ALBERTO DE AUSTRIA
Palacio de Bruselas, 1607
—Dios y el mundo son testigos de que he hecho cuanto he podido; pero soy hombre particular, un privado, y no tengo fuerzas para mantener un ejército.
Spínola se queja con amargura al archiduque, que todavía está ignorante de las órdenes secretas que el rey ha impartido al genovés cuando los Países Bajos retornen a la Corona.
—Las amarguras y penalidades que he pasado en esta campaña han sido indecibles. No creo que otra vez pudiera aguantarlas... Y para colmo, el motín de las tropas.
Sabe Spínola que Alberto es hombre de buena voluntad, aunque en el fondo débil, pero en última instancia se trata de un testaferro de la voluntad real. No puede resolverle el problema principal: el dinero. Ni su secuela: engrosar y abastecer el ejército.
El general quiere que Alberto le otorgue permiso para ir a pedir ayuda a la corte de España, y el archiduque se muestra renuente. Le cuesta prescindir de su mejor brazo armado en Flandes.
En Madrid tampoco están muy deseosos de ver al general. Los del Consejo de Estado temen su elocuencia persuasiva a la hora de solicitar más recursos militares al rey. Pero eso implica más dinero, y ya ni con toda la plata de América es suficiente.
Las finanzas están por los suelos y el monarca no sabe qué hacer. Torpemente, sus cercanos le aconsejan que emita una nueva remesa de vellón, la moneda de cobre más utilizada por la gente en sus tratos cotidianos. El fraude consiste en que la moneda tenga menor peso, pero el mismo valor nominal. Con esto las remesas de dinero se agrandan, pero ni el pueblo ni los cambistas son tontos y la inflación es un engendro voraz que se lo come todo.
El adelantado de Castilla, Martín de Padilla, se lo ha dicho crudamente al Consejo de Estado. El reino está enfermo con grave calentura. Las medidas para hallar dinero de continuo a bajo interés solo le calmarán la sed, pero no le curarán de la muerte que le espera.
Pedro Franqueza ha movido los hilos para demorar el viaje del genovés a Madrid. En noviembre le ha enviado un mensaje cifrado, con la firma de Su Majestad, en el que le encarga y manda que no se ausente de Flandes sin licencia real expresa. Además de lamentarse del curso de la guerra, Alberto y Spínola tienen hoy un asunto muy grave que tratar.
Hay indicios de que las últimas ofensivas han quebrantado la pujante economía de las provincias rebeldes. Por medios indirectos y con medias palabras se han producido gestos de paz, o al menos de tregua, que los espías de Spínola y el archiduque han captado al vuelo.
Alberto y la infanta están cansados de la prolongada guerra, sin recursos propios para decidir por sí mismos, pendientes del dinero que viene de España, casi siempre tarde y escaso.
—La tregua —se sincera Spínola con el archiduque— se impone a todos por la penuria en que nos hallamos.
—Algo bueno al menos habremos sacado de este invierno infernal si inclinamos a los holandeses a la paz.
—Por mi parte solo tengo deudas. En Génova debo ya casi dos millones de escudos, sin contar los intereses. Si no pago, el descrédito familiar puede ser mi ruina. —«Y también la vuestra», piensa Spínola, mirando fijamente al archiduque.
Las cosas están así. Un burgués flamenco, pariente de uno de los gobernantes de La Haya, ha pedido a través de terceros que se tantee la opinión de Spínola para concertar una tregua.
Al general le ha llegado la misma onda a través del gobernador de la ciudad de Meurs, que tiene trato amistoso con Mauricio de Nassau.
De momento, nadie quiere ir más allá. Son dos púgiles agotados que necesitan refrescarse para continuar la pelea.
—Yo no sé qué decir —reflexiona Spínola—, salvo que es buena cosa que los holandeses hablen. Hasta ahora nunca han querido hacerlo.
—¿Tenéis poderes expresos del rey para una tregua? Suponiendo, claro, que los holandeses quieran.
—No. Pero si llega el caso podríamos acordar la tregua de forma condicional, con la restricción de que fuera don Felipe quien tuviera la última palabra.
Al archiduque, llegar a la paz, aunque sea transitoria, le parece un sueño. Se acabaría el pozo sin fondo de los gastos armados y la gente podría dedicarse a sus trabajos y a vivir cada uno su vida en vez de destriparse. Habría de nuevo fiesta y gaitas en las calles y correrían la cerveza y el vino en las tabernas, entre cánticos beodos y pacíficos. Los niños volverían a dormir tranquilos en sus cunas. «El cielo, si es que existe —piensa—, debe de ser algo parecido.» Morir tranquilos de vejez o indigestión en la propia cama.
—¿Vuestro plan? —inquiere Alberto.
—Soltar cuerda y esperar. Informando al rey, por supuesto. Pero convendría apretar ahora en el esfuerzo de guerra. Solo las armas pararán a las armas.
—Si vis pacem para bellum.
—Exactamente. Lo dijeron los antiguos romanos, que algo entendían del negocio bélico.
—Yo creo que todo dependerá de lo que diga Mauricio. Él tiene la llave del ejército y es quien de verdad manda. Pero no sabemos qué piensa en realidad.
—Por lo que entiendo, y me cuenta alguna gente que ha hablado con él, es reacio al trato. Pero si se ve forzado a hacer concierto elegirá la tregua. Una tregua larga, no la paz definitiva.
—Algo es algo y peor es nada —reflexiona resignado el archiduque.