ALONSO DE MONTENEGRO

Desde Madrid, por el puerto del Escudo y los páramos de Burgos, conducidos en grupo por caminos polvorientos y durmiendo en pueblos al paso, llegamos a Laredo, donde nos reunimos con otras levas que venían del norte de Castilla. Allí fuimos metidos en unas galeras que estaban en puerto a la espera, según entendimos, de una acción contra Inglaterra.

La fatigosa marcha del camino había empezado ya a crear vínculos de embrionaria fraternidad entre los que componíamos la bandera de Mújica. Los cabos y el sargento, aprovechando altos y descansos en la caminata, nos iniciaban en el movimiento y formación de la compañía a la hora de pasar muestra o encajar en el bloque del escuadrón.

«Sin instrucción no hay orden —solía repetir Caldeira—, y sin orden un soldado no es nada y vienen las derrotas. Si os desbandáis, os cazarán como si fuerais perdices en campo seco. Manteneros unidos es vuestra fuerza.»

Por mi carácter rebelde, tardé bastante tiempo en comprender el lazo poderoso que la instrucción crea entre los soldados. Mover los brazos y piernas al unísono, atender con puntualidad las voces de mando, crean sentimiento de compañerismo y transforman la milicia en una comunidad coherente, capaz de obedecer y resistir en condiciones extremas. Poco a poco íbamos adquiriendo aptitud colectiva, de comunidad casi familiar, diferente a cualquier otra.

A veces, el capitán, que había combatido en Flandes y contra los turcos en el Adriático, nos reunía a todos para hablarnos de lo que nos esperaba en la vida de soldado que habíamos aceptado, aunque tal conformidad, como en mi caso, fuera más inevitable que buscada.

Aún recuerdo muchas de las cosas que el tal Mújica nos decía con la voz un tanto cansada de maestro viejo a sus pupilos. Sus palabras me llegaron como los primeros remaches que lentamente nos iban moldeando. En mi caso, resultaba un buen cambio después de haber sido un fugitivo miserable, abocado a la cárcel o a la horca.

—Aquí en las banderas somos orgullosos —decía Mújica—. Cuidamos tanto del honor personal como de la reputación de la compañía. Hay que obedecer y combatir cuando se tercie. Pero toda cara tiene su cruz, muchachos. No somos ángeles, ni falta que hace. El miedo es para el enemigo. Mejor que nos teman ellos que temerles nosotros. Demasiados escrúpulos en la guerra están de más.

Más tarde aprendería que, en efecto, no éramos ni ángeles ni demonios, aunque a veces pareciese más lo segundo que lo primero. Y los capitanes debían andarse con cuidado en el trato a la gente, porque los altercados y riñas eran frecuentes. También estaban los motines, pero estos siempre eran por cuestiones de paga. Aunque no ocurría igual con los soldados de otras naciones, los españoles no toleran que se les mortifique con golpes porque lo consideran denigrante. A la vara, preferíamos el castigo con la espada, que reputábamos más noble.

Como ejemplo, los más viejos contaban el caso de aquel veterano que intercedió ante Alejandro Farnesio por un joven soldado de los tercios condenado a ser desorejado por haber arrancado del cuello una cadena de oro a una dama de Amberes. La mujer resultó herida, cuando ya la ciudad se había rendido.

—¿Qué queréis? —le preguntó, desabrido, Farnesio.

—El muchacho al que han de cercenarle las orejas ha pedido que lo degolléis, señor. Lo prefiere antes que pasear su deshonra con las orejas cortadas. Tampoco quiere ser ahorcado, que, como sabéis, es pena destinada a los delincuentes.

—¿Y a vos qué os va en esto?

—Señor, es mi hijo.

Emocionado y sorprendido, Farnesio le respondió:

—Contad con ello. Se hará como pedís.

Y el soldado, por lo que cuentan, marchó contento al patíbulo y fue decapitado. Murió sin cabeza, pero con las orejas y la honra intactas, aunque dicen que el padre apareció ahorcado poco después, seguramente de su propia mano.

Entre aquel grupo de bisoños, algunos había que parecían no haber venido por la paga, que les parecía poca.

—Se gana mucho más con los saqueos y los botines —decían en voz baja con aire de enterados.

Ambrosio de Spínola nunca fue muy amigo de saqueos. Los impidió siempre que pudo, y ni en Ostende ni en Breda los consintió, cuando la tropa los pedía como compensación por los sufrimientos pasados. El duque de Alba los permitió terribles, aunque el peor fue el de Amberes, donde no se respetó nada ni a nadie. Eso emponzoñó durante mucho tiempo la mala fama de los tercios. Tal cosa vino muy bien a los rebeldes, que durante un tiempo eliminaron la presencia militar española en Flandes.

El saqueo dependía mucho de la decisión del general, que solía amenazar con consentirlo si los de la ciudad no se rendían antes de que plantásemos la artillería. Con eso se pensaba que la sola amenaza podría quebrantar la resistencia de la ciudad, lo que sucedía con frecuencia.

Spínola trataba siempre de conseguir que la plaza sitiada se rindiera por negociación, pues sabía mejor que nadie el enorme coste en vidas que suponía tomarla por asalto. Empero, sus mayores éxitos le obligaron a emprender grandes obras de fortificación que duraron mucho tiempo y exigieron grandes sacrificios a las tropas. Aun así, nunca cedió al impulso de dar rienda suelta en el botín a la soldadesca, tan predispuesta con harta frecuencia a la ferocidad y la venganza.

Las lanzas
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