CARLOS COLOMA
Carta a Ambrosio de Spínola, septiembre de 1629
El enemigo tiene cien mil hombres dispuestos en el ejército y las guarniciones, y en cuanto a la armada, dispone de treinta navíos en espera de combatir los ataques corsarios en las Indias.
Las provincias obedientes están peor que nunca, y han llegado a amenazar a los españoles, diciendo que si no envían dinero y soldados para el ejército se perderá todo.
El rencor contra los españoles en los Países Bajos va creciendo entretanto.
Hasta en los púlpitos de las iglesias se nos insultaba públicamente y declaraba traidores. Me lo testifica el deán de Cambray, en carta desde esa ciudad. «Qué gran desgracia —se lamenta— de tantas persecuciones como las que se hacen en este desdichado tiempo a los españoles.»
El odio ahora manifiesto a la nación española permanecía encubierto bajo el respeto a la autoridad de las armas de España, pero no se creyera jamás que hubiese en sus pechos tanta maldad como la que muestran.
El deán me cuenta también que ha suplicado al obispo de Arras castigar a un cura que desde el púlpito dijo que los españoles eran traidores al país.
Como ya sabréis, el rey, alarmado con los triunfos de los rebeldes, mandó al marqués de Badimón que acudiera prontamente a ponerse a las órdenes de la gobernadora Isabel Clara Eugenia, a quien vi hace unos días en Bruselas harto acongojada y confusa.
—Desde la marcha de Spínola —me dijo ella— no hay orden ni autoridad en Flandes, sin que vos tengáis culpa alguna de ello.
La infanta ha escrito al rey para avisarle de que está intentando negociar en secreto una tregua con los holandeses, y aunque yo barruntaba algo, mostré sorpresa por el anuncio.
—Sería una tregua como la pasada y con carácter inmediato —recalcó—. Hay que hacerla de cualquier manera para salvar lo que queda.
Me sentí incapaz de objetar nada a estas palabras. Además de las malas noticias que de continuo llegan, este ejército está minorado, abatido, necesitado y sin cabezas para gobernar los castillos y plazas que aún conservamos. Pero la infanta va más allá, porque teme que se produzca un levantamiento general de concierto con el enemigo.
—El disgusto del pueblo es tanto que tengo miedo de que se rinda a los holandeses, lo que sería la total ruina —dijo la infanta.
Para no angustiarla más no quise mencionar en esos momentos las noticias de nuestros agentes en Inglaterra, Dinamarca, Italia y otras partes, que he remitido a Madrid.
Alentados por las victorias de los holandeses, en estos países se habla manifiestamente de invadir los dominios del rey de España. Temo que tantos y tantos pesares influyan poderosamente en la salud de la infanta. Sobre esto he hablado con el cardenal de la Cueva, y él me dijo que lo pondría en conocimiento de Su Majestad para que disponga lo necesario si Isabel Clara Eugenia muriese.
—¿Qué sustitutos veis para el mando del ejército en ausencia de Spínola? —le pregunté.
—Solo veo dos. El marqués de Leganés y vos mismo, Coloma, pero creo que os queda poco de estar en Flandes. Ya me he enterado de que pronto iréis de embajador a Inglaterra.
El mismo Olivares, me dijo el cardenal, asustado del desorden reinante en Flandes, tras consultar al Consejo de Estado, constató que lo de Flandes se hallaba en gran ruina.
—Si las cosas de Italia estuvieran acomodadas con reputación —repuse—, Spínola pudiera haber pasado deprisa a Flandes con algunos tercios de españoles e italianos, y una vez allí hacer alguna cosa grande.
En todo caso, si esto no se pudiera hacer debe enviarse pronto a la infanta el mayor número de soldados españoles e italianos para protegerla, aunque quizá ya sea demasiado tarde.