PEDRO PABLO RUBENS
Bruselas, 1627
Antes de que Spínola marchase a España, pude hablar con él largo y tendido en torno a la situación de Flandes. El general decidió enviarme a Inglaterra con la intención de negociar allí entre bastidores una paz en la que ya muy pocos confiaban, y en la que solo algunos ingenuos obstinados creíamos.
Nombrado recientemente secretario del Consejo de Flandes, yo había decidido entrar en el turbio mundo de la política, como un modo de escapar a la depresión que me envolvía desde que la peste se llevó a mi querida esposa.
Los trabajos de la Fosa Mariana, los canales que unirían el Rin y el Escalda, habían avanzado con rapidez en el verano de 1626. Parecía un proyecto que podría realizarse con celeridad y sin mucho coste. Spínola se mostraba entusiasmado con una empresa que despejaba el camino a los tercios en el flanco holandés. Y había otra ventaja adicional. El general temía repetir un asedio como el de Breda, sin poder asegurar su éxito, pero tampoco deseaba que sus soldados estuvieran ociosos, causando estragos a la población civil y pareciendo que los dineros del rey se gastaban inútilmente. La empresa le venía bien para no estar sin hacer nada, ya que se había descartado cualquier plan de ofensiva.
Todo eso parecía razonable en teoría, pero en la práctica la Fosa Mariana suponía una sangría para una Hacienda al borde de la bancarrota, dependiente de las remesas de oro y plata de un imperio lejano, sujeto a los ataques piratas y a la posibilidad de que el botín de las Indias cayera en manos enemigas. Los capitanes españoles tenían órdenes de hundir sus barcos antes que rendirlos, y llevaban una cadenilla con una cajita en la que guardaban una dispensa papal que les permitía suicidarse antes que entregar el barco.
Por las noticias que me llegaban, la guerra en el mar, lejos de Europa, era especialmente cruel, desprovista de cualquier compasión.
En Amberes escuché que, hacía poco tiempo, un buque de guerra holandés capturó a varias docenas de marinos mercantes flamencos leales a España.
Encadenados de dos en dos fueron arrojados al agua por la borda y se ahogaron todos.
Tal falta de piedad me enfureció y recomendé a Bruselas que pagara con la misma moneda, ojo por ojo, hasta llegar al mismo número de hombres, aunque creo que no hicieron mucho caso de mis deseos vengativos.
Conociendo bien mi fidelidad a España, Spínola me encargó que agudizara los oídos y le mantuviera al tanto de la situación en los mares. Amberes era un hervidero de noticias y rumores en tal sentido, y en un momento dado me enteré del peligro inminente que se cernía sobre la costa de Brasil.
Uno de mis confidentes en Zelanda me había avisado de que una flota holandesa se disponía a atacar por sorpresa la ciudad de Bahía. Enseguida mandé un mensaje urgente y secreto a Spínola para informarle del peligro, recomendando que advirtiera al rey por medio de una posta urgente.
Pensé que quizá también hubiera tiempo de avisar al gobernador de Bahía mediante una nave rápida, pero mi informe no sirvió de mucho.
Unos meses después, la flota holandesa al mando del famoso pirata Piet Heyn asaltó un convoy mercante español en la ensenada de Bahía y se llevó unos dos mil quinientos quintales de azúcar.
Los holandeses, envalentonados con este y otros triunfos, ya eran muy reacios a hablar de paz y no dejaban de atacar las obras de la Fosa Mariana, hasta que con su hostigamiento y la falta de dinero consiguieron detenerlas.
Por si fuera poco, la moneda de cuarto española se devaluó, lo que tuvo consecuencias nefastas para el sistema financiero y el conjunto de la economía de Amberes. La ciudad languidecía como el cuerpo de un tísico, consumiéndose poco a poco. Sus habitantes disminuían de día en día, sin medios para mantenerse, con la industria y el comercio paralizados.
Solo podíamos confiar en que ellos pusieran algún remedio a estos males causados por nuestra propia ceguera.
Con instrucciones secretas de Spínola, tras guardar cinco meses de luto por mi esposa, partí de mi amada y moribunda Amberes.
Mis hijos quedaron con unos parientes y viajé hasta Calais. Llevaba conmigo gran parte de mi colección de antigüedades cuidadosamente embalada, que pensaba vender al duque de Buckingham para poner a salvo a mi familia de cualquier ruina económica.
