotaron en los genitales; o cuando intentaron ahogarlo en un barril lleno de agua y sólo gracias a un campesino que pasaba logró salvar la vida; o cuando lo llevaron a jugar al borde de un abismo...
Estaba dispuesta a todo por él. Estaba decidida a salvarlo fuera como fuera. Soportaría. Aguantaría hasta lo indecible por rescatarlo del alcohol y lograr que siguiera escribiendo.
Terminó el café y miró el reloj. Decidió ir a despertarlo. Llenó la misma taza, abrió la puerta de la habitación y allí estaba Malcolm Lowry, tendido en el suelo, con los ojos abiertos y su sonrisa de bufón en el rostro. Por un instante pensó que se trataba de una de sus tantas bromas. Esperó unos largos segundos. ¿Malcolm? Una risa nerviosa precedió a un gesto de horror. Dio un corto gemido, dejó caer la taza y puso las manos en su boca. Trastabilló hasta el marco de la puerta. La luz del sol iluminaba el cuerpo sobre la alfombra, la saliva reseca, los ojos lechosos. Se deslizó un poco y se sentó en la orilla de la cama con los pies salpicados de café. Por fin lo lograste, Malcolm, dijo entre sollozos. Por fin.