AMBROSIO DE SPÍNOLA

Campamento de Casale

Poco a poco el sufrimiento devino soportable; eso me permitió aplicar la mente a las necesidades bélicas que tenía postergadas. A la postre decidí llevar adelante con mayor empeño la empresa que mi hermano se había impuesto. Se lo debía, y pensé que él lo hubiera hecho en mi caso.

Así pues, escribí al rey. Le comuniqué la desgracia familiar y mi intención de suspender la leva en Italia y trasladarme a Flandes. Allí esperaría las órdenes que tuviese a bien darme.

Pasando por Luxemburgo llegué a Bruselas, donde esperé la respuesta regia, que no tardó mucho.

Felipe III, conmocionado por la pérdida de Federico, se mostró generoso conmigo. Me confirió el título de general de las galeras de Flandes, que ostentaba mi hermano. En cuanto a las levas de Italia, acordó que podrían completarse el siguiente año. Entretanto, yo quedaría en la corte bruselense de consejero del archiduque.

La situación militar seguía siendo mala para los más optimistas, y muy mala para los más aferrados a la realidad. No podía decirse que 1602 hubiera sido un buen año para las armas hispanas. El sitio de Ostende proseguía entre duros asaltos y duelos continuos de artillería y mosquetes.

En lo más crudo del invierno, era tal el sufrimiento de las tropas sitiadoras, y el resultado tan incierto, que muchos de los asesores del archiduque le habían pedido levantar el cerco. Pero Alberto no dio su brazo a torcer y se empeñó aún más en la batalla.

Junto al canal de Ostende, en el cuartel de San Alberto, la tropa sitiadora levantó una plataforma artillera con arena y fajinas, desde la que se dominaba la ciudad. Al mismo tiempo se construyó un dique en dirección a la costa para llevarlo hasta la boca del canal principal, y montar allí artillería que impidiese entrar a los barcos holandeses que abastecían la plaza.

Para construir este dique en terrenos ligeramente elevados se clavaron estacas de seis varas, unidas por otras atadas con cabos fabricados de raíces y ramas. El espacio entre las estacas se rellenó con mucha arena para aguantar el embate del mar, y sobre el dique se elevó otro parapeto de tierra en el que se encajaron los cañones.

Cuando estuve en Italia realizando las levas, la fama de buen pagador de mi hermano Federico allanaba cualquier camino. Eran tantos los que querían ir con él que en breve tiempo contó con nueve mil infantes, entre ellos nobles y gentilhombres en cantidad, lo cual obligó a seleccionar y descartar a muchos. Algo insólito, pues la gran escasez de infantería obligaba a España a rebajar la calidad del reclutamiento y tomar soldados de donde podía. Incluso se llegó a echar mano de regimientos alemanes protestantes, fingiendo ignorancia sobre la cuestión, pues en la guerra, como en la vida, siempre la necesidad tiene la última palabra. Tanto el ejército de las Provincias Unidas como el de la Monarquía Católica componían una olla podrida de nacionalidades en la que luchaban escoceses, flamencos, franceses, holandeses, alemanes, españoles, irlandeses, ingleses, borgoñones, valones, suizos, italianos, saboyanos y portugueses. En el fondo se trataba de una guerra europea de todos contra todos sobre el fango de los Países Bajos. El grano en el culo del mundo, como dijo alguien.

Lo peor de aquel año había sido la rendición de la ciudad de Grave, que cayó en manos de Mauricio de forma inesperada, cuando solo pretendía realizar una maniobra de diversión para salvar Ostende. Un suceso cuya responsabilidad se achacaba a Hurtado de Mendoza, general de la caballería ligera, por su indecisión al no perseguir al holandés cuando se retiró sin atreverse a atacar la villa de Tirlemont, que los católicos defendían bien protegidos.

Espoleado por la irresolución de su enemigo, Mauricio maniobró con habilidad y cayó sobre Grave. Una plaza fuerte en la ribera del Mosa, en Brabante, rodeada de marjales y un pozo muy profundo que defendían mil quinientos soldados españoles, italianos y alemanes. Mauricio, tras levantar líneas de contravalación para asegurarse las espaldas, abrió trincheras y castigó la villa con bombas de fuego que mataban a mucha gente.

Mendoza quiso acudir al rescate, pero se detuvo ante la buena traza de la fortificación que Mauricio había levantado. Un intento de asalto para socorrer a los sitiados, con escalas, perchas, planchas y otros aprestos, dirigido por el maestre de campo napolitano Tomás Spina, acabó en nada.

A falta de sustento para la caballería, desbandada en los campos y al borde del motín, Mendoza decidió retirarse. Los defensores de Grave, sin esperanza ya de socorro, resistieron varias semanas antes de capitular. Unos mil hombres, contando enfermos y heridos, salieron hacia Diest en carretas que prestaron los holandeses, quienes para garantizar la devolución del transporte mantuvieron de rehenes a dos capitanes españoles.

