AMBROSIO DE SPÍNOLA

Campamento de Casale

A principios de 1614, un aire de tormenta bélica volvió a cernirse sobre Alemania.

El motivo en esta ocasión era la posesión de los ducados de Cleves y Juliers, unidos en un solo Estado y objeto de disputa a partir de 1609.

Ese año murió sin sucesión masculina el duque Juan Guillermo de Cleves y proliferaron los candidatos a la greña para ocupar tan suculentos dominios, que incluían también el ducado de Bergh y los condados de Mark y Ravensburg. Su envidiable situación estratégica entre los Países Bajos suponía, paradójicamente, su mayor maldición, pues despertaba las ambiciones de sus vecinos.

Entre los aspirantes más notorios a la sucesión estaban el duque Felipe Luis de Neoburgo y el marqués Juan Segismundo de Brandeburgo, ambos yernos del fallecido duque de Cleves. Otros príncipes alemanes también se reclamaron propietarios y demandaron que el emperador decidiera la cuestión, ya que Cleves-Juliers era nominalmente feudo de los Habsburgo.

El emperador envió entonces al archiduque Leopoldo, con un ejército, para tomar posesión del Estado en disputa. Pero ni el duque ni el marqués cedieron. Con el apoyo de Francia, Inglaterra y Holanda, se mantuvieron conjuntamente en el gobierno hasta 1614, cuando los senderos de la diplomacia dieron paso a las armas.

El inestable equilibrio se rompió cuando el de Brandeburgo, que era protestante, invadió con tropas holandesas el territorio de Juliers.

El de Neoburgo, que se declaró católico, viéndose sin fuerzas para luchar contra los holandeses, recurrió a la protección del archiduque Alberto. Este no pudo denegar su asistencia al de Neoburgo, como gobernante católico que era, por la misma razón, ya que los holandeses habían ayudado a su correligionario protestante, el marqués de Brandeburgo. Desde España, además, se consideró también que Cleves-Juliers en manos protestantes representaba un grave peligro para la seguridad de los Estados católicos de Flandes.

Por estas razones, el rey de España y toda la Casa de Austria me pidieron que entrase con un ejército para sostener los derechos del emperador y del duque de Neoburgo frente a su rival protestante, que estaba apoyado por Holanda.

Antes de iniciar la campaña, el Consejo de Estado en Madrid me insistió que informara sobre la determinación holandesa de seguir sosteniendo a los protestantes de Juliers. Les respondí con precisión y brevedad que los holandeses se habían apoderado de Juliers, y la cuestión a resolver ahora era si debíamos ir con un ejército contra ellos, aunque eso implicara romper la tregua. La posibilidad dependía de dos cosas: el crédito y reputación de Su Majestad y la consideración de si valía la pena romper la tregua por esta causa.

Toda esta hojarasca de palabrería envolvía mi firme resolución de no quebrar la tregua por Juliers, pero la pelea es segura cuando uno de los rivales quiere pelear, y en este caso lo deseaban Mauricio de Nassau y su ejército, sostenidos por el sector más belicoso del gobierno holandés. Todos ellos buscaban infringir el armisticio y volver a la guerra, que consideraban favorable a sus intereses comerciales, tanto en ultramar como en Europa.

Pese al esfuerzo para que mis gestiones diplomáticas con Francia e Inglaterra no fracasaran, no conseguí que los holandeses se retiraran de Juliers. La insidia y el cinismo prevalecieron sobre la razón y el ánimo de concordia, como ocurre tantas veces en los litigios entre estados. En tal situación pedí al rey que me enviara gente y recursos para entrar en campaña y ocupar territorio en Juliers. Trataba así de contrarrestar la invasión holandesa que ya se había producido.

Obtenido el permiso real, elegí Maastricht como plaza de armas, y cuando tuve todo dispuesto emprendí la marcha hacia Aquisgrán. Para respaldar mejor la empresa pedí que me acompañaran el nuncio apostólico en Bruselas (mi taimado amigo monseñor Bentivoglio, siempre chispeante de locuacidad) y dos comisarios imperiales.

