TEOBALDO STAPLETON
Madrid, 1635
Nacido en el condado de Tipperary, promotor del primer catecismo en ortografía simplificada irlandesa, al sacerdote Teobaldo Stapleton le sientan mal el relente y las humedades invernales de la corte. «Con razón —piensa— dicen que el aire de Madrid es tan sutil que mata a un hombre y no apaga un candil», aunque en realidad tampoco sabe muy bien qué significa eso.
Yendo al grano, el servicio secreto de Spínola, que en paz descanse, ya le ha dejado caer al conde-duque de Olivares que el traidor que arruinó el atentado contra Mauricio de Nassau tiene nombre y apellidos, y por si fuera poco habita bien alojado en la nunciatura como hombre de confianza de Cesare Monti, el poderoso legado apostólico extraordinario de España.
Monti ha negociado con el rey Felipe IV la ineludible paz de la torpe guerra de Mantua, en el norte de Italia, pero el personaje es mucho más. Es el hombre de confianza del papa Urbano VIII, cuya deslealtad a España es manifiesta para Olivares, como acusa el cardenal Gaspar de Borja, heredero de la ilustre estirpe que da origen a los Borgia. Olivares sospecha con razón de la actividad del nuncio, un clérigo avariento que acumula el dinero que le llega a Roma por la recolección de impuestos apostólicos, según dicen.
Todo eso, en suma, solo es dinero, pero lo peor es que tanto el nuncio como el papa son muy favorables a Francia y traman abiertamente la ruina de la Casa de Austria. Un odio acendrado que viene de siglos, desde los tiempos del rey francés Francisco I, obsesionado en acabar con la dinastía Habsburgo y el poder de España. La paz anglo-francesa firmada en 1629 ha dado a Richelieu mayor libertad para intervenir en Italia. Ha formado liga con Venecia, Mantua y Saboya, y el enemigo es siempre España, la vieja España y el acorralado Sacro Imperio que ha dejado Alemania reducida a campos de cadáveres insepultos donde las gentes ya no tienen Dios, se extiende el canibalismo y las mujeres y los niños se compran y se venden por cualquier cosa.
Stapleton medita. Hace poco, tras el asesinato del duque de Buckingham, favorito de la corte inglesa, por fin el nuevo gobierno de Londres se muestra favorable a lograr alianzas con España y Francia.
La posibilidad de invadir Inglaterra, aunque no descartada por entero, parece pospuesta ad calendas graecas, esa es la verdad. Se habla de un desembarco en Irlanda o Escocia con apoyo naval, pero todo eso no son más que cavilaciones; ideas más o menos confusas del Consejo de Estado, juegos de artificio sin resultado práctico.
¡Ah!, cómo añora la verde Irlanda; el día en que pueda regresar de nuevo a los campos y costas abruptas de la querida Erin, la isla del mártir San Patricio. Deseando está volver, como han hecho otros, como el padre Richard Conway, por ejemplo, que ya tiene asignado el viático de cien escudos para retornar a Irlanda. Aunque tampoco es posible contentar a todos. Conway tiene fundación a cargo de los jesuitas, con formación de sacerdotes seculares para ayudar a los católicos irlandeses perseguidos. Pero son muchos los pedigüeños y los del Consejo de Estado no querrían que tantos hijos irlandeses anduvieran presionando en demanda de dinero.
El dinero, siempre el dinero, se queja Stapleton, tan sencillo como eso. Olivares está arruinado, como sabe cualquiera, y de lo que se trata es de controlar el caudal que se embolsan las arcas de Roma por la recolecta de impuestos y tasas eclesiásticas varias. Los nuncios son los recaudadores generales, los encargados de sacar tajada para Roma de indulgencias, diezmos, primicias y otros ingresos de la Santa Madre Iglesia. A este paso no quedará un maravedí en el reino, aunque el mundo se hunda. Paga o muere.
De inmediato, el rey y el conde-duque han convocado una junta por lo que consideran abusos de la Santa Sede y la Nunciatura. Que una cosa es dar a Dios lo que es de Dios y otra ordeñar y exprimir de donde ya no queda.
—Le exijo —ha dicho Olivares a Monti, el delegado apostólico— que no se entrometa en las cuestiones relativas al clero español y en los asuntos políticos y económicos del reino.
Vanas palabras, ya que en el tribunal de la Nunciatura hay fuerte resistencia del papa a rebajar esos derechos. El pontífice es decidido partidario de Francia, que no duda en apoyar a los hugonotes con tal de descalabrar a los españoles. El sumo pontífice Urbano VIII, de la familia Barberini, es un muestrario completo de nepotismo. Hermanos, tíos, primos, sobrinos y otra surtida parentela. Un baile de prefectos, cardenales, camarlengos, penitenciarios, cardenales y gonfalonieros. O como dicen de la familia Barberini: «Lo que no hicieron los bárbaros, lo hicieron los Barberini.»
No es extraño pues que el conde-duque esté que trina. La desfachatez de Monti ha tocado techo. Los espías de Francia han llegado incluso a falsificar documentos en los que se cuentan planes descabellados de Olivares contra el papa, y estos planes se han remitido al nuncio con gran escándalo de la sacrosanta religión católica, apostólica y romana.
