MAURICIO DE NASSAU
Utrecht, 1609
Algunas noches cuarteleras de cerveza y humo de tabaco en pipas de arcilla, Mauricio recuerda con sus oficiales, ya ahítos y somnolientos, cómo el fuego de los barcos que le apoyaban en la costa destrozó una de las alas de la caballería española, que, en su repliegue, al intentar escapar de las devastadoras pelotas de hierro, arrolló a la infantería propia que avanzaba hacia las dunas.
—No hay nada peor que una tropa que huye. De esta confusión sacamos buen partido, señores —evoca el jefe holandés, alisándose la roja barba húmeda de cerveza—. Toda batalla tiene su punto crítico, y el instinto me dijo que era ese. Algo que no se aprende en los libros. Ahí fue cuando ordené cargar a los coraceros —prosigue tras una pausa— y se vino abajo el centro del ataque español. Debían de ser las cuatro de la tarde. En la retirada, ellos sufrieron mucho y nuestra caballería de Sajonia se hartó de abatir infantería.
—Les dimos en el momento y sitio justo —concluye y bosteza Ernesto de Nassau, que participa en la reducida bacanal y es primo de Mauricio—. Les echaste la caballería encima cuando retomaban el fuelle y nos creían vencidos. No se lo esperaban y cuando se retiraron en desorden hicimos la escabechina. Conté unos dos mil cadáveres. Quizá más. Pero aún nos queda un largo trecho. Esta guerra nos hará a todos viejos. Terminaremos con garrota o con los pies por delante.
—Los españoles perderán por su maldito orgullo, primo. No podrán aceptar la derrota por una cuestión de honor, aun sabiendo que no pueden ganar. Si fuesen sensatos abandonarían, pero no lo son. El león ha caído en la trampa y no sabe salir de ella. No quiere paz sin victoria y ruge impotente.
—Se han metido en un pantano en el que se hunden cada vez más.
—Exacto. Es cuestión de esperar; solo eso. Ahora nosotros somos los cazadores y ellos la presa.
—Se lo dejé bien claro a los del gobierno —añade Mauricio—. Esa pandilla de moderados que siguen a Oldenbarneveldt ya olfatean la paz y no les importaría traicionarnos. Son el poder civil y en el fondo nos tienen miedo.
—Debes estar alerta. Ya los conoces.
—Para mí, estaba diáfano desde el principio. Los españoles no podrán alcanzar grandes victorias rápidas si levantamos una red de poderosos fuertes apoyados en los cursos de agua. Lo dije en La Haya. Necesitarán una superioridad numérica aplastante y una artillería cuantiosa, y no tienen ni una ni otra.
—Cada vez les cuesta más reponer bajas.
—Y no solo eso. Mantener el ejército les sale por no menos de trescientos mil ducados mensuales.
—Ni todo el oro de América les alcanza. Eso contando con que, además, nuestros corsarios les roban lo que pueden —ríe Ernesto.
—Para ganar la guerra necesitan una victoria rotunda y decisiva. Y no la tendrán porque les obligaremos a conquistar ciudad por ciudad. Sin hablar de los motines y las deserciones.
—He oído que Spínola ha mandado colgar a dos nobles genoveses de su ejército por indisciplina —mete baza ahora el coronel de caballería Roonsfeld, que también estuvo en las Dunas, un tipo larguirucho de espeso bigote y ojos saltones—. Las malas pagas y los malos tratos les agotan. El campo está lleno de desertores que se cobijan entre la población civil.
—Mala señal para ellos. Cuando las ratas abandonan el barco es que se hunde —interviene Ernesto.
—Poco a poco, primo, que el español aún es duro de pelar.
Mauricio no sabe que el archiduque Alberto dio la batalla en contra de la advertencia del maestre de campo Gaspar Zaplana. El archiduque en esa ocasión se condujo bien, pero hubo de retirarse del combate al ser herido por un golpe de alabarda en la oreja derecha, cuando ya habían muerto gran número de capitanes y el propio Zaplana.
La derrota fue completa. Los de España perdieron más de cien banderas, con la artillería y municiones, y el archiduque regresó a Gante. Su mujer, la infanta, le abrió los brazos con comedida alegría, pues le daba por muerto.
De regreso a Holanda, al no conseguir apoderarse de Nieuport, Mauricio intentó tomar el fuerte de Santa Catalina, cercano a Ostende. No lo consiguió por la intervención del maestre de campo Barlotto, que murió en el socorro. De España se dio orden entonces de que los tercios italianos de Spínola pasaran a Flandes, pero entretanto Mauricio volvió a atacar y se apoderó de la plaza de Rimbergh. Sus zapadores la minaron con rabia, buscando eliminar a los sitiados con empeño sombrío, hasta que la ciudad se rindió al español Luis Dávila con los infantes que la defendían.
