LUIS MONZÓN

Todo ocurrió muy rápido, y apenas hubo testigos. Cuando me llegaron las noticias, no pude hacer sino constatar el alboroto, los gritos de la gente y el movimiento de alguaciles y corchetes en pos del agresor.

Aquel día, dijeron el cochero y el lacayo que iban en el pescante con el secretario, este se tomó su tiempo en pasear lentamente en el carruaje de mulas por las callejuelas que rodean la iglesia de San Nicolás, situada a espaldas de Santa María, la parroquia más antigua de Madrid. Su intención, al parecer, era subir por el convento de Constantinopla, en la calle Mayor, y desde ahí, bordeando la Plaza Mayor, seguir por los aledaños de la Colegiata y la antigua iglesia de San Justo y Pastor hasta llegar al palacio del Nuncio, donde pensaba reconfortarse con un buen almuerzo.

Nada de eso ocurrió porque le sorprendió la muerte.

Dicen, aunque yo no lo vi, que Montenegro abrió de repente la portezuela del carruaje, y sin decir palabra le embistió con la espada, pero el secretario de la Nunciatura se defendió. Seguramente debía de ir prevenido. La estocada no le cogió de improviso y lo vio venir. Aunque herido, el flamenco lanzó un mandoble directo al corazón de su enemigo que casi le cuesta la vida y estuvo a punto de dejarle sin ojo. A duras penas logró Montenegro apartarse en el momento preciso para no quedar tuerto.

Entonces cuentan que el capitán, que así le llamaban aunque nunca mandara compañía, soltó el fiador de su capa y le lanzó la tela, y a continuación, antes de que el flamenco pudiera reaccionar, le clavó la daga en el vientre.

Todos los indicios parecen indicar que Montenegro iba herido, pero los acompañantes que ocupaban la delantera del carruaje no se atrevieron a enfrentarle, a pesar de que el sirviente del nuncio iba armado también de espada y probablemente de pistola.

En lo que sí coincidieron varios testigos fue en que mi compañero recogió su acero con muestras ciertas de sufrimiento por la cuchillada, y sin alterar el paso volvió a ensartar la espada en el corazón del traidor. Ese fue el golpe definitivo.

Luego, afirman quienes lo vieron, todavía aturdidos por la sorpresa, que recogió sus armas y las limpió con las ropas de su víctima. Tras envainar la espada, tomó de nuevo la capa y se la echó al hombro ensangrentado, derecho como un palo, abriéndose paso con dignidad por las callejuelas próximas a la calle de Segovia y la plaza de la Paja.

Y aquí acabo mi historia, de la que solo me han quedado, amén de recuerdos, algunos versos y papeles inconexos escritos por Alonso. Desde entonces he malvivido con trabajos de poca enjundia o baja calidad. Cuando regresé a la posada, mi amigo ya se había marchado y nada dejó en ella, salvo los escritos que he mencionado.

Varias veces los corchetes me buscaron y quisieron apretarme por si sabía algo, pero nada les dije y los esbirros del conde-duque tampoco indagaron gran cosa. Como suele ocurrir en tales casos, los rumores se dispararon. Unos lo atribuyeron a pelea por celos de cierta dama, que al parecer estaba amancebada con el sobrino de un canónigo de la iglesia de San Andrés. Otros dijeron que eran deudas que los genoveses tenían pendientes en Flandes, por haberse quedado con dineros de la guerra de Italia. Y aún hubo otros, como Stapleton, que dieron por seguro el rumor de haber sido el propio embajador francés el culpable de la muerte por haber traicionado al secretario, ya que este había recibido dinero de Olivares para negociar secretamente contra Richelieu. Pero entre unos y otros nada se puso en claro, las palabas se fueron vaciando y el caso fue pasando al olvido.

Varios años más tarde, cuando ya mis fuerzas daban para poco, me llegaron hablillas de un fraile renegado y bellaco, truhan desvergonzado como pocos. El ruin aseguraba tener noticia de haber visto a Montenegro hacer vida ermitaña en un monasterio entre breñas de la sierra Bética, un lugar yermo al que parecían no querer acercarse ni las alimañas.

Quise saber algo más de aquel bribón, pero le perdí la pista, o quizá fuera todo imaginaciones del infame fraile.

El caso es que nada supe del capitán y tampoco sé ahora si está vivo o muerto. Me gusta creer que así acabaron sus días. En la soledad de los que ya nada tienen y a nada aspiran. Tan desamparado y solo como cualquier buen soldado de los tercios de España. Sin futuro ni dinero, pero al menos con la honra de haber sido leal a Spínola y vengada la muerte de sus camaradas. Dios perdone a todos.

Las lanzas
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