En Calais debía reunirme con mi amigo Balthasar Gerbier para sellar el acuerdo de venta y tantear las posibilidades de paz con Holanda. Pero Gerbier no apareció. Durante tres semanas esperé al hombre de confianza del duque, hasta que por fin recibí noticias de que debía reunirme con él en París.
Era un retraso frustrante, pero disfrutar de París bien valía una espera.
Llegué a la capital el día de Navidad y me instalé en la residencia del embajador de la infanta gobernadora, con quien mantenía buena amistad.
Mis antigüedades seguían almacenadas en Calais, y en poco tiempo Gerbier y yo acordamos vender el negocio. Cien mil florines a cambio de mis obras de arte antiguas y tres cuadros. Un trato redondo muy favorable y una garantía económica para el incierto futuro.
Con pesar me desprendí de la colección, que pasaba a manos de un personaje vanidoso y un tanto bufonesco como Buckingham.
Antes de la venta mandé a los ayudantes del taller que hicieran moldes de escayola, para reproducir en el futuro las obras más valiosas. Eso mitigó un tanto la tristeza de perder los originales. Eso y el dinero recibido en metálico, naturalmente, que decidí invertir enseguida en bienes inmuebles en Amberes y sus alrededores.
Después de este acuerdo, solucionado el asunto financiero, estuve en París varias semanas más, aunque no todas resultaron felices por el ataque de gota que me dejó inmovilizado. Una dolorosa enfermedad que todavía me sigue castigando y me acompañará a la tumba.
Esa no fue la única de mis desdichas.
Todavía cojeando, llegué a Bruselas en enero de 1627 y allí me esperaba una mezquindad imprevista.
Mis enemigos solapados y envidiosos hicieron correr la voz de que yo había realizado un viaje secreto a Inglaterra sin informar de mis intenciones, lo que en esos momentos de guerra me convertía en sospechoso de traición y espía del enemigo.
La acusación era a todas luces falsa y conseguí limpiar mi nombre. No había viajado a Inglaterra, aunque era cierto que con Gerbier había hablado de cuestiones políticas por propia iniciativa, cumpliendo lo que creía el encargo de Spínola y con la tácita aprobación de Isabel Clara Eugenia.
Siempre creí que con tales encuentros estaba en realidad cumpliendo órdenes. En eso seguía la táctica de nuestro adversario el cardenal Richelieu, el político más maquiavélico de Europa, firme defensor de la negociación continua en pro de los intereses del Estado.
El cardenal mismo —que seguramente estaba al tanto de mis manejos diplomáticos— me lo insinuó con educada sorna en su palacio de París.
—Podría aventurarme a deciros sin recato —vino a decir— que negociar incesantemente en cualquier lugar, aunque ningún beneficio inmediato pueda obtenerse, ni haya perspectivas de obtener futuras ventajas, es algo absolutamente necesario para el bienestar de los estados.
Durante el primer encuentro con Gerbier sugerí considerar a Flandes como parte neutral, aunque mejor hubiera sido considerarla víctima propiciatoria, pues la guerra, tan larga y sanguinaria, no era deseada por la mayoría de su población, que la sufría a todas horas. Mi secreta intención era que España e Inglaterra dejaran de pelearse y que este último país influyera en sus aliados holandeses para cesar la guerra.
En este sentido, mi señora la infanta gobernadora parecía ser la intermediaria más apropiada entre su sobrino nieto Felipe IV y el rey inglés Carlos I, utilizándonos a Gerbier y a mí de canal negociador. Yo sabía que esa idea encandilaba a Gerbier, cuyos ojos brillaban al imaginarse un gran personaje de la escena internacional.
Por medio de las inteligencias de Spínola y la infanta, Gerbier recibió un salvoconducto para entrar en el Flandes español, y en Bruselas entregó una carta de Buckingham en la que se ofrecía una tregua de varios años. Durante ese tiempo era de esperar que el comercio renaciera y se pudiera llegar a un acuerdo permanente. Un horizonte todavía muy lejano.
La tregua propuesta no solo entraría en vigor en España, sino también alcanzaba a las Provincias Unidas y la protestante Dinamarca, un potente aliado militar de los holandeses, enfrentado a los ejércitos católicos de Fernando II, el emperador Habsburgo.
