Leopold Mozart

 

—Creo que llegó la hora, Anna. Preparemos el equipaje —le dijo Leopold a su mujer cuando rellenaba de tabaco su pipa y la leontina de su reloj brillaba a la luz de las velas. Estaban sentados en el salón. Hacía frío, por lo que ambos cubrían sus piernas con unas mantas de lana que habían adquirido a buen precio en el mercado de Salzburgo. Ella remendaba unas medias mientras él revisaba la partitura de una nueva composición. Los niños ya estaban en la cama.

—¿Estás seguro, Leopold, no están muy pequeños todavía?

—Tal vez Wolferl, pero María Anna ya tiene diez, es una mujercita y toca el piano muy bien. Me ayudará a cuidar a su hermano.

—Pero Wolfgang…

—Wolferl cada vez me impresiona más. El otro día venía del oficio —un tiempo después de la escena del cerdo— y lo encontré sentado frente a la mesa del comedor, muy concentrado, escribiendo algo sobre un papel y tarareando notas. Cuando le pregunté qué hacía me miró y me dijo con la mayor naturalidad que componía un concierto para clave. Incrédulo le pedí que me lo mostrara pero me dijo que no, que esperara a que lo terminara. Insistí y finalmente me permitió ver la última parte: un desastre tal de notas garabateadas y manchones de tinta que no pude controlar la risa. Juego de niños, pensé. Él me miró como decepcionado (de mí, por supuesto, no de su escrito) y me dijo que lo viera de nuevo, con cuidado. Así lo hice, lo revisé a fondo y quedé sobrecogido con lo que encontré detrás de aquellas manchas de tinta, sueltas al descuido como si limpiar la punta de su pluma le llevara un tiempo precioso que no podía perder. Aquello era todo un concierto de difícil ejecución. Y no de un principiante sino de alguien más experimentado, de todo un maestro. Cuando le dije a nuestro pequeño Wolferl, sin poder controlar mis lágrimas, que aquello me parecía complicado y que debía pasarlo en limpio para analizarlo más a fondo frente al piano, me dijo que sí, que tendría que practicarlo mucho para poder dominarlo… Así que esto tiene que verlo el mundo, mi querida Anna, no podemos contárselo a nadie, la gente tiene que verlo con sus propios ojos. 

—¿Es lo único que te mueve a hacer esta gira, Leopold?

—Vamos, Anna, no nos llevará mucho tiempo…

Anna trató de sonreír cuando el carruaje tirado por cuatro briosos caballos se alejaba por el camino. Una de sus manos decía adiós mientras la otra, escondida entre los pliegues de su faldón, era un puño que se retorcía.

Corre el año de 1762. Wolferl tiene seis años y Nannerl diez. Parten hacia Linz, Munich y Viena. Tanto el elector de la corte de Baviera como el emperador austríaco les ofrecen una esplendida recepción. El niño prodigio los deslumbra con su genio: toca sin ver el teclado, llama a cada nota por su nombre, improvisa, y les muestra también los encantos de un niño común y corriente cuando deja el piano, el clavicémbalo o el órgano y corre a encontrarse con la emperatriz que le echa los brazos y ríe gozoso con las damas de la Corte que no escatiman esfuerzos para festejar las gracias del extrovertido y talentoso muchachito. Leopold no cabe dentro de sí. No hay padre más orgulloso en toda Europa: su hijo arrancando expresiones de asombro con su música y él, su único maestro, sintiéndose el afortunado padre no sólo del niño sino también de todo aquel éxito. Viajan a Augsburgo, a Mannheim, a Maguncia, en Frankfurt impresionan a Goethe, van a Aquisgrán, a Bruselas, en París tocan ante la Corte, en Londres se hacen amigos de Bach, luego La Haya, Ámsterdam, Dijon, Lion, Ginebra, Zurich. La familia Mozart no para, los niños están exhaustos. Una vez más visitan París, Munich… Las convocatorias a los conciertos anuncian que la niña tocará en clave y piano composiciones de los grandes maestros y  que su hermanito, un niño de apenas seis años, además de tocar un concierto para violín, acompañará al piano sinfonías con el teclado cubierto por una gruesa tela. “Asimismo indicará a distancia y con la mayor exactitud las notas que se toquen, separadas o en acordes, en el piano o en cualesquier instrumento imaginable, como campanas, copas, cajas de música… Finalmente improvisará las músicas más difíciles en cualquier tono que se le proponga”. Leopold leía estos avisos en voz alta con lágrimas en los ojos. Se agachaba, abrazaba a sus hijos y celebraban como el equipo ganador de la gran competencia. En las iglesias y bibliotecas, teatros y recintos universitarios, incluso en bares y plazas, no se hablaba de otra cosa sino del pequeño genio que podía recordar e interpretar obras completas con tan sólo haberlas oído una vez, de su hermana pianista y del viejo Leopold, siempre haciendo los contactos y organizando los eventos, educándolos, velando por ellos.                

