Georges
Bizet
“Preveo un fracaso definitivo y sin remedio”, dijo Bizet unos minutos después del estreno de Carmen. Se sentía realmente apesadumbrado, triste. Aquellos aplausos sin vida, sin fuerza ni entusiasmo echaban a la basura todas las expectativas que se había creado, las cientos de horas que había dedicado a aquella obra que ahora era objeto de tan fría recepción. Si tan sólo hubiese puesto más atención a las señales, a los escollos que desde el principio se interpusieron en el camino...
Sin embargo, horas antes, al ver el escenario que representaba con gran fidelidad a un pueblo sevillano, al ver las emocionadas expresiones de actores y actrices ejercitando sus voces y preparándose para la interpretación, al apreciar los vestuarios tan bien escogidos y acordes con la obra, al notar el público que comenzaba a llenar la Opéra-Comique de París, Bizet pensó que sería diferente, que tal vez su ópera gustaría, que los espectadores aplaudirían de pie y gritarían bravo, bravo, mil veces bravo hasta que sus manos dolieran y en sus rostros las lágrimas se confundieran con las risas y la voz enmudeciera después de gritar mil veces bravo, bravo… Todo quedaría justificado entonces.
Pronto la sala se llenó por completo. Los aplausos estallaron cuando apareció la talentosa Galli-Marie, quien interpretaría a Carmen. Bizet no podía esconder su nerviosismo: limpiaba sus quevedos cuando ya relucían, cambiaba de posición a cada instante, mordía un pequeño trozo de piel que sobresalía en uno de sus dedos; su corazón, que ya le había dado algunas muestras de debilidad, golpeaba su pecho como un gong enloquecido… Cerró los ojos al escuchar la hermosa voz de Galli-Marie:
El amor es un pájaro rebelde al que nadie puede domesticar.
Nuestros ruegos nada nos servirán si al amor se le antoja rehusar.
Amenazas y súplicas de nada nos valdrán…
No será posible que tal belleza no sea reconocida, concluyó Bizet, esperanzado, con la atención puesta en los aplausos y en el delirio del público que se materializaría al final de la presentación. En ese instante de euforia quedaban atrás los molestos recuerdos, los malos momentos: la férrea oposición a la obra que sostuvo de Leuven, codirector de la Opéra-Comique, quien por alguna razón desconocida impidió su ejecución hasta que finalmente renunció al teatro y el proyecto se pudo llevar a cabo; las dificultades que experimentó la orquesta para interpretar algunos pasajes de la obra, alegando que eran impracticables; también el coro asomó una queja similar al afirmar que le era difícil cantar algunas partes de la música, y por tener que actuar (fumando o ambientando trifulcas en el escenario) mientras cantaban y no permanecer estáticos como generalmente se hacía. Todo aquello quedaba atrás. También los intentos de otros directores del teatro de modificar parte de la obra o de la actuación que, según ellos, atentaban contra la moral y las buenas costumbres de la sociedad parisina de la época; sólo la amenaza de retiro por parte de los cantantes principales logró disuadir dichas pretensiones. Y no hablemos de los retrasos en los ensayos, de los cambios de fecha para el estreno, de las estrecheces económicas…. Pero, y a pesar de todos los obstáculos, el 3 de marzo de 1875 se estrenaba Carmen, en el teatro de la Opéra-Comique de París, con música de Georges Bizet y libretos de Halévy y Meilhac, basada en la novela homónima de Prosper Mérimée. Era una fecha memorable para el músico francés que murmuraba la letra de una de las canciones y hacía bailar las puntas de sus dedos al son de la exquisita melodía.
Aquel hombre habla, persuade, y este otro calla.
Y sin embargo es éste, el que se queda callado, el que yo prefiero.
No ha dicho nada pero me gusta más… El amor, el amor, el amor.
El amor es un niño de bohemia el cual jamás ha conocido ley alguna.
¿Tú no me quieres?
Yo sí te quiero.
Si yo te quiero, tú ten cuidado.
Si tú no me quieres. Si tú no me quieres yo sí te amo.
Y si yo te amo, si yo te amo, tú ten cuidado, tú ten cuidado, tú ten cuidado.