Lo de incluir a Dinamarca en el trato era meter una pieza nueva en el tablero de un juego muy enrevesado, aunque la razón estaba clara. De forma indirecta y tortuosa, como suele ser el estilo negociador de los británicos, Inglaterra quería reinstaurar como soberano de ese territorio al elector Federico V, cuñado del rey inglés Carlos I.
Incluir a los daneses implicaba ampliar la perspectiva del acuerdo a Alemania y estados limítrofes. Pero yo sabía que España no podía aceptar, en primer lugar, porque no tenía poder de control sobre la situación en Alemania y otros territorios del imperio de los Austrias. El emperador austriaco Fernando II y Felipe IV compartían el mismo linaje, pero cada uno arreglaba sus propios asuntos como podía, aunque existiera una vaga solidaridad entre ellos fundada sobre todo en su común alineamiento católico frente al protestantismo rampante, que contagiaba ya todo el centro y norte de Europa.
—Que Inglaterra no se engañe —insistí a Gerbier—. El rey de España no puede manejar totalmente los asuntos de Alemania.
El embrollo de la negociación se complicaba más porque la infanta quería que el acuerdo afectara solo a España e Inglaterra, ya que no tenía autorización de Madrid para ofrecer la paz a los holandeses. En todo caso, Isabel Clara Eugenia se mostraba inflexible en esto, aunque su exigencia chocara contra el sentido común, pues la tregua con Holanda era el objetivo último de todo.
Lo que tanto la infanta como yo sabíamos era que no había posibilidad de armisticio con Holanda sin que España reconociera su independencia, en plan de igualdad con la Corona hispana. Eso era más de lo que ningún gobierno español podía digerir.
No obstante, si Inglaterra y España llegaban a un acuerdo, era posible que Londres obligara a los holandeses a entenderse con España, con el compromiso de que Holanda fuese considerada un «Estado libre» de facto, aunque no formalmente.
Puesto ya a levantar castillos en el aire, escribí a Gerbier que España y la gobernadora en Bruselas agradecerían mucho que el rey de Inglaterra hiciera valer su autoridad y buena voluntad para lograr una tregua en Holanda, a cambio de que el rey de España presionara al emperador para que Federico V recuperase el Palatinado. La carta estaba plagada de sutilezas y sobreentendidos que en realidad podían estirarse o encogerse a voluntad de unos y otros, pero por lo menos permitiría a la negociación seguir aleteando.
Cuando el rey inglés fue informado de esta propuesta, mientras estaba de caza en Newcastle, guardó silencio y luego cuando regresó a Londres dio una vaga aprobación a las negociaciones, como si no le importara mucho.
Así es que Gerbier y yo continuamos negociando, aunque más en el vacío que en la realidad, movidos más por la inercia del entusiasmo que por el frío cálculo.
Como estábamos de acuerdo en que había que restringir el alcance territorial de las conversaciones, y que estas debían avanzar en el más absoluto secreto, decidimos establecer un código que utilizamos en todas nuestras comunicaciones.
Nuestra única esperanza era que el duque de Buckingham se decidiera a tomar parte activa en el asunto, y los presagios parecían ser buenos.
En marzo o abril de este año, no recuerdo bien ahora, me llegaron dos cartas de Buckingham. En una de ellas el duque declaraba que su rey estaba interesado en un acuerdo, si este no excluía el retorno de su pariente Federico V al trono del Palatinado.
En la segunda, sus exigencias aumentaban. Habría acuerdo si se afectaban los intereses holandeses y el rey de España utilizaba todo su poder para que el Palatinado volviera a ser regido por Federico.
Pasé las cartas a Spínola y la gobernadora, pero la respuesta ya no dependía de ellos. Habría que consultar a Felipe IV y Olivares. Una posta llevó las cartas al Real Alcázar de Madrid, pero la única respuesta fue el silencio.
Desconcertado y chasqueado, escribí una carta de disculpa a Buckingham, en un estilo rimbombante que sonaba a mera excusa. «En cuanto reciba respuesta del rey —le decía—, informaré a Su Excelencia porque deseo enormemente asistir al término de esta bella chef d’ouvre.» Con sobreentendidos y medias palabras, Spínola me advirtió de que a su Católica Majestad le molestaba verme en el centro de la negociación.
Yo no era noble por derecho de sangre y eso levantaba ronchas en el rígido escalafón nobiliario de la corte hispana. Solo era un burgués enriquecido que pintaba bien. Esa era mi función y debía atenerme a ella.
