LUIS MONZÓN

Madrid, febrero de 1633

Se llamaba Alonso de Montenegro y Alzate y había llegado a Madrid para matar a un hombre que, por lo que me contó, merecía morir.

Puedo jactarme de haber sido su mejor amigo en este patio de Monipodio de la Corte de las Españas. Yo, como él, soy soldado pobre, despellejado en guerras y avatares, ya de vuelta de casi todo, aunque mi infortunio es mayor, pues un mosquetazo contra los venecianos, combatiendo en las galeras corsarias del duque de Osuna, me dejó renco del brazo izquierdo a perpetuidad. Si sobrevivo es porque Alonso me ayudó en lo que pudo y por las limosnas que de vez en cuando recojo en las puertas de las iglesias.

Cuando lo conocí, Alonso rondaba los cincuenta años, tenía la piel morena y arrugada, y la barba y el cabello grisáceos. Era un perro curtido en mil lides y nunca se separaba de su espada.

Puestos a contar, diré también que no era un gran espