EL DIQUE NEGRO

Cuando empezó el cerco se tomó muestra del número de hombres. Las armas se compraron y trasladaron a Breda de los presidios y fortalezas repartidos por todo Flandes.

Fue una noche a últimos de agosto de 1624, cuando Spínola ordenó al maestre de campo Francisco Medina que con algunos tercios y diez escuadrones de caballería fuese a ocupar el puesto de Ginneken. Al maestre de campo Paulo Baglione le ordenaron que, con su tercio de italianos, otro de escoceses y un buen golpe de caballería hiciese lo mismo con la aldea de Terheyden, frente a Ginneken. Así, en una sola noche, Spínola conquistó dos posiciones flanco capitales, y los de Breda quedaron cercados.

Yo iba con el general cuando este se puso en marcha al amanecer del día siguiente hasta llegar a Ginneken. Allí, desde la torre de la iglesia, atalayó para escoger los cuarteles de nuestro ejército. Medina se atrincheró con los españoles junto a un arroyuelo, guardando el puente sobre el río Merck, no lejos de Ginneken, y a los de Terheyden se les ordenó que ocuparan las esclusas que retenían las aguas y ocuparan un collado que se llamaba de los Conejos.

Los sitiados, que habían abandonado Ginneken después de poner fuego a las casas, talaron un bosque que llegaba hasta las murallas de la ciudad, para que los españoles no pudieran cubrirse en él, y continuaron mejorando la defensa de los baluartes.

Spínola, entretanto, también fortificó las aldeas de Ginneken y Terheyden, más otros dos pueblos opuestos entre sí cuyo nombre ahora no recuerdo. En uno de ellos puso al barón de Balançon, con su tercio de borgoñones, y en el otro al conde de Isenburgh, con un regimiento de alemanes y caballería.

Partiendo de estos cuatro puntos, el general fue rodeando poco a poco la plaza, extendiendo la línea de trincheras de aldea en aldea y de fuerte en fuerte. Entre Terheyden y la aldea donde se asentaba Isenburgh, mandó construir un dique de mil quinientos pies de largo, al que llamaban Dique Negro, con el fin de impedir que los de Breda se aprovisionaran por barcas cuando el llano que rodea la ciudad se hiciera navegable si el Merck se desbordaba. El dique, además, aseguraba la comunicación entre los puestos españoles sin tener que atravesar el terreno pantanoso.

De la caballerosidad, quizás excesiva, del general, fui testigo una vez más cuando apresamos en los pantanos a ocho gentilhombres franceses que intentaban pasar secretamente al campo de Mauricio. Spínola los acogió en el campamento con toda liberalidad y cortesía, como si en vez de prisioneros fueran huéspedes, e incluso los invitó a cenar. Probablemente los hubiera dejado ir en libertad de no ser porque un oficial de su Estado Mayor, un tanto molesto por el trato tan favorable dado a los franceses, le avisó de que tal medida podría sentar muy mal a la tropa, por considerarla demasiado mansa.

Al final, el general les dio a elegir entre ser enviados a Francia o reintegrarse a Breda. Ellos eligieron Breda y ordenó que una escuadra de arcabuceros los acompañara hasta dejarlos a las puertas de ciudad. Así era Spínola de generoso con el enemigo.

Anticipándose a Mauricio de Nassau, que pretendía ocupar un fuerte con su ejército a dos leguas de Breda, el general fue a buscar al holandés. Acampó a tres mil pasos de su campo con el grueso de su fuerza, en un gran páramo donde nuestro ejército se extendía para la batalla. Era un espectáculo extraordinario ver a tanta gente moviéndose en orden y repartida por el gran escenario de la llanura. Desde la altura en la que me hallaba con el Estado Mayor del general, los escuadrones de haces de picas brillaban al sol del mediodía, y los caballos, trotando juntos, parecían figuras de un gran juego de soldaditos de plomo. Como si fuera ahora, recuerdo un cerro que dominaba una especie de valle entre Breda y el llano donde estaba colocada la artillería, con la infantería detrás. A la distancia, todo aquello tenía un aire de irrealidad y espejismo, solo roto por algunas voces de mando que llegaban desde la lejanía arrastradas por una ligera brisa.

Dos días esperamos en orden de batalla que Mauricio atacara, pero nada sucedió. Algunos de los oficiales rieron pensando que era por miedo, pero el general, que conocía bien a su enemigo, desconfiaba y tenía razón en hacerlo.

Poco después supimos que el propósito de Mauricio no había sido romper el cerco de Breda, sino apoderarse en un ataque nocturno y por sorpresa del castillo de Amberes. Su estratagema estuvo a punto de salirle bien. Vistió a su gente con bandas rojas, como las de nuestros soldados, e intentó entrar en Amberes con un convoy de carros cubiertos con las cruces de Borgoña. Los del convoy dijeron que iban a por bastimentos a la ciudad y consiguieron franquear la primera puerta, pero un centinela español de la guarnición del castillo les descubrió y dio la alarma. El asalto fracasó y los holandeses escaparon con el rabo entre las piernas. Los sitiados de Breda quedaron chasqueados, porque Mauricio tampoco intentó movimiento alguno para ayudarlos.

A medida que transcurría el cerco, sitiadores y sitiados aumentaron sus efectivos. Ellos recibieron levas de Francia, Inglaterra y Alemania, y nosotros, de las provincias flamencas leales, más alguna fuerza que envió el emperador. La mayor dificultad era asegurar el abastecimiento de tanta gente, y para eso se necesitaban más carros y un mando que asegurara la escolta de los convoyes.

Los carros se requisaron o compraron por todo Flandes, y de la seguridad se encargó al conde Enrique de Bergh con una tropa de caballería, que cumplió con éxito la difícil misión y frustró las esperanzas que los sitiados tenían en cortar nuestros suministros.

Por lo que hablé con los ayudantes del conde, este ponía todos los días en orden los carros antes de que amaneciese. Luego enviaba tropas a caballo por delante a la descubierta, antes de iniciar la marcha en orden de batalla. A vanguardia y retaguardia llevaba piezas de artillería, cubría los lados del camino con alas de caballería, y dejaba a los infantes sueltos entre los carros y en la retaguardia. Al partir era el primero, pero luego se detenía hasta que pasaban todos delante y seguía caminando con los últimos. Cuando se acercaba al destino iba adelantando otra vez a todos, y a la llegada volvía a retrasarse, para ser el último que entrara en el campamento.

Al fracaso en destruir nuestros convoyes, Mauricio reaccionó con crueldad. Su respuesta consistió en incendiar las aldeas que nos vendían alimentos y perseguir a los campesinos. Destruyó molinos, cervecerías y hornos de pan. Eso nos hizo pasar hambre, pues había gran carestía de comida. Algunos soldados tuvieron que matar caballos para tener algo que comer, mientras los de Breda se alimentaban con holgura, sin faltarles de nada, porque recibían abastecimiento de continuo desde el mar.

Para remediar esta situación, mi señor Spínola mandó dar no solo pan a los soldados, sino también cerveza, lo cual alivió algunas penas y puso a todos más contentos.

Las lanzas
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