Salvador Dalí

 

Si desde el más allá Vincent van Gogh tuviese la posibilidad de hacerlo de nuevo, diferente, de llevar otra vida, de hacer realidad el reconocimiento que le fue negado cuando pasó por este mundo, ¿lo haría? ¿De qué forma podría hacerlo?

“Seré genio”, sentenció Dalí cuando apenas tenía dieciséis años. Tal vez en esos días Dalí había leído la biografía de Van Gogh y se dio cuenta de que tenía muchas cosas en común con el pintor holandés, entre ellas y tal vez tan importante como la pintura misma era la de que ambos sufrieron la pérdida de un hermano mayor antes de nacer, y ambos llevaban el nombre de ese hermano muerto. ¿Sugería eso que también la genialidad podía ser común a los dos pintores, heredada de sus hermanos fallecidos? ¿Una posible reencarnación? ¿Reencarnaría Vincent en Salvador pero con una buena carga de extroversión, de showman, para no pasar los sinsabores que  él pasó? Quién sabe. Lo cierto es que Dalí, a diferencia de Vincent, amaba el dinero, y lo decía abiertamente, sin sentirse culpable por los pobres ni sufrir por la suerte de otros. Dalí tal vez, en esta vida, representaba la revancha de Van Gogh, el borrón y cuenta nueva de una existencia convulsionada y llena de problemas económicos. Dalí, en esta nueva oportunidad de Vincent, sería diferente: escogería a una familia de buena posición, donde al menos uno de sus padres fuera amante de las artes, una familia que lo sobreprotegiera y le ayudara a formar esa personalidad extravagante y egocéntrica que tanto necesitaba para lograr sus objetivos. Como Vincent, no esperaría llegar a los veintiséis años para pintar su primer cuadro, él lo haría mucho antes, cuando niño, y para eso Felipa Domènech, su madre, pasaría horas ayudándole a desarrollar ese talento que ya se veía venir con la fuerza de un huracán. Así, a los seis años, pintó su primer cuadro, un paisaje de las cercanías de Figueras, y por la misma época las ilustraciones de los cuentos infantiles que le leía a su hermana Ana María que, como Theo con respecto a Vincent, tenía cuatro años menos que Salvador. Claro que en esta nueva vida Vincent tomaría las medidas para no repetir los errores del pasado, aunque ello le costara revestirse de cierta pedantería y propiciar el rechazo de muchos: “Quizá seré despreciado e incomprendido, pero seré un genio”, decía Dalí. Para ello ya tenía en sus venas la fórmula del cambio, el camino marcado, sólo tenía que recorrerlo, y lo haría con gran entusiasmo y seguridad. A diferencia de Vincent, la vida le sonreía. A los doce años fue enviado a la finca del pintor Ramón Pichot, donde tuvo su primer contacto con el impresionismo, que lo impactó sobremanera, ya que aquello que rompía con lo tradicional, como le ocurrió en la otra vida, llenaba plenamente sus expectativas. Más tarde frecuentaría al profesor Juan Núñez, destacado pintor y grabador de la época que lo introduciría en el mundo de los grabados. A los dieciséis realizaría su primera exposición en el Teatro Municipal de Figueras. Mientras Vincent hubiese recibido pitas y abucheos, este nuevo Vincent recibía excelentes críticas y honores a sus obras… Todo estaba saliendo bien. La reencarnación, aunque con ligeras fallas, propias de un proceso tan engorroso, estaba saliendo casi exactamente como lo planeado. Salvador reía, Vincent a veces también reía, una vida sacaba del abismo a la otra, los hoyos quedaban sellados, las grietas tapadas, la vida se compensaba a sí misma. Sin embargo, algo de la primera personalidad se había mantenido sin modificación en la segunda, una omisión tal vez, un error de la Providencia, cierto desplante o rebeldía difícil de manejar, una conducta considerada impropia, o al menos incómoda, se había colado de una vida a la otra. Así, en 1923, Salvador, por haber protestado con vehemencia la designación de un profesor de dibujo, fue expulsado por un año de la Academia de Bellas Artes de Madrid. Más tarde sería expulsado definitivamente. También, como Vincent, rompió con su padre. Sin embargo la compensación primordial, aquella que le llevaría a gozar de fama y dinero, se forjaba a todo galope. Con apenas veintiún años participa con diez cuadros y gran éxito en Madrid, en la Primera Exposición de la Sociedad de Artistas Ibéricos. A finales de ese mismo año realiza su primera exposición individual en Barcelona, en la galería Dalmau. Poco después viaja a París. Conoce a Picasso y se encuentra con Buñuel. Realizan tertulias en el café de la Rotonde. Visita el Louvre, Versalles, comparte con Breton y Jacob… Dalí respira el aire parisino con la fuerza que lo hacía Vincent cuando salía solo por el bosque a disfrutar de los cipreses, contemplar a las aves, los verdes y los amarillos. La carrera no admite  descanso. Las exposiciones se suceden una tras otra, escribe un libro, notas para revistas, lleva un diario, filma una película en colaboración con Buñuel, se relaciona con García Lorca, con Miró, con Picasso, decora teatros, pinta sin descanso, busca su camino, su dirección y finalmente crea una nueva tendencia entre el cubismo y el surrealismo, materializa así —como también lo hizo Vincent, sólo que sin lograr el reconocimiento en vida— un estilo propio y original: su independencia creativa. Los cuadros se venden. No importa su precio. Vincent está radiante, como iluminado por sus amarillos. Salvador, algo que nunca reconoció el holandés, se considera tocado por los dioses: “…seré un genio, un gran genio, porque estoy seguro de ello”.