Stapleton no es jesuita sino sacerdote diocesano, y a él no le gustaría dejar el Colegio Irlandés en manos de los jesuitas. Preferiría verse alejado de influencias y disputas de capilla y dedicarse a socorrer a los católicos irlandeses perseguidos, algo que no parece posible. Quizá la raíz de los conflictos estuviera en las fricciones surgidas en Salamanca, cuando los jesuitas le consideraban un revoltoso por poner en duda la autoridad del rector en esa ciudad.
Curtido en los asuntos de Flandes, Stapleton desearía estar por encima de esas tensiones y colaborar con el franciscano Florence Conry, arzobispo de Tuam y Old Irish, un santo varón que había llegado a Madrid con fama de sabio procedente de Lovaina.
Su gran prestigio en la corte —piensa el sacerdote— coincidía con la incitación a enviar memoriales políticos sobre la invasión por Galway o el Ulster.
La niebla se ha extendido ya como una franja opaca y algodonosa sobre el centro de la ciudad, y al dar las siete campanadas vespertinas que doblan en las iglesias de Madrid, los transeúntes caminan como sombras fugaces y amortiguadas.
En el colegio irlandés de la plaza del Humilladero, entre calles estrechas que cercan por el norte la plazuela de San Andrés y la calle del Almendro, y por el sur la Puerta de Moros y el inicio de las cavas, suenan campanillas de toque de ánimas hasta prolongarse en la calle de Toledo. Montenegro, embozado en la capa, distingue una figura borrosa y arrebujada, envuelta en el vaho de la friolenta anochecida. El clérigo, con bonete y ropón de abrigo, avanza a zancadas y luego se detiene en seco junto a la velada luz de un farol. Los dos se conocen. Guardan viejos recuerdos de los días de Flandes, y han sido convocados para el veredicto definitivo. Se saludan circunspectos, con la frialdad de un encuentro en el que ya todo parece haber sido dicho, excepto la confirmación del culpable. En realidad, un mero trámite, puesto que Spínola en su lecho de muerte le ha dicho lo principal. Ya sabe el quién, y ahora solo queda el cómo y el dónde.
—Señor Montenegro —dice Stapleton.
—Monseñor.
El español saluda inclinando ligeramente la cabeza. Va armado. En Madrid las paredes oyen, el peligro acecha y es mejor ser desconfiado que sandio. Además de la daga y la espada lleva la pistola de chispa ente los pliegues de la capa. El pulgar derecho con la llave hacia atrás, listo para montar el perrillo disparador.
Montenegro guarda silencio y el clérigo irlandés le adelanta novedades.
El secretario traidor está en Madrid desde hace un par de semanas, en la Nunciatura. Es secretario del cardenal Cesare Monti y encargado del cifrado secreto del nuncio.
—Os pido que salvéis su alma, si es posible —dice Stapleton.
—No.
—Las claves son valiosas. Pensadlo bien. Podría hacerme con ellas e intentar descifrarlas.
—Aun así, está decidido. Es negocio aparte. La cifra no va incluida en el trato.
—Os ruego...
—No insistáis, monseñor. No hay precio para la traición. Se lo debo a ellos, a mis compañeros muertos.
La plaza hace esquina al palacio del Nuncio. Un viejo caserón en funciones de tribunal eclesiástico. El sitio en cuestión —recuerda Stapleton— todavía guarda rastros ominosos del ajuste de cuentas que el rey llevó a cabo con Rodrigo de Calderón, marqués de Sieteiglesias. El valido de Lerma, secretario de la Cámara Real y consejero de Estado. Uno de los grandes de este mundo. Demasiada paz para tiempos de tanto imperio. A Calderón lo acusaron de envenenar a la reina. Ante la duda, el rey mandó que lo torturaran durante nueve meses, y lo asombroso fue que, aunque le descoyuntaron los huesos, negó las acusaciones.
En la cárcel, hacían reliquia con la sangre de sus ropas y algunos le daban ya por santo, pero el altivo conde-duque de Olivares no le perdonó.
Cuando lo ajusticiaron, hará de eso unos diez años, las mujeres de Madrid le piropeaban y lanzaban flores. Murió gallardamente. No quiso que el verdugo le pusiera la cuchilla en la nuca para no ejecutarle por detrás y ser tachado de traidor. Por eso le dieron el tajo en la garganta por delante, y el buen pueblo, muy atento siempre a las grandezas del corazón, lo tuvo claro y lo dejó dicho para la posteridad:
«Más cojones que don Rodrigo en la horca.»
Y ahí queda eso.
—¿Dónde se aloja con exactitud? —dice Montenegro.
—No sé el sitio exacto. Una dependencia de la Nunciatura, supongo.
—¿Qué hay de la cifra?
—Lo habitual. Se encarga de codificar cuanto se le envía y decodificar lo que le llega. Para evitar que pueda ser sobornado o secuestrado por otros espías, el nuncio se encarga de cambiar la clave cada poco tiempo.
—Tarde o temprano tendrá que asomar la nariz. Con una estocada bastará.
—No es tan sencillo —se queja el irlandés—. Dejadme ese negocio a mí. Yo os diré cuándo. Tened paciencia.