Spínola me enseñó una copia de la carta que Felipe IV había enviado a su tía Isabel Clara, recordándole mi natural plebeyez. Guardó una segunda copia de las palabras que empleaba el monarca hispano: «He sentido mucho que se haya introducido por ministro de materias tan grandes un pintor, cosa de tan gran descrédito como se deja considerar para esta monarquía...» Todo esto resultaba sumamente desagradable para un servidor leal a la Corona hispana como yo. Pero contra el muro social de la nobleza, el arte no es sino un pasatiempo vanidoso bien pagado. De sobras sabía cuál era mi papel en este mundo, y por eso trataba ante todo de asegurar mi estatus económico. Con la bolsa llena, hasta la rancia nobleza me respetaría.
Por otra parte, aunque menospreciado, el rey me había dado su consentimiento a continuar las negociaciones. Eso para mí era suficiente. Ante el sinsentido de una guerra que tantas penalidades nos había traído, cualquier esfuerzo por acabarla me parecía poco, aunque lentamente la ruina iba corroyendo a mi amada ciudad de Amberes. Su bullicioso puerto y su desmesurada abundancia estaban yermos, el comercio mortecino y los otrora agitados muelles, inactivos. Lejanos parecían los tiempos en los que la ciudad era un emporio financiero que extendía su poderío a toda Europa. Ahora parecía una triste señora venida a menos, a punto de caer en la indigencia.
Mi lealtad a la Corona hispana no era tanta como para no ser consciente del desastre mayor que se avecinaba por culpa de las políticas dadas desde la corte. Pero el orgullo español no atendía a razones. El barco se hundía mientras el capitán seguía mirando desde el puente de mando con el catalejo a las estrellas.
En Flandes estábamos exhaustos, no tanto por los trabajos de la guerra sino por la perpetua dificultad de obtener las necesarias provisiones de España, por la acuciante necesidad en la que constantemente nos encontrábamos, por las injurias que con frecuencia debíamos soportar a causa de la mala voluntad o la ignorancia de esos ministros, y finalmente por la imposibilidad de actuar de otra manera.
El gobierno de Madrid estaba paralizado por las dudas y la incompetencia, y toda la ayuda del Altísimo no bastaba para enderezar tanto entuerto. Aun así, la llama de mi confianza, aunque cada vez más débil, no se había apagado del todo.
En mayo de 1627 llegó a Flandes, procedente de Londres, el abad Cesare Alessandro Scaglia, embajador de Saboya, un hombre del más agudo intelecto y que me apreciaba.
Scaglia había conocido a Buckingham en París durante el matrimonio por poderes del rey inglés Carlos con la infanta francesa, y yo aproveché su presencia para reactivar las negociaciones de paz.
Enclavada en el centro del vital Camino Español, el corredor militar que unía el sur y el norte de Europa por el que transitaban los tercios, Saboya estaba entonces en malas relaciones con Francia. Una situación que forzaba al soberano duque saboyano (cuñado de Felipe IV) a buscar aliados en Europa.
En este complicado juego de intereses, Scaglia se había entrevistado en Londres con Buckingham, y este le había informado de los escasos resultados de la negociación anglo-hispana que manteníamos entre bastidores.
Utilizando la clave acordada escribí a Gerbier para proponerle una reunión secreta en Holanda en la que participarían, además de Gerbier y yo, el embajador inglés en La Haya y Scaglia.
El principal escollo era la insistencia holandesa en que se reconociera con claridad su independencia. En cuanto a mí, necesitaba el permiso de Bruselas y Madrid para asistir a esa reunión. Me había excedido mucho en mis atribuciones, y ahora veía que estaba metido en un atolladero del que no sabía cómo salir. El asunto era tan grave que ponía en peligro mi propia cabeza, pues estaba organizando por mi cuenta, sin licencia alguna, una reunión con representantes del enemigo para tratar del crucial asunto de la política exterior española.
Yo mismo me había situado en el blanco de un fuego cruzado muy peligroso, agravado porque además había pedido a Gerbier que escribiera a escondidas a Buckingham para que este pidiera mi participación en la reunión. Eso al menos me serviría de coartada si en la corte española les daba por acusarme directamente de traición.
Tenía miedo y volví a escribirle a Gerbier que mantuviera mi solicitud en secreto, para que nadie pudiera saber que la reunión se hacía a instancias mías, encareciéndole que quemara la carta en cuanto la hubiera leído.