Aquisgrán se rindió pronto, y tuve que refrenar a la soldadesca para que no entrase a saco en la ciudad, pues tras algunos años de paz muchos estaban impacientes por hacerse con el botín de una plaza grande.

Tras dejar mil doscientos alemanes de guarnición en Aquisgrán, entré en Juliers. Ocupé varias fortalezas importantes y crucé el Rin por un puente de barcas. Luego hice contramarchar al ejército y puse sitio a Wessel, una ciudad de suma importancia por su riqueza, comercio y población, que se había declarado libre del ducado de Cleves, sin querer reconocer la autoridad de su antiguo señor. Cercados de improviso y sin fuerza para resistir, los de Wessel decidieron rendirse y me imploraron clemencia. Yo acepté restituirles a su anterior estado si los holandeses devolvían al duque de Neoburgo el territorio que habían ocupado en Juliers.

Mientras duraba este trámite y negociaba las condiciones de rendición de Wessel, el ejército de Mauricio de Nassau se mantenía atrincherado a corta distancia, observando nuestros movimientos en actitud desafiante. Pero yo tenía muy claro que la tregua no debía ser quebrantada por causa de Juliers.

Como en el fondo ambas partes trataban de evitar un conflicto directo, se iniciaron conversaciones con la mediación anglo-francesa, y se acordó la partición de los territorios. De una parte, los ducados de Juliers y Bergh; de la otra, el ducado de Cleves y los territorios de Mark y Ravensberg. Se echaron suertes para determinar el reparto. La primera quedó para Neoburgo y la segunda, para el marqués de Brandeburgo.

En realidad, si la guerra no prendió en 1610 se debió a las muertes del soberano Felipe Luis del Palatinado —líder de la Unión Protestante— y Enrique IV de Francia. Como de costumbre, España estaba sin dinero y no quiso pone en peligro la tregua. Esa fue la principal razón por la que se mantuvo fuera del conflicto.

No acabaron ahí los problemas, pues, aunque Brandeburgo y el Palatinado-Neoburgo controlaban el territorio en disputa desde 1610, esto no era reconocido por todos, y entretanto, el elector Juan Segismundo de Brandeburgo se convirtió al calvinismo en 1613. Para no ser menos, Wolfgang Guillermo, el hijo del conde Felipe Luis, pasó a regir el ducado del Palatinado-Neoburgo. Para enredar más las cosas, Wolfgang Guillermo se reunió con el embajador Baltasar de Zúñiga, y este le convenció para que se convirtiera en secreto al catolicismo. Luego se casó con la hermana del duque de Baviera, lo cual equivalía a declarar públicamente su compromiso de católico.

Un lio monumental que se saldó en una especie de equilibrio inestable. Tanto España como Holanda dejaron guarniciones en las principales plazas, y el ejército español reforzó su presencia en la zona y se aseguró el cruce del Rin por tres puntos.

Como era de esperar, los dos nobles estaban ahora divididos por la cuestión religiosa y desconfiaban el uno de otro. El de Brandeburgo temía que Wolfgang Guillermo se quedara con todo el territorio con el apoyo católico; y este temía el acercamiento de Juan Segismundo a los Países Bajos.

Los peores temores se confirmaron cuando, en mayo de 1614, tropas neerlandesas llegaron a Juliers y expulsaron a la guarnición del Palatinado-Neoburgo. En la carrera por armarse, Brandeburgo también reforzó su ejército y solicitó más hombres y dinero a los Países Bajos.

La reacción española no se hizo esperar. Los tercios de Spínola volvieron a intervenir y ocuparon la mayor parte de Juliers, pero los combates no fueron muchos por miedo a vulnerar la tregua de doce años decretada. Como ambas partes trataban de evitar un conflicto directo, la mediación anglo-francesa impidió llegar a mayores.

Las lanzas
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