Arthur Conan
Doyle
Rodeado de lupas, papeles, libros y aspirando el humo de su pipa en su casa de Crowborough, Arthur Conan Doyle toma una decisión trascendente en su vida: matar a Sherlock Holmes.
Querida madre:
Es cierto que tengo muchas cosas que agradecerle a Holmes. Sin él no hubiera podido salir de los apuros económicos en los que me encontraba ni hubiese podido girar los cheques en blanco que tú y mis hermanos han recibido, tampoco alcanzar la fama de la que ahora disfruto. Pero creo que ha llegado la hora de despedirme de él. Confío en que entenderás mis razones, que hacen de esta decisión algo irrevocable. Holmes se ha convertido en un intruso, un ser despiadado que pretende manejarme a su antojo, decirme lo que tengo que hacer y cómo debo pensar. Las cartas que recibo ya no están dirigidas a mí sino a Sherlock. En ellas le piden que les resuelva algún caso, que realice alguna investigación, la búsqueda de alguien que desapareció o que se determine la inocencia de uno que está entre las rejas. Es toda una despersonalización, madre. Temo llegar al momento en que no sepa quién realmente soy, en el que de verdad me crea Holmes. Ya ha sucedido algo de esto. Tomé y resolví un par de casos. El de un danés desaparecido el día de su boda y el de un hombre encarcelado injustamente. Entonces, ¿quién soy en verdad, madre: Arthur Conan Doyle, tu hijo, o Sherlock Holmes, un detective frío y calculador, una máquina que devela enigmas y misterios, que sólo ve la lógica y le tiene sin cuidado cualquier otra consideración, incluso las humanas? Cuando la gente se enteró de este par de licencias que me concedí, de las que aún pido perdón, las cartas se multiplican como las hojas que caen en el otoño, pidiendo que les resuelva todo tipo de casos; ha sido una verdadera pesadilla... Ya no me saludan por mi nombre, madre, sino por el del personaje. Cuando daba el discurso para mi elección al parlamento algunos me interrumpían llamándome Mr. Holmes, para hacerme preguntas que no tenían nada que ver con mi postulación sino con intrigas criminales. Y cuando fui nombrado Sir me felicitaban por haber hecho de Sherlock Holmes un caballero del imperio británico... Insólito. Me dedicaré a otra cosa, a las novelas históricas que tanto me apasionan, donde pueda superar mi nivel literario. Holmes, madre, ha truncado mi mayor obra. Así que me desharé de él sin contemplación ni arrepentimiento, lo haré caer por las cataratas del Reichenbach.
Querido Arthur:
No lo hagas, hijo. Sería un gran error. Sabes que soy tu más fiel lectora. Con ansiedad espero las pruebas de imprenta de cada uno de tus libros para leerlos antes que nadie. Cometerías un error. No tienes por qué pensar de esa manera. Holmes es tu creación, por lo tanto debes sentirte orgulloso de él, de haber logrado darle vida de esa manera tan auténtica. Lucha contra esas ideas pesimistas, Arthur, como cuando practicabas al boxeo y tus adversarios caían derrotados; utiliza tu altura y tu robustez para enviarlas a la lona de un puñetazo, como lo hacías con todo aquel que se atreviera a ofender a una dama cerca de ti. Piénsalo bien, hijo, sería un gran error.
Conan Doyle entonces atendió el pedido de su madre y le perdonó la vida a su personaje. Pero sólo por dos años más. Fue todo lo que pudo esperar. Luego lo asesinó con la satisfacción de quien lo hace en defensa propia. Y a pesar de que el infortunado comentario vino de una dama, una de sus intocables, se regodeó placenteramente en su venganza cuando, un tiempo después, una señora de la sociedad londinense comentó que se le había partido el corazón con la muerte de Holmes, porque disfrutaba mucho de los libros que él escribía.