PADRE HERMANN HUGO (S. I.)

Rheinsberg, agosto de 1629

Le oí decir al general muchas veces que pluguiera a Dios hacer la guerra sin batallas, que se aventura todo en ellas. Mejor cien años de guerra a un día de batalla, por no jugarse a cara o cruz todo el caudal del ejército.

Como no era jugador de azar, pues aborrecía los naipes, Spínola prefería la guerra de sitio. Pensaba que en ella la casualidad apenas influía. Que todo era cuestión de medios y modo de aplicarlos. A fin de cuentas, se trataba de algo cuantificable, que requería la aplicación de conocimientos matemáticos, físicos y de arquitectura para levantar fortificaciones y horadar minas. Algo que se podía medir y calcular por medios racionales. Incluso el número de bajas podía preverse a tenor del método que se siguiera en el asedio.

El terreno de Flandes, por otra parte, no se presta mucho a grandes maniobras y batallas, pues, aunque es llano, está surcado de infinidad de ríos y canales, y jalonado por una tupida red de fortalezas que no permiten a un ejército maniobrar sin dejar detrás o en los flancos ciudades fuertemente guarnecidas.

En tales condiciones los asedios permiten la utilización masiva de la artillería, que puede disparar con precisión, sin apenas moverse, contra el blanco estático que supone una gran plaza.

Pero todo pro tiene su contra, y por eso se crearon las fortificaciones bajas y gruesas, abaluartadas, capaces de absorber los tiros, con fosos y baluartes exteriores que suelen formar una especie de compacto amurallado muy difícil de romper, como era el caso de Breda.

La norma primera al emprender un cerco es reunir los medios necesarios. Algo que exige muchos dineros y medios de transporte para mover los pertrechos y el ejército.

Después hay que elegir el lugar donde plantar el campamento atacante, cerca de lugares con agua, leña y pasto abundantes para los miles de hombres y animales que deben reunirse en aquel sitio. Lo ideal es que el asentamiento sea alto y con buen aire, sano y seco, como el suelo.

Una vez asentado el campamento, Spínola reunía a sus mandos y estudiaba sobre el plano los puntos de la plaza más vulnerables.

En esto la experiencia, que no la ciencia, dicta que en las tierras frías las murallas de la parte norte que azota el viento del septentrión son más débiles que las otras, y en las tierras de mucho calor sucede lo mismo con las que están al mediodía.

A partir de ahí, cada general tiene su método y Spínola solía ingeniar el suyo de acuerdo con las circunstancias y medios disponibles.

Había varios motivos para sitiar Breda. Los holandeses utilizaban la ciudad como base para invadir la parte española de Brabante, que quedaría protegida si se conquistaba la ciudad. Además, Spínola pensaba que una vez tomada Breda, otras ciudades fortificadas vecinas serían más fáciles de conquistar. El general pensaba que la posición de España en posibles negociaciones de paz quedaría muy reforzada si la ciudad caía.

Breda era también la residencia principal de los miembros de la Casa de Nassau. Eso daba al cerco un tinte de duelo personal entre Spínola y Mauricio, y motivó que el asedio se viera en toda Europa como un torneo personal entre los dos mejores capitanes de su tiempo. El desarrollo del asedio trascendió así al valor real de la plaza, y esta rivalidad reforzó el empeño que ambas partes pusieron en la empresa.

La duda que tenía Spínola era si dar el asalto por un punto o por varios. Al final se decidió por esto último, una vez terminados los trabajos de abrir las trincheras. Una tarea muy ingrata por el gran esfuerzo físico que demanda, y en muchos casos corre a cargo de los gastadores, algunos reclutados entre la población civil a la fuerza y otros voluntarios. Todos ellos están sujetos a disciplina militar, aunque no lleven armas, lo que hace su labor muy arriesgada. Con frecuencia son víctimas de los ataques de la guarnición cuando trabajan bajo el fuego enemigo, sin que tengan medios para defenderse.

