Émile Zola 

 

Ese hombre es inocente, se dijo Émile Zola cuando decidió escribir Yo acuso, un extenso artículo donde defendía a Alfred Dreyfus, capitán francés, judío, acusado de traición a la patria en 1898, que salió publicado en L`Aurore de París bajo el título Lettre au Président de la République.

Los judíos no eran personas de su agrado, lo había dicho decenas de veces en las tertulias que una vez al mes sostenía en el Café Riche, donde se daba cita con Flaubert, Turguénev y Daudet y hablaban de política y de otros temas cuando ya la literatura les pedía un respiro. Pero no podía soportar, no a estas alturas, que un ser humano, fuere cual fuere su credo, estuviese injustamente prisionero en la remota y desolada Isla del Diablo. Pudo haber pensado, como efectivamente lo hizo: “Otro judío acusado de actividades antipatrióticas” y dedicarse a sus quehaceres sin mayor inquietud. Pero este Zola no se ampararía bajo tan cómoda y vacía justificación; éste no era el mismo de sus años mozos cuando se pronunciaba contra los judíos sin preguntarse siquiera el porqué. ¿Qué lo había hecho cambiar? ¿Los vuelcos de la vida? ¿La suma de todas las desventuras por las que había pasado desde niño? Quizás la muerte de su padre cuando tenía siete años, la burla de sus compañeros del colegio de Aix cuando, tartamudo y sensible, ceceaba su nombre con expresión avergonzada; su desaplicación en la École Normale, donde fue reprobado en literatura; los fallidos esfuerzos de su madre que fregaba pisos y lavaba ropa para que él estudiara y se hiciera ingeniero como su padre; las dudas acerca de su incierto futuro cuando ya tenía veinte y la vida real tocaba a su puerta: “Toda la semana pasada me ha oprimido una melancolía… tengo veinte años y aún no tengo profesión… Hasta ahora he vivido como en sueños, andando en arenas movedizas”. ¿O tal vez el hambre que padeció le ayudó a desarrollar cierta empatía y a valorar con más justicia a los seres humanos? Por hambre aceptó un trabajo que detestaba en el Muelle Napoleón: “Hace ya un mes que vivo en este establo maldito; y por Dios que lo siento en las espaldas, en las piernas y en todo el cuerpo, y voy a mandar al diablo esta inmunda barraca”. Así lo hizo. Sin un nuevo trabajo salió de aquella “barraca” y durante algunos años quién sabe por qué impulso se entregó a las reflexiones espirituales. La idea de escribir una Nueva Biblia empezó a merodear por su cabeza, cada vez con más insistencia y convencimiento. Una Biblia que regenerara al hombre, que rescatara los valores morales y una nueva sociedad, más tolerante y justa, surgiera de su lectura: “Pero ya escribiré esa gran obra algún día”. Luego de su “retiro” espiritual, el camino hacia su futuro literario comenzó a aclararse de la forma más sencilla que se pueda imaginar: comenzó a trabajar como empaquetador de libros en la editorial Hachette y Cía. Y mientras empaquetaba libros, entre cajas y marcas, papeles y cintas, se divertía escribiendo críticas acerca de los mismos autores cuyos libros embalaba. Animado a escribir prosa, tiempo después, presentó su primera colección de relatos: Cuentos a Ninón, a otra editorial: “Señor, ¿sería tan amable de leer estos cuentos? Siquiera uno, se lo ruego, señor, cualquiera de ellos…”.  Con la aprobación de la casa Hetzel no quedaba duda ya de cuál sería la ocupación de Zola por el resto de su vida: “Estoy ahora en el umbral de las grandes cosas… Desde ahora sólo me resta marchar hacia adelante y hacia adelante marcharé”. Su vida tomaba otro rumbo. Pasada la encrucijada, la línea antes curva y sinuosa se mostraba ahora recta y sin escollos. Su Nueva Biblia, tanto tiempo planeada, ya tenía forma dentro de su cabeza: la humanidad entera vista a través de sucesivas generaciones de una misma familia, sus conflictos y denuncias, un canto a la justicia y a la esperanza. Más de treinta volúmenes fueron necesarios para contener las veinte novelas que componen la colosal serie Les Rougon-Macquart, lo que lo convertiría en uno de los principales actores del naturalismo. Para escribir esta gran obra investigaba, hablaba con la gente, observaba sus costumbres, llenaba cuadernos y cuadernos con detalladas descripciones de todo cuanto veía y escuchaba para luego plasmarlas en sus novelas; siempre sobre desventurados y afligidos. Se había convertido en un erudito de la realidad social, un personaje por todos respetados, un maestro cuyas tesis brindaban la esperanza de un mundo mejor…

Toda esta experiencia le sirvió a Zola para notar, percibir errores, detectar omisiones en el proceso que se le seguía al capitán de origen judío Alfred Dreyfus; proceso conducido por militares antisemitas. Empeñado en encontrar la verdad y hacer honor a sí mismo, a su país y a lo que proclamaba en sus novelas, Zola estudió a fondo los cargos que se le hacían a Dreyfus y descubrió el funesto plan que se urdía en su contra. Francia toda era partícipe de la mayor de las injusticias. Y así lo publicó en L`Aurore de París en la carta dirigida al Presidente de la República en 1898. Mientras Zola abogaba por los derechos humanos de un desconocido, Dreyfus gritaba su inocencia desde la inhóspita Isla del Diablo. Tanto la Iglesia Católica como el ejército nacionalista francés, los partidos conservadores y el gobierno mismo, acusaron a Zola de injuria, pensando que tal vez el escritor se retractaría de sus acusaciones. Grupos antisemitas salieron a la calle: “¡Abajo Zola! ¡Abajo el traidor! ¡Vendido a los judíos!” Sus libros fueron prohibidos, su casa apedreada, su imagen quemada y lanzada al Sena; el Libre Parole, diario parisino, pedía “el asesinato de Zola y el saqueo de su casa”. Fue hallado culpable de difamación hacía los hombres que habían enjuiciado a Dreyfus y sentenciado a pagar treinta mil francos, lo que una vez más lo sumía en una pobreza ya olvidada… Pero este Zola ya no era el mismo de sus años mozos. No daría su brazo a torcer. Hacerlo sería dar al traste con todo lo que pregonaba. No tenía dudas de que su actuación era la correcta: “Estoy tranquilo… podrán sentenciarme aquí, pero triunfaré. Algún día, Francia me agradecerá el haberla ayudado a salvar su honor”.

Ese día no tardó en llegar cuando finalmente Dreyfus fue encontrado inocente y puesto en libertad.

La Nueva Biblia de Zola comenzaba a ser considerada una verdadera Biblia.

La trilogía de los malditos
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