Fue por entonces cuando el archiduque Alberto decidió acometer la empresa de Ostende, luego que llegaron de Italia los tercios mandados por Juan de Bracamonte y Tomás Spina.
Seguro a la larga de su victoria, Mauricio temía que con la llegada de la paz se redujera la influencia política conseguida por las armas en La Haya. Sin olvidar los emolumentos, el dinero que ahora controlaba con la guerra.
Estatúder y capitán general de Holanda, Zelanda y Utrecht, Mauricio había convertido a campesinos que no habían visto un arcabuz en soldados bien entrenados y pagados.
El arma principal de su infantería era el mosquete de mecha, que prendía el cebo de pólvora en la cazoleta, que a su vez encendía la carga de pólvora gruesa situada detrás del proyectil en el cañón del mosquete. La mecha se sujetaba con una serpentina, una pieza en forma de S que al apretar el gatillo se desplazaba hacia la pólvora de la cazoleta.
Un mosquete holandés corriente se sustentaba sobre un palo terminado en una horquilla de hierro. Medía unos seis pies y pesaba quince libras, y su alcance máximo era de unos ciento cincuenta pies. Los proyectiles debían ser ligeramente inferiores al calibre del arma para poder cargarse después de varios disparos. Los residuos de pólvora se quedaban dentro del cañón y después de seis o siete disparos era necesario limpiar el interior atascado.
La fuerza preferida de Mauricio de Nassau eran sus arcabuceros. Llevaban la cabeza protegida por un capacete de hierro, y la pólvora negra, en una frasca en forma de cuerno. Usaban daga y espada, y se situaban en los flancos de la formación, desde donde realizaban escaramuzas y rechazaban los ataques de la caballería.
También contaba el jefe holandés con un reducido contingente de rodeleros como guardia de a pie. En cuanto a la caballería ligera, iba armada con arcabuz y una pistola. Ambas armas alojadas en dos fundas atadas a la silla de montar. Mauricio había propuesto abolir el uso de la lanza, y que los coraceros fueran armados con un par de pistolas. Los jinetes se protegían la cabeza con visera móvil, y el resto del cuerpo con coraza, guardabrazos y guanteletes. Las piernas y los pies resguardados con pesadas botas de cuero. La idea básica era transformar a los lanceros en pistoleros. «Una bala de pistola —solía decir Mauricio— tiene más violencia que una lanza y penetra la armadura con más facilidad.»
La maniobra preferida de su caballería era la denominada «caracola». La formación se detenía frente al enemigo hasta poder verle «el blanco de los ojos». Entonces disparaban y daban media vuelta. Un solo tiro por jinete, y luego giraban al trote para situarse al fondo del escuadrón a recargar el arma. La segunda línea ocupaba el lugar de la primera y realizaba un segundo disparo, y después volvía a retirarse y se situaba detrás de la primera, mientras entraba en acción la tercera, y así sucesivamente.
Como durante el ataque solo podían realizar un máximo de dos disparos con sus pistolas, Mauricio consideró inadecuada la carga al galope tradicional y la sustituyó por la carga al trote. Las formaciones podían escuchar así mejor las órdenes del mando y realizar los movimientos con más concierto.
Todos estos elementos se combinaban acertadamente en la táctica de la contramarcha, que el líder holandés había copiado de los antiguos griegos. Este movimiento permitía mantener una frecuencia de disparo constante, lo que se lograba con formaciones de mosqueteros de diez filas de profundidad que se iban relevando en los disparos. Una unidad así podía realizar normalmente cien descargas, a diez disparos por mosquetero. Después de esto, los cañones de los mosquetes estaban tan obstruidos que era necesario limpiarlos, y toda la unidad debía retirarse de la línea de fuego.
La contramarcha exigía, además de disciplina, mucho entrenamiento en el manejo individual del arma y una ejecución simultánea. Por eso, y para facilitar las órdenes, las unidades de combate debían ser más reducidas.
Debido a la heterogénea composición del ejército neerlandés, las órdenes se daban en cinco idiomas: holandés, francés, inglés, escocés y alemán. Cada orden de mando estaba apoyada por un redoble del tambor, y luego por una serie de toques que marcaban la ejecución de la maniobra. Así iban los rebeldes, poco a poco, ganando la guerra.