De vez en cuando Bizet miraba las caras a su alrededor y trataba de adivinar la impresión que la obra les estaba causando. Sin duda era algo nuevo para ellos. No se trataba de la ópera tradicional: rígida, declamatoria, muchas veces heroica y de una pasmosa seriedad. Esto era diferente: era fresca, jocosa, ligera y con algunos diálogos no cantados. Algunos sonreían, otros mantenían el ceño fruncido, tal vez negados a los cambios o a las nuevas propuestas, y otros, unos pocos, parecían maravillados con Carmen, la bonita gitana de recio temperamento que seduce al cabo don José, un soldado ingenuo y sin experiencia que con facilidad cae en sus redes. El joven militar se enamora entonces perdidamente de la desinhibida gitana, tanto que parece perder la razón: se rebela ante sus superiores, se une a un grupo de contrabandistas y al final, presa de los celos, atenta contra la vida de su amada al enterarse de la relación que esta sostiene con un apuesto torero.
El pájaro al cual tú creías tener atrapado, batiendo el ala, alzó vuelo y despegó.
Cuando el amor se aleja de ti, sigues esperándolo.
Y cuando ya has desistido y no lo esperas, de repente, ya está aquí,
girando alrededor tuyo, rápido y veloz.
Pues el amor llega, se va y luego vuelve.
Cuando crees tener el amor, él te esquiva.
Y cuando crees poder evitarlo, él te apresa.
El amor, el amor, el amor, el amor, el amor…
¡Ah, aplausos desenfrenados!, parecía esperar Bizet ya al final del cuarto acto. Sus manos sudaban y ya no le quedaban pellejitos sueltos en los dedos. ¿Inseguro? Sí, eso dice uno de sus biógrafos: “Aunque ganara en 1857 —es decir antes de que cumpliera los veinte años de edad— el prestigioso Prix de Rome, ni este temprano reconocimiento a su talento y oficio fue suficiente para evitar que fuera un músico inseguro de sus propias posibilidades”. Lo cierto es que el joven Bizet amaba la perfección. Se criticaba duramente y se exigía hasta el dolor. Cualquier duda en una composición, cualquier detalle que significara la posibilidad de un fracaso, era suficiente para desencantarse de la obra, ponerla a un lado y olvidarse de ella como podía olvidarse de guardar el violín o cerrar el piano después de un día de trabajo. Se conoce que al menos quince óperas de Bizet quedaron inconclusas. Pero no ésta. Con Carmen sería diferente. Sólo había que ver aquel escenario, oír las voces de aquellos interpretes, actuando alegres, riendo y cantando, moviéndose sobre las tablas, libres, espontáneos, con una seguridad que el mismo compositor hubiera querido para sí; sólo había que ver todo aquello para darse cuenta de que era una obra maestra, para esperar del público el justo reconocimiento. Y la potente voz de Gallie-Marie, con aquella mezcla de dominio y ternura, de fuerza y de sumisión, sólo confirmaba todo lo que su mente recreaba.
El amor es un niño bohemio que jamás, jamás, ha conocido ley alguna.
Si tú no me quieres, yo sí te amo.
Si yo te quiero, tú ¡ten cuidado!
Si tú no me quieres, si tú no me quieres, yo sí te amo.
Pero si yo te amo, si yo te amo, tú ten cuidado, tú ten cuidado, tú ten cuidado…
Si tú no me quieres, si tú no me quieres, ¡yo sí te amo!
Y si yo te amo, si yo te amo… tú ¡ten cuidado!
Finalmente concluyó la obra. Pero la vida, a veces tan amarga, nos alienta y luego nos confunde, nos anima y poco después nos decepciona, a veces seria a veces bufa, sorprendió al joven Bizet. Los aplausos que esperaba desbordantes, al borde del delirio, fueron débiles, contados, sin entusiasmo ni pasión, aplausos de cortesía tal vez. Con lentitud bajó la cabeza, sacó su pañuelo y mientras una vez más limpiaba sus quevedos le comentó a Gallie-Marie: “Preveo un fracaso definitivo y sin remedio”. Luego se retiró sin decir más.
A los pocos días la crítica de los “expertos” no se hizo esperar. Un tal León Escudier, que escribía para una revista musical, dijo que la música de la ópera había sido: “opaca y oscura”. Otro, refiriéndose a la interpretación de Galli-Marie, afirmó que era “la verdadera encarnación del vicio”; otros la criticaron por “falta de melodía”. Comentarios que se convertían en flechas que atravesaban el corazón de Bizet, hasta tal punto que poco tiempo después, cuando la obra cumplía tres meses exactos de haber sido estrenada, el tres de junio de 1875, dejó de palpitar. Bizet tenía treinta y siete años.
“Será la ópera más popular del mundo”, dijo Tchaikovsky en Viena unos meses después. Y no se equivocó. Hoy en día Carmen, de Bizet, es la ópera francesa más famosa e interpretada en los principales teatros del mundo. Y los aplausos a su creador ya forman parte del constante rumor del universo. Y él los oye, claro que sí, los oye y ríe complacido.