Pero existía algo que también había que compensar, algo que Vincent consideraba indispensable y que se le negó una y otra vez: la presencia de una mujer. Y, afortunadamente para ambos personajes, aquí no hubo omisiones. Sucedió a comienzos de 1929. Dalí tenía veinticinco años y ya era un pintor reconocido en casi toda Europa. La había buscado con insistencia por todas partes; ahora, París se sumaba a esa búsqueda. No le importaba si era bonita o fea, si alta o baja, pero sí que fuera de simétricas formas y que su espalda tuviese unas líneas estilizadas y precisas. Ambos le dieron el visto bueno. Era casada, mujer del poeta Paul Éluard, uno de los propulsores del surrealismo, pero eso no sería obstáculo, no para ellos, no para Vincent que una y otra vez fracasó en el amor, dispuesto a todo por un poco de compañía; tampoco para Salvador, cuyas únicas figuras femeninas hasta el momento habían sido la de su madre y la de su hermana. No era hermosa pero tenía las formas, la mirada, la clase y el porte de una reina. El impacto fue mutuo. “Nunca nos separaremos”, respondió Gala cuando Dalí le manifestó su amor, como si lo hubiese leído en las páginas del futuro. Gala se convertiría entonces no sólo en su mujer sino en su modelo, su amiga, su musa, su compañera por el resto de su vida. Vincent no cabía dentro de sí. Tras una breve recesión económica que pareció estimularlo —Dalí ideó las más inusitadas formas de promocionarse, como hornear panes de treinta metros en cada ciudad europea. En Londres se vistió de buzo para dar una conferencia. Asistió a fiestas disfrazado de maniquí con cajones. En Nueva York lanzó panfletos promocionales desde un avión—, los éxitos continuaron y llegaron hasta límites insospechados, sus cuadros se vendían aún antes de ser expuestos, galerías y museos se disputaban sus obras. En los años que pasó en América se codeó con el jet set internacional, organizó fiestas en Hollywood, realizó decorados para películas, escenificó ballets, diseñó joyas, dictó conferencias, participó en programas de televisión y salió retratado en portadas de revistas… Intelectuales, artistas y miembros de la realeza querían conocer al nuevo genio de la pintura; en Europa y América se inauguraban nuevos museos sólo con sus obras y pronto sería distinguido con un título nobiliario. Su nombre era escuchado por todas partes y sus bigotes reconocidos hasta en los lugares más remotos del planeta. Vincent, eufórico dentro del maestro, no podía creer que los sueños y reconocimientos que albergó en otra vida se materializaran en ésta de tal manera. Vincent ahora se siente satisfecho. Tiene dinero, fama, mujer, y también llegará a una edad que nunca imaginó… Pero al parecer no sólo la rebeldía y la ingobernabilidad habían quedado sin cambios en la transición. También otras cosas. Ciertas añoranzas lo asaltan, cierta preocupación por los que duermen en chozas y en camas de paja. Tal vez, cuando nazca otro Dalí, tenga que hacer algunos ajustes. La próxima vez.

La trilogía de los malditos
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