Como remate desventurado de la pérdida de Grave, Mendoza aún hubo de hacer frente a unos setecientos amotinados que capturaron el poblado de Hamont, cerca de Lieja. En esto mostró menos dudas que en Tirlemont. Mandó por delante algunos oficiales para ofrecer el perdón a los alzados. Y como estos persistieron en la desobediencia, ordenó disparar a la artillería, y al poco la caballería de los amotinados huyó y la infantería se rindió a cambio del perdón.

Debilitadas las fuerzas católicas por el motín, los neerlandeses atacaron la provincia de Luxemburgo y causaron mucho daño en esa tierra, quemando aldeas y colgando campesinos, hasta que el bando católico pudo juntar fuerzas al mando de Frederik van den Bergh, un primo de Mauricio que combatía al servicio de España.

Después de esto, a Mendoza lo relevaron pronto. Regresó a España y su puesto fue ocupado por Luis de Velasco, el general que antes mandaba la artillería.

El motín de Hamont solo fue uno más de una larga serie. Otros tres mil quinientos hombres entre infantería y gente de a caballo se habían amotinado en Hoochtract. Temerosos del castigo, llegaron a pedir protección infame a los holandeses, ofreciéndoles combatir a su favor.

Así, la campaña de 1603 se abrió con funestos presagios. Decidido a sacar partido de aquella gente levantisca, de la que recelaba, Mauricio emprendió el sitio a Bolduque. Alberto acudió presuroso a reforzar la plaza, y metió en ella tanta guarnición que los holandeses desistieron de proseguir el cerco.

Envalentonado por este éxito, el archiduque se volcó de nuevo en el cerco de Ostende, que llevaba ya dos años de asedio con mucho sufrimiento de la tropa sitiadora. Más, en todo caso, que el sufrimiento de los sitiados, entre los que había dos mil ingleses a las órdenes de sir Francis Vere, designado jefe de la plaza por el gobierno de La Haya.

La artillería española cañoneaba la ciudad mientras los soldados de los tercios apaleaban el fango para intentar cegar los fosos y poder vadearlos. Era una batalla de desgaste lenta, agotadora.

En un intento de romper el punto muerto, el conde de Bucquoy, uno de los jefes sitiadores, ante la imposibilidad de cegar los fosos por la fuerza de la corriente del canal, comenzó a construir un dique hacia la ciudad. Su intención era colocar allí artillería para batir los barcos que entraban y salían aprovechando la subida de las mareas.

Los defensores respondieron reparando las murallas destruidas por la artillería y erigiendo otra muralla interior. La mayoría de los edificios de Ostende, incluidas las iglesias, fueron desmantelados para reutilizar sus piedras y maderamen.

La dura resistencia aumentaba el sufrimiento de la tropa de Alberto y causó numerosas bajas. El alto número de heridos, que desbordaba la capacidad del personal médico, hacía de las amputaciones un recurso habitual. Las infecciones y las fiebres se extendían y causaban mayor mortandad que los combates.

En la toma de otras ciudades fortificadas, lo habitual consistía en excavar trincheras hacia las murallas y colocar debajo minas explosivas. Pero el terreno sobre el que se asentaba Ostende, rodeado de fosos y canales, no permitía aplicar esas técnicas, con gran hastío de los soldados, que debían pasar los días embarrados y miserables, mal alimentados y estragados por las fiebres.

El cerco no conseguía detener los socorros que continuamente recibía la plaza, pese a los asaltos minados y las máquinas flotantes ideadas por los ingenieros de los sitiadores. Entre ellos destacaba Pompeo Targone, un arquitecto italiano que entre otros artefactos diseñó los llamados «salchichones», grandes jaulas de mimbre rellenas de piedras y tierra que se hundían en los fosos; o cañones montados sobre varias barcas unidas que, desde los fosos, bombardeaban la ciudad y resultaron un fiasco. También ideó un puente levadizo móvil para vadear los canales, pero la artillería enemiga lo inutilizó con facilidad.

En el campamento hispano, tantas fatigas sin resultado desataron las protestas. Primero larvadas y en voz baja; más tarde, deslenguadas y a gritos. Aquel esfuerzo, maldecían los descontentos, no conducía a ninguna parte. Su único resultado sería consumir la fuerza principal del ejército de Flandes en aquellos pantanos pestíferos. Obedecer y persistir era desafiar a la Naturaleza y las leyes de la guerra. Un contradiós.

El archiduque, celoso de su reputación, no se atrevía a tomar una decisión radical. Dudaba en empeñarse a fondo para lograr una victoria en la que no acababa de creer. Solo quería ya salir con honra de aquella trampa. Sabía, además, que en la corte de Madrid muchos renegaban de una aventura costosa y sin objeto.

Las lanzas
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