Francois Rabelais

 

Se encontraba en la ciudad de Fontenay, Francia, en medio de una peña literaria en la que sus integrantes se hablaban con toda sinceridad. Corría el año de 1520. Poco tiempo atrás Rabelais había hecho los votos de humildad y pobreza que le imponía la Orden de San Francisco, por lo que ya se podía considerar un fraile franciscano con todas las de la ley, cosa que no le había quitado un ápice de su personalidad satírica y jocosa. Era un hombre de letras y la vida en el convento le había permitido dedicarle más tiempo a sus tan originales o más bien extraños escritos. Siempre alegre, de salidas burlonas e inesperadas, pretendía darse a entender a través de una mezcla de imágenes disparatadas y sin sentido que, asumía, eran tan claras como el agua. La peña estaba conformada por un grupo de humanistas, intelectuales, poetas y religiosos que solían reunirse en casa del magistrado André Tiraqueau a tomar vino, té y a hablar de literatura hasta la hora de encender las velas. La reunión entraba en calor.

—Su prosa no es clara, mi querido amigo —le dijo el magistrado con el ceño como el de un penacho—. Parece un baile de locos. Tan pronto dice una cosa como al segundo dice otra. Comienza una idea y no la termina, o la termina cuando ya todos la hemos olvidado. No hay un género donde se pueda clasificar lo que usted escribe. Es cierto que hay belleza, cierta expresión poética, pero también hay grosería, ordinariez, tosquedad, ideas que saltan al aire sin justificación alguna, sin orden; a cuestiones metafísicas y filosóficas les da un tratamiento infantil e intrascendente... No se entiende nada, es verdaderamente imposible de leer.        

—No estoy de acuerdo, mi querido magistrado —dijo Rabelais un tanto burlón—, mi prosa es tan clara como la gota de agua —señaló hacia la ventana— que se desprende de la punta de ese pedazo de hielo que cuelga del techo. Sobre todo cuando el hielo que la produce es un hielo limpio, barrido por otros hielos que le antecedieron, sucios en las primeras nevadas, que van renovándose lenta y constantemente hasta que el agua que los forma es tan limpia como el aire que viene de aquella montaña —dio un salto con su dedo haciendo un semicírculo en el aire— en estos días de invierno, y...                      

El magistrado lo detuvo con la mano.   

—Espere, espere. Perdone que lo interrumpa. Veamos un ejemplo —dijo, al tiempo que tomaba un ejemplar de Pantagruel—. Díganme ustedes, queridos colegas, si algún ser humano puede entender lo que este fraile escribió en su novela con respecto al fallo judicial que Pantagruel dictaminó hacia dos personas en disputa. Leeré en voz alta para que todos oigan: “Vista, oída, calculada y bien considerada la diferencia entre los señores tal y cual, el tribunal les comunica que en respeto del repentino temblor, estremecimiento y encanecimiento del murciélago declinando bravamente del solsticio estival, el intento por las sorpresas de jugarretas en aquellos que siéntense indispuestos por haber tomado una copa de más, a través del pícaro comportamiento y vejación de los escarabajos que habitan el clima de un mono hipocrítico a caballos, estirando una ballesta hacia atrás, el demandante tuvo en realidad justa causa para calafatear, o con filástica tapar las rendijas del galeón que la buena mujer impulsó con el viento, llevando un pie calzado y otro desnudo, reembolsándole y restituyéndole, bajo y rígido en su conciencia, tantas frioleras y pistachos silvestres como pelos hay en dieciocho vacas, con otro tanto para el bordador, y tanto por tanto”.

Hubo un murmullo en la estancia. Uno se rascó la cabeza, otro carraspeó con el puño frente a la boca y luego se estiró los bigotes como si pretendiera arrancárselos, otro tamborileó con los dedos sobre su sombrero de copa, otro miró su reloj de leontina como si lo abriera por primera vez y Rabelais los miraba a todos con la expresión que seguramente tendría un extraterrestre.   

—Y eso no es todo —continuó Tiraqueau con el dedo en alto—. Oigan esto: “Otro sí digo: se le declara inocente del caso privilegiado de las nimiedades, en el peligro de las cuales se había creído haber incurrido...” —¿Entendieron algo? Y saben ustedes cuál fue la sentencia del juez Pantagruel. No, nunca podrían imaginarla, ni en mil años todos juntos conjeturando respuestas. Pantagruel condenó al demandado a pagar una “mula alrededor de mediados de agosto en mayo”. Esa fue su sentencia... está realmente fuera de toda lógica. Para colmo su escritura está tan repleta de adjetivos que dan ganas de apuñalarlos a todos, de asesinarlos en plena página para poder leer en paz. Si usted está pensando que esta forma de escribir marcará un rumbo nuevo en la literatura, violando toda norma con esa sarta de locuras, ¡ja!, me parece que ha caído en una de sus más extravagantes fantasías.      

Las miradas cayeron sobre Rabelais como la nieve sobre el tejado. 

—Es probable que deba de hacer algunos retoques, señor magistrado, para una futura edición e incorporar más adjetivos —dijo Rabelais con una sonrisita  burlona—. Pero me temo que esto sea contraproducente por cuanto las puertas de la abadía de Thelema no pueden estar abiertas para “fanáticos, hipócritas, procuradores, jueces, magistrados, banqueros libertinos, embusteros, cobardes, estafadores o ladrones. Sin embargo sí están abiertas para pícaros, alegres, graciosos, retozones, animosos, ágiles, jocundos, vivaces, joviales, gallardos, dignos, caballerosos y suaves, y mujeres

deliciosas, encantadoras, gozosas, hermosas, amables, alucinantes, caprichosas, inteligentes, dulces y embriagadoras”. 

Con respecto a la falta de claridad en mi prosa y, pensándolo mejor, déjenme decirles que si no han entendido nada, “pues yo tampoco”. 

La trilogía de los malditos
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