AMBROSIO DE SPÍNOLA

Campamento de Casale

Apenas repuesto de la pasada campaña, hube que empezar a planear la siguiente.

Decidí dividir mi ejército en dos cuerpos. Uno seguiría guerreando en el Rin, y el otro invadiría Holanda, bastión de la resistencia rebelde, con la esperanza de que, si reducíamos esa provincia, las otras también cederían.

Pero al echar cuentas surgió lo de siempre. Faltaba dinero para sostener tanta guerra. No menos de trescientos mil escudos mensuales, sin contar la dificultad de reclutar soldados en lejanas tierras, pues tanto Flandes como la misma España estaban ya esquilmadas de hombres.

Nada de esto podía resolverse con el archiduque y decidí ir para exponer de viva voz al rey tales extremos.

Confiado en ser bien recibido, llegué a Madrid, donde se había restablecido la corte después del fugaz traslado a Valladolid, y allí grandes y ministros salieron a mi encuentro en sus carruajes.

Me aposenté en el palacio del conde de Salinas por orden del rey, que me recibió el mismo día de mi arribada y elogió en mucho mis méritos en la invasión de Frisia.

Para evitar recelos, hice gala de modestia. Atribuí mis éxitos a la prudencia del rey, del Consejo de Estado y del duque de Lerma, que se infló de vanagloria al oírlo.

El monarca me nombró consejero de Estado y Guerra, y pidió que le escribiera una relación detallada de la situación en Flandes.

Así lo hice poco después. Sobre el papel todo estaba bien, pero la pesadilla seguía siendo el dinero. Los asentistas ya no fiaban por temor a la dilación del pago, y la flota de Indias ese año se retrasaba más de lo ordinario.

En situación tan crítica, la primavera se aproximaba y los preparativos de guerra ni siquiera se habían iniciado, perdido el tiempo en consultas estériles.

Abatido el rey, no sabía qué hacer. Lo vi tan decaído que hasta me dio lástima y decidí empeñar mi patrimonio a los asentistas para convencerles de que prestasen dinero al erario español. Me lo dieron a regañadientes. Ochocientos mil escudos que colocaron en Flandes avalados por mi hacienda.

Gracias a este auxilio, y para sorpresa de los holandeses, el archiduque pudo reclutar nuevas tropas, provistas de armas, munición y víveres. En buena hora, además. Poco después llegaron los galeones de la plata de las Indias, y el rey mandó que se me diera un millón de ducados para la guerra de Flandes.

Solventado este asunto, embarqué en Barcelona y me dirigí a Génova para poner en orden las finanzas familiares, mi verdadera arma secreta.

Antes de partir di dos mil escudos a repartir entre los criados del conde de Salinas, y así pagué con creces el hospedaje. Nada obliga tanto en España como una buena propina.

En Génova fui bien recibido, pese a la animadversión de los Doria, cuya enemistad, aunque solapada ahora por mis últimos triunfos, continúa intacta.

Una vez hipotecados mis bienes y negociado con los prestamistas que debían suministrar el dinero a las tropas de Flandes, regresé a este país, donde se jugaba mi suerte y la de la propia Monarquía Católica.

Mi mala salud empañó el buen ánimo con que reemprendí la marcha.

Pasada Lombardía, la fiebre terciana me dejó renqueante durante todo el viaje; tanto que los holandeses, enterados por sus espías, llegaron a dar noticia de mi muerte con gran alegría, pues me consideran su bestia negra, el instrumento ominoso de su ruina.

Desde La Haya me informaron de que los gobernantes rebeldes desmayaron mucho al comprobar que yo seguía vivo y dispuesto a dar guerra. Eso hizo a algunos suspirar por paces. El perjuicio que la guerra les causa en el comercio y la navegación los tiene trastornados. Una razón más para apretarles ahora. Parece llegado el momento de que se avengan a razones.

Las lanzas
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