—No sigas, Leo —le dijo Anna a su marido al regresar a su casa en Salzburgo,  después de tres años sin verlo a él ni a sus hijos—. Es demasiado esfuerzo. Lucen cansados y podrían enfermar.

—Sí, descansaremos un poco de los viajes, pero no de los estudios. Nuestro Wolfgang será el más grande músico de todos los tiempos. Los más notables maestros lo reconocerán, lloraran con su música, se enamorarán con ella, envidiarán su genio y su talento; ya verás, pensarán que viene de otro planeta, que hay una relación directa entre Dios y nuestro hijo… Las sorpresas en este viaje han sido una tras otra. Cuando estábamos en Waseburgo, mientras el cochero reparaba una de las ruedas de nuestro carruaje, entramos en la iglesia para ver el órgano. Wolferl intentó tocarlo pero sentado en el banco por supuesto no alcanzaba los pedales. ¿Sabes lo que hizo? Me pidió que lo bajara. Lo complací. Se subió entonces sobre los pedales y comenzó a tocar el órgano de pie, como si lo hubiese hecho antes y pedaleara con tranquilidad sobre una bicicleta… Una vez más nuestro hijo me dejó asombrado. Qué inimaginables obras, qué sublimes sinfonías podrá componer Wolferl en el futuro cuando ya, a esta corta edad, nos impresiona con su música. Recuerdo como si fuera hoy el día que nos visitaron Schachtner y Wentzell. ¿Recuerdas? Estábamos ensayando unos tríos y de pronto llegó el niño con su violín de juguete bajo el brazo diciendo que quería tocar con nosotros, que le permitiéramos tocar la parte del segundo violín. Todos nos reímos con la ocurrencia del mocoso. Hizo pucheros cuando le dije que no, que él nunca había recibido clases de violín y que se fuera a jugar con su hermana. Schachtner, enternecido, me dijo que lo dejáramos, que compartiéramos un rato con él. Wolferl comenzó a tocar entonces con uno de nuestros violines y poco a poco, a medida que avanzaba en su interpretación, nuestros propios violines se fueron callando hasta que quedó sólo el suyo. Todos, incluso yo que ya había tenido señales de su genio, quedamos pasmados. Wolferl tocó los tres tríos seguidos sin error alguno… Esto tiene que saberlo el mundo, mi querida Anna. Nuestro hijo no será uno más…                

—¿Sólo nuestro hijo, Leo? 

—Sí.

—¿Leopold…? 

—Algo ha cambiado, Anna… ¿Sabes lo que piensan de mí los de la Corte?, y tienen razón: que soy un músico de segunda, un teórico y director de orquesta sin mucho que ofrecer. Que, confundido, no fui capaz de terminar mis estudios de Teología en la Universidad de Salzburgo y por eso me dediqué a la música; un chambelán al servicio del Conde de Tour y Taxis que posteriormente se convirtió en violinista… Reconocen que he hecho algunas composiciones, sí, pero de poca trascendencia. Mi mayor logro laboral, tú lo sabes, ha sido el de llegar a segundo kapellmeister de la Corte del príncipe arzobispo de Salzburgo: el cargo de un músico más, un músico como tantos otros, olvidado por la música, por su gente, por su país… Incluso han llegado a decir —y a esto sí me opongo con todas mis fuerzas— que exhibo a mis hijos por toda Europa como si fuesen la atracción de un circo y que mi único fin es ganar dinero. ¡Insensatos! ¡Qué fácil es juzgar a priori! Pero olvidemos esto, hay cosas a las que tenemos que acostumbrarnos y una de ellas es a la crueldad de la gente… La verdad es que me sentía incompleto, un ciudadano de segunda que nunca alcanzaría sus propias metas, desesperado por demostrar algo… y quise hacerlo a través de nuestro hijo, lo reconozco. Pero ya no más. Después de este viaje todo eso quedó atrás. Vendrán otros viajes pero no por las mismas razones. Ahora sé por qué vine a este mundo y, como nuestro hijo, me siento escogido por Dios. Vine a engendrar a un genio, a educarlo y a guiarlo y a que su música, la música de Dios, llegue a los confines de la Tierra y perdure por siempre en el corazón de los hombres. También tú Anna. Dios nos asignó esa tarea y debemos cumplirla al pie de la letra… Y, después de todo, ya no seremos Leopold, uno de los violinistas de la Corte, y Anna, una mujer dulce pero poco instruida, dentro de poco nos recordarán como los padres y guías de un gran maestro: los Mozart que hicieron a Mozart.

La trilogía de los malditos
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