En Breda, sin embargo, casi todos los gastadores del terreno fueron soldados de la infantería de los tercios, con muy poca ayuda de civiles.

Al general le escuché decir muchas veces que en los sitios hay que usar más a menudo del gastador que del soldado. La zapa, la pala y el hacha son tan importantes como el mosquete o la espada; y la paciencia es el arma fundamental por lo largo y tedioso de los trabajos a que debe acostumbrarse la tropa.

En esto, como en otras cuestiones de esa guerra, Spínola tiene muy en cuenta siempre las enseñanzas de su antecesor Alejandro Farnesio, quien dejó sentado que lo primero en un cerco es cortar todas las comunicaciones de la plaza, cerrar los ríos y los cursos de agua con fuertes y fosos, y asolar los campos en tiempo de recolección, o mejor aún, recoger la cosecha antes de que lo hagan los sitiados.

Nada hay de nuevo en esto, pues las tropas castellanas de Fernando el Católico ya lo hicieron en el sitio de Granada; y antes hubo otros muchos ejemplos semejantes desde la antigüedad remota. Todo vale con tal de no abandonar el asedio una vez emprendido, pues no es tan grande pérdida de reputación perder una batalla como levantar inútilmente un sitio empeñado.

Como organizador y administrador del ejército, Spínola tiene un don especial que nunca le abandona, pues es maestro en el arte de mantener el sustento de las tropas, esa gran carga que arrastran todos los ejércitos y que los malos capitanes intentan aminorar con artificios tales como pagar a los soldados solo diez meses al año, o a falta de dineros pagarles en paños o en ropa.

Los alcances, las cantidades que quedaban por pagar, se remataban posteriormente, casi siempre cuando había revista o se disolvía la unidad, lo que se llama reformarla. Generales hay que incluso retrasan los pagos a los soldados con intención de retener a los hombres en filas, porque en ocasiones los remates suelen ir seguidos de deserciones masivas.

Las deserciones a veces son tan abundantes que solo se castiga un corto número, y se permite a los desertores capturados que sorteen entre ellos quiénes han de ser castigados. Y en esto hay un punto de humanidad, pues los mandos entienden que cuando los soldados están mal pagados y alimentados, soportando sin refugio las inclemencias del tiempo y acarreando consigo en ocasiones mujer y prole, son muy fuertes la tentación y el deseo de abandonar el puesto y dejar las banderas.

La amplitud del perímetro de Breda hizo que Spínola decidiera concentrar su ejército en unos cuantos puntos muy fortificados en lugar de distribuirlo por igual en todo el cerco. De no hacerlo así, su ejército hubiera sido débil en todas partes. Además, había zonas en las que, a causa de la mucha agua, solo se hubieran podido construir trincheras trayendo la tierra de lejos.

En Breda faltó también dinero para pagar a nuestras tropas, aunque no escaseó para las obras del asedio, en las cuales se utilizó a los soldados como peones. Esto permitía a muchos subsistir con el jornal que cobraban a medida que avanzaban los trabajos. Pero algunos se quejaron por considerarlo tarea baja, incompatible con su dignidad militar.

En todo caso, la gente hidalga española de los tercios sabía hacer oficio de gastadores o peones llegado el caso, y no hacía ascos al trabajo de pico y pala cuando era necesario. Era algo que llevan aprendido desde los tiempos del Gran Capitán en las guerras de Italia, al contrario que los franceses, muy melindrosos en lo tocante a ensuciarse las manos en trabajos de fortificación.

El asedio de Breda, como cualquier otro, exigió un esfuerzo para avituallar y abastecer al ejército, y Spínola tuvo ocasión de reafirmar sus dotes en la materia.

Las circunstancias le exigieron hacerlo desde bases alejadas del campamento y bajo amenaza constante del enemigo. En eso estuvo la parte más notable de su triunfo.

