Henry James
Henry James, formalmente vestido como era su costumbre para las ocasiones importantes, y esta era una de ellas, por un segundo dejó de hablar para mirar a través de la ventana del coche que los conducía a la casa de Gustave Flaubert. A su lado iba su admirado escritor y amigo el ruso Iván Turguénev, quien se acariciaba su ya blanca y espesa barba. James prosiguió:
—Será un gran encuentro, estoy seguro. Flaubert no cometerá el mismo error que Rossetti, impropio de un poeta y pintor de su categoría: recibir a sus invitados en guardapolvo, una vulgar bata, inaceptable desde todo punto de vista.
Turguénev, con el ceño siempre fruncido, aunque sonriera, asentía con el ritmo que marcaban las ruedas de la carreta sobre los baches polvorientos. James no paraba de gesticular: mientras hablaba movía las manos, los hombros, cada parte de su rostro, nervioso, y miraba repetidamente por la ventana como si alguien lo siguiera. Comportamiento lejano a cuando escribía, que se abstraía de tal forma que hasta una vez olvidó que sus invitados lo esperaban para almorzar. Pero cuando era él el invitado, cuando en Londres no había una fiesta donde no asistiera el carismático soltero Henry James —se dice que asistió a más de un centenar apenas en el transcurso de un año—, abrumaba con sus largas disertaciones, muchas veces de carácter semántico, donde ampliaba hasta el extremo lo que podía resumir en una palabra. En ese sentido para decir que un hombre era inculto, por ejemplo, decía que dentro de su cabeza no había datos suficientes para hablar con propiedad de los temas que eventualmente fueran traídos a discusión.
—Un hombre que reciba a sus invitados en guardapolvos —continuó—, debe de ser un hombre desaseado, que tal vez no enjuaga su cuerpo más de una vez al mes, o ninguna, en épocas de invierno; debe de comer rodillas de cerdo todos los días y hartarse del peor vino de la comarca... ¡Ah, qué diferencia con Maupassant, qué francés tan refinado, qué buen gusto para deleitar a sus invitados! Y qué original, sólo a un genio se le pudo haber ocurrido semejante recibimiento.
Turguénev lo miró con obvia curiosidad.
—Así es amigo mío, la vez que fui a verle me recibió con una mujer desnuda; como se lo digo, desnuda de pies a cabeza. Apenas un antifaz cubría sus ojos sobre una nariz perfilada y una boca de ángel; el resto: como Dios la trajo al mundo. ¡Qué barbaridad! Y no era una mujer cualquiera, se trataba de una fina dama de la sociedad francesa. Una bella mujer. Ah, fue una gran velada.
James se pasaba la mano por la calva una y otra vez mientras reía estrepitosamente y el carruaje parecía volcar cada vez que el escritor movía su voluminoso cuerpo. Turguénev quiso comentar algo pero James lo interrumpió para describirle a un canino de hocico puntiagudo y expresión vertiginosa que mantenía las cuatro patas en el aire mientras corría por el verde prado a la par de la carreta que los trasportaba. Y todo para decir que un insignificante perro los seguía.
—Hábleme de Conrad, ¿ha estado en su casa, se ha portado como un caballero, lo ha recibido como es debido? —preguntó Turguénev, aprovechando la pequeña brecha que James permitió en la conversación—. Tengo entendido que viven muy cerca.
—No, no he estado en su casa, aunque sé que pasa el día metido dentro de un roído albornoz a rayas que una vez fueron amarillas. ¡Qué falta de glamour! Le aseguro a usted que Flaubert nunca cometería semejante error… Mi relación con Conrad, a pesar de que es polaco, católico y un pesimista que muchas veces se pasa de romántico, ha sido la normal entre unos vecinos que no se frecuentan. Cuando estoy en Lamb House, en mi casa de Rye, y me lo encuentro por el camino, nos saludamos en francés y con una formalidad propia de los caballeros que se respetan y admiran, a pesar de ese horrible albornoz.
Una casa apareció en el camino después de un largo seto de pinos que se unía a un hermoso jardín. Al grito del cochero y al halar de las riendas los caballos detuvieron su trote en medio de una algarabía de relinchos y cascos sobre las piedras. James y Turguénev bajaron del carruaje, alisaron sus levitas, con el antebrazo limpiaron sus sombreros de copa y, sonrientes, miraron hacia la puerta de la casa que en ese momento se abría. Flaubert se aproximó a recibirlos. Vestía una prenda de trabajo que en francés llaman chandail. Los ojos de James crecieron como los de los caballos que resoplaban. Miles de palabras llegaron a su cabeza para explicar aquella “cosa” que llevaba encima su anfitrión. Pero ¡eso!, concluyó tristemente, no era mucho más que una simple y vulgar bata.