AMBROSIO DE SPÍNOLA
Campamento de Casale
Cuando vi los puestos que el enemigo había ganado con alto precio de sangre, mandé fortificar el dique con un trincherón y otra media luna, y atravesarlo con cuatro empalizadas grandes.
Como reparo complementario hice que desde el fuerte se cavara una trinchera hasta la orilla del río Merck, y mandé poner más artillería y reforzar la trinchera antigua, opuesta al páramo de Oosterhaut, para resistir el fuego de la artillería. Puesto que el trecho entre Teteringhen y Terheyden era largo, lo aseguré con mucha infantería y caballería, resguardada en barracas de argamasa y paja; y como ninguna victoria es tal hasta que no es conocida, pedí que nuestros soldados mostrarán a los sitiados las banderas, armas y estandartes que habían arrebatado a la fuerza de socorro de Federico Enrique.
Tal como suponía, los sitiados se turbaron mucho con estas nuevas. Los víveres almacenados en la ciudad subieron sus precios y el grano pasó a ser controlado con dureza. Los soldados empezaron a comerse a sus propios caballos, y el tabaco, cuyo precio normal era de cuatro escudos, se vendió en Breda por mil doscientos florines, porque era el único remedio que tenían contra el escorbuto.
No menos confundido y suspenso quedó en esos momentos el de Nassau, sin saber qué hacer. Las deserciones en su campo aumentaron y le entraron dudas de retirarse o volver a atacar. Finalmente, tras consultar con los suyos se decidió por lo primero, mientras yo aguardaba su determinación con todas las tropas prestas.
Fue mi espía Hans quien se ofreció a llevar la carta del jefe holandés a un desesperado Justino de Nassau.
Hans me la trajo y por eso supe el gran daño que Federico Enrique había recibido al acometer los cuarteles de Terheyden. Desde aquel día, el cerco quedó reforzado por todas partes con mayores trincheras.
La señal convenida entre el ejército del príncipe de Orange y los sitiados consistía en que estos disparasen a medianoche tres cañonazos, y una hora después pusieran tantos fuegos en la torre principal cuantos eran los días de vituallas que les quedaban.
Los de la ciudad recibieron un duplicado de esta carta antes de que yo pudiera descifrar la que me entregó el espía, pero no les sirvió de mucho porque cuando encendieron once fuegos en la torre, supimos que esos eran los días de víveres que les quedaban.
No dejó de tentar el de Nassau cosa alguna para hacernos levantar el campo. Hasta llegó a sobornar con dinero y amenazas a algunos pobres mochileros y villanos para que incendiaran nuestros almacenes y cuarteles. Pero todo fue en vano.
Avisado a tiempo, capturé a un par de mochileros traidores que confesaron de plano, y gracias a eso pudimos impedir el daño.
El de Orange se dio por vencido en los últimos días de mayo.
Tras incendiar su puesto de mando en la aldea de Dunghen, se retiró de noche. La retirada debió de hacérsele más triste por la gran tempestad que se desató aquella noche, con lluvia incesante y grandes torbellinos. Sus soldados apenas podían marchar, la artillería se arrastraba en los lodos y las formaciones se confundían. El retroceso fue caótico.
Entonces, una vez ido el socorro, pensé que era el momento de que el conde Enrique de Bergh escribiera a Justino de Nassau, porque era pariente de esa casa y conocía la lengua y costumbres holandesas.
En la carta que le dicté para el gobernador de Breda se ofrecían condiciones de rendición honrosas.
Justino, entonces, sin dar muestras de apresurarse para resguardar su reputación, dijo estar con calentura que le impedía salir en persona y envió un mensajero a nuestro campo. Pidió que si averiguábamos algo sobre el socorro se lo hiciésemos saber por escrito.
Le pasé entonces las cartas originales interceptadas y descifradas por medio del espía, para dejar en claro que habíamos roto sus claves.
Aquello derrumbó las pocas esperanzas de defender la ciudad que le quedaban, y comunicó al conde de Bergh, que hacía de intermediario, estar dispuesto a negociar la rendición si yo le concedía las honrosas condiciones que merecían tantos valerosos soldados y vecinos.
Eso dejó la vía abierta para negociar la rendición.
El postrer día de mayo, el conde de Bergh salió acompañado de muchos nobles al encuentro de la comitiva de los diputados de Breda que acudían a pactar la entrega de la ciudad.
Con rapidez se armó una tienda junto a la trinchera más próxima a la muralla donde se negoció la capitulación a la vista de los soldados, que lo veían todo desde nuestras fortificaciones y los edificios altos.
Solo surgieron dudas en cuanto a la cuestión de la libertad de religión, que ellos pedían para los habitantes de Breda, y el permiso de enterrarlos en el camposanto.
También hubo discusión sobre cuatro cañones y dos morteros que la guarnición quería sacar de la ciudad, algo a lo que Bergh se oponía.
Nuestros negociadores vinieron a consultarme en torno a esos puntos, que yo consideraba zarandajas. No iba a poner en riesgo la rendición por tan poca cosa.
Las tropas llevaban ya más de medio año sitiando la ciudad, mal alimentadas y con mucho sufrimiento. El cerco había supuesto un gasto inmenso en hombres, armas y dinero, y el ejército holandés seguía prácticamente intacto. Endurecer las exigencias solo podía llevar a una resistencia a ultranza de la guarnición, y bien sabía yo que la fortuna de la guerra es una prostituta voluble. Además, no hubiéramos podido sostener muchos meses más el sitio. Los soldados no lo hubieran sufrido.
Así es que no les negué a los de Breda tan poca cosa como pedían. Que salieran con sus cañones y fueran enterrados en el cementerio, como cualquier cristiano. A fin de cuentas, Dios nos acoge a todos y es el único juez verdadero.
El día uno de junio vino un capitán de la compañía de la guardia de Justino de Nassau y me trajo dos copias del acuerdo de rendición para que las firmase. Luego volvió a llevárselas al gobernador, quien a su vez las firmó y se quedó con una de ellas, devolviéndome la otra.
Los sitiados entonces pidieron ciento veinte carros y sesenta barcos para evacuar a la guarnición con el bagaje y todos sus muebles. Se los di sin problemas, incluso más carros de los que pidieron y todas las embarcaciones de vela que había en el río Merck.
Luego nos devolvimos los rehenes. Por su parte, el sargento mayor De la Case y un capitán de infantería inglesa. Por la nuestra, el sargento mayor Francisco Lozano y un capitán de alemanes. Era un gran día para nuestras armas.