Hugo von Hofmannsthal

 

¿Cómo se despide uno de sí mismo? Era la pregunta que se hacía Hugo von Hofmannsthal en un parque de Viena, un día a finales del otoño y de un año en el que también intuía el fin de su juventud. Con cada hoja a su paso una expectativa crujía bajo sus pies. Qué mundo de preguntas rondaba en su cabeza. El joven Hugo debía despedirse para darle paso al adulto Hofmannsthal. ¿Qué le esperaba en aquellos años por venir? Su poesía, ¿sería la misma? ¿Lograría mantener aquella lírica que a todos había impresionado? Hasta ahora lo había acompañado la embriaguez de la vida, su fuerza e irreverencia, su rebeldía, el desenfreno y el arrojo; ahora se encontraba con una puerta que mostraba tras ella un mundo más maduro, sosegado, sí, pero también desconocido y perturbador, lleno de expectativas aún no cumplidas y de colores no dibujados. Aquella puerta... ¿Sería capaz de traspasarla sin perder su esencia, sin encontrar tras ella el vacío, la oscuridad y la desolación? ¿Cómo se despide uno de sí mismo cuando uno no quiere dejar de ser lo que es?, se preguntó una vez más con la profunda reflexión de quien ha perdido la noción del espacio y del tiempo. Llevaba la cabeza baja y la mirada fija sobre un punto delante de sus pies. Un parque de Viena. Final de un otoño que se hacía interminable. Los árboles ya casi desnudos y la brisa que no dejaba de soplar. Las hojas seguían cayendo frente a sus pasos y los chasquidos bajo sus pies parecían pensamientos que gritaban sus más profundas dudas. Atrás quedaban las obras que habían conmocionado a los círculos literarios de Alemania: versos, prosas, algunas comedias iniciales, apenas escritas por un joven imberbe que había comenzado a publicar sus primeros trabajos tímidamente, a través de seudónimos, y luego, tal vez cuando sintió que el mundo se abría para los fantasmas que había creado, con su propio nombre: Ayer, La Muerte de Tiziano, El loco y la muerte, El abanico blanco, La mujer en la ventana, El emperador y la bruja... No empañaría su obra tratando de luchar contra la naturaleza, de escribir como el muchacho que ya no era. No trataría de mantener la jocosidad de la juventud en esta nueva etapa de su vida. No sería sincero si lo hiciese. Se reflejaría en su obra. Su público se daría cuenta. No sería honesto consigo mismo. Se dejaría llevar entonces como la rama en el río, sin resistencia, como las brozas que en ese momento alentadas por el viento bailoteaban sobre la tierra. Pero, ¿cómo despedirse de uno mismo cuando no sé sabe lo que habrá por delante, cuando frente a nosotros hay miles de hojas en blanco sin escribir y no tenemos la menor idea de cómo rellenarlas, de qué historias les darán vida, diferentes a aquellas que salieron de unas manos firmes y lozanas? Le inquietaba la idea de cómo superarse a sí mismo cuando la crítica había dicho que “él había producido ya una obra perfecta en verso y una obra incomparable en prosa e insuperable en aquellas soñadoras comedias simbólicas”. No podía en conclusión echar por tierra las opiniones de los que lo consideraban un genio que sólo pudo haber nacido por obra de un milagro, la mano de Dios expresándose en todo su esplendor; no podía decaer, no estaba dispuesto a convertirse en un poeta de paso, de unos pocos años, como Lamartine o Rimbaud, debía superarse a sí mismo ahora con la madurez y la conciencia de un hombre adulto, con la serenidad de los años y la sapiencia del tiempo. Pero, ¿cómo, qué escribiría, cuál era aquel nuevo camino, cómo dejar para siempre éste al que amo y conozco? ¿Cómo desprenderme, cómo decirme adiós a mí mismo?

Se detuvo un instante, miró hacia el cielo: los árboles se bamboleaban en lo alto y sus ramas desvestidas semejaban rayos oscuros en la tela azul. Respiró profundo, se sentó en un banco del parque y cerró los ojos. La brisa suspiraba entre los obstáculos y la hojarasca emitía un ruido tostado que lo reconfortaba; risas infantiles se escuchaban a lo lejos, el ladrido de un perro, el trinar de los pájaros... Se dejó llevar por un ligero sueño. La palabra Drama, en letras gigantes, vino a su mente. Las cinco letras tomaron vida y se escondieron tras el tronco de un árbol. De vez en cuando Drama se asomaba con cautela, sonriente, y le decía algo que él no entendía. Hugo se levantó,  caminó hasta ella y le preguntó qué le había dicho. Ella lo miró a los ojos de diferentes formas: como quien da una buena noticia, como quien cuenta un secreto, o como quien hace algo bueno por alguien y luego le queda el corazón henchido de satisfacción, y repitió: Electra, de Eurípides. Hugo puso grandes sus ojos oscuros y sus bigotes se crisparon hacia arriba como pequeños alambres que reciben una descarga eléctrica. ¿Qué quería decir con eso? Drama corrió hasta otro árbol. Sus letras eran blancas, flotaban en el aire, iban unidas por largas líneas como de caligrafía que parecían ligeros resortes que subían y bajaban al compás de la traviesa figura. Hugo la siguió, divertido, por entre hojas y raíces. Corrían. Parecían dos niños que jugaban a las escondidas. Cada vez que Hugo le iba a dar alcance ella huía a otro árbol pero, en cada oportunidad, le dejaba un pedazo de sí misma: Liberación de Venecia, de Otway; Everyman, de autor desconocido; la Dama duende, de Calderón; La boda de Sobeida; La mujer sin sombra... y muchos otros. En un abrir y cerrar de ojos Drama mutó para convertir sus cinco letras en la palabra Ópera, que dio continuación al juego de esconderse tras los árboles, también risueña y cautivadora, y que él seguía con pueril emoción intuyendo que se trataba de su futuro. También Ópera, vestida de música y de compases, le daba nombres y señales, partituras, maestros, orquestas y melodías: Ariadna en Naxos, una vez más Electra y La mujer sin sombra, y El caballero de la rosa, su obra máxima, la que algunos calificarían  como la más perfecta comedia jamás escrita en Austria

Una pequeña mariposa se posó sobre su nariz y Hugo von Hofmannsthal despertó con la grata sensación de haber descubierto algo. Un impulso lo obligó a mirar hacia los árboles. Como si hubiera soñado con dramas y óperas y se viera a sí mismo imprimiendo la marca de su maestría sobre obras ya grabadas en la literatura universal, obras que yacían enterradas en el olvido, pensó en que no sería mala idea tomar algunas de ellas y rehacerlas, rescatarlas de las tinieblas eternas donde se encontraban...

Con la visión de su porvenir en el bolsillo, se dijo que después de todo con un simple adiós sería suficiente para despedirse de su juventud.

La trilogía de los malditos
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