Rainer María
Rilke
Si alguien hubiese acusado de mujeriego, de inestable sentimental, al considerado por muchos el más grande poeta del siglo pasado, que llenó de poesía hasta el escrito más insignificante, él quizás lo hubiese desmentido. ¿Se refiere a mí?, hubiese preguntado con sus ojos grandes bien abiertos y su delgada y baja figura erguida sobre la punta de sus pies para verse un poco más alto. Mujeriego, ¿yo?... Y si ese alguien hubiese sido de su estima y respeto: Tolstoi, en su finca de Yasnaya Polyana, o André Gide, en el banco de un parque en Luxemburgo, por ejemplo, lejos de obviar el comentario hubiese tratado de justificarse. Y luego de balbucear un poco le habría dicho: No veo la razón de su señalamiento, querido amigo, marchita la flor que llevo en mi alma. Mi relación con Lou Andreas fue pasajera, lo que dura un pestañear, el eco de un beso. Eleonora Duse me llevó de la mano por los altos prados y me abandonó allí, entre luces opacas, luego de mostrarme un arco iris pleno de vivos colores. La princesa María von Thurn tenía las formas de la música y en sus notas encontré la melodía del universo. Baladine Klossowska... Ah, Baladine, césped cortado, rocío de la mañana, primavera eterna. La baronesa Sodonie Nádherny se fugó con mi amor y yo me quedé con un poco del de ella. Mathilde Volmoller era como un volcán en actividad en cuya lava conocí el martirio del infierno. Pia Valmarrana, sin embargo, era una hermosa contessina de quien apenas probé la miel que descubrí entre sus labios. Cómo no amar a la pianista Magda von Hattingberg, manos de seda, dedos largos e inquietos. A la escritora Elle Key, bellísima, a quien le daría un premio Nóbel por su extraordinaria prosa. No hablemos de la condesa Manon zu Solms, una rosa en el desierto. O de Eva Cassier, glamorosa. O de aquella cuyo sólo nombre me hacía sentir espasmos de sublime locura: baronesa Alice Fahndrich von Nordeck zur Rabenau. No tengo palabras para Katharina von During Kippenberg, viviría rendido a sus pies si la vida no tuviera fin y la muerte una fantasía. Elizabeth Gundolf Salomón y Nanny Wunderly-Volkart eran muy parecidas; ambas tenían el cabello rojo de los atardeceres marcianos y sus ojos cambiaban de color según el paso de las nubes. La condesa Margot Sizzo Noris Crouy era algo especial: violenta y furiosa como una tormenta cósmica, y dócil y serena como el más bebé de mis gatitos. Mimi, de quien no recuerdo el apellido, aunque sí que la conocí en Venecia y que paseamos en góndola tomados de la mano y componiendo versos de todo cuanto veíamos: las paredes nos hablaban, nos decían cosas del agua que ondulaba a nuestro lado y ésta reía de aquéllas con expresión alegre y desenfadada. Ah, Venecia... Con la condesa de Noailles, hija del príncipe Bassaraba de Brancovant, mi relación fue armoniosa y deleitante, comparable a dos aves que se aman en su vuelo. Era poetisa y, mientras el huracán enfurecido superaba su ojo de paz, ella me leía sus extraordinarios poemas de desdicha y amor.
Pensándolo bien, amigo mío, después de todo quizás tenga razón y yo sea sólo eso: un mujeriego que deambula entre las ramas de un florido árbol en la búsqueda siempre indecisa y nunca satisfecha de la más bella flor, de la más olorosa y colorida, de aquella que no existe sino en mi mente incansable. En todo caso, no me calificaría con esa burda palabra. Apenas como un simple esclavo de la belleza.