Los cientos de carromatos necesarios para esta tarea tuvieron que ser escoltados por la caballería y por infantería suelta, unidades muy móviles y ligeras de arcabuceros y picas secas, sin impedimentos que restaran agilidad a la tropa.

Más de cuatrocientos carros utilizó Spínola para el acarreo de las provisiones a su ejército, y Mauricio de Nassau debió de desesperarse por no poder interrumpir este servicio, lo que hubiera seccionado el cordón umbilical que alimentaba a los sitiadores y les permitía seguir vivos.

En tal cometido escuché que se distinguió mucho un pequeño grupo de soldados españoles al mando de un sargento de compañía apellidado Montenegro. Spínola apreciaba mucho a estos hombres; los utilizaba para golpes por sorpresa y encamisadas y los distinguió mucho mientras mantuvo el mando del ejército en Flandes. Se rumoreaba también que este grupo había intentado matar a Mauricio de Nassau poco antes de iniciarse el cerco de Breda, pero Spínola no me dio nunca noticia de esto, y una vez que sobre ello le pregunté me respondió con el silencio.

De este Montenegro ya no he vuelto a oír hablar. Es posible que el general haya seguido contando con sus servicios en Italia, o quizás haya muerto en Flandes. No lo sé.

En contraste con el esfuerzo de alimentar a sus tropas, Spínola había decidido desde el principio rendir Breda por hambre para ahorrar vidas propias. Eso le hizo estrechar el cerco para impedir la llegada de víveres a la ciudad.

En esta idea, ni siquiera quiso admitir desertores holandeses para no tener que alimentarlos. Prefería que se quedaran en Breda, alimentados por la ciudad y contribuyendo con sus quejas a la desmoralización de la población. Conocía bien los estragos del hambre, que puede azotar por igual a sitiadores y sitiados y reducir a los hombres a espectros gemebundos deseosos de escapar del infierno.

No podía olvidar que en el cerco a Bergen-op-Zoom incluso algunos españoles se habían pasado al enemigo, rogando que les dieran por piedad un trozo de pan.

Pendiente de no alcanzar estos extremos, Spínola tuvo que contar mucho en Breda con el factor tiempo, y la incógnita a despejar era quién se quedaría antes sin víveres, si los sitiadores o los sitiados.

Teniendo en cuenta la cercanía del ejército de Mauricio, que trataba desesperadamente de romper el cerco por la fuerza, la proximidad del invierno animaba a los defensores. Confiaban en que el frío debilitara a los sitiadores, que debían soportarlo en barracones improvisados, mientras los habitantes de Breda estaban abrigados en sus hogares.

Spínola estuvo a punto de perder la vida o ser herido gravemente en Breda. El enemigo localizó su puesto y la artillería disparó con obstinación contra él. Varios disparos le cayeron muy cerca, pero en esta ocasión, como en otras, Dios le protegió.

Hermann Hugo, sacerdote jesuita, autor de un libro de poesías titulado Pia Desideria, un popular libro de ilustraciones piadosas, se siente agotado y deja de escribir esa noche, cuando percibe que la titubeante luz de la vela se va extinguiendo.

El padre Hugo, como todos los jesuitas, está agradecido a Spínola, que muestra preferencia por los servicios de esta orden en su ejército. El general desconfía de la conducta poco edificante de muchos capellanes de compañías. Incluso ha conocido a algunos de ellos tocados de herejía, que infectaban de ese mal a sus tercios, y por dinero hasta pasaban informes al enemigo.

Hugo ha estudiado Filosofía y Teología en Lovaina y está intentando ordenar las notas que ha ido recogiendo durante el sitio de Breda, cuando era capellán de Spínola. La obra será publicada en Amberes en 1626, en la imprenta de Plantin, tres años antes de que el jesuita muera de peste y vaya al encuentro definitivo con Dios en Rheinsberg, un once de septiembre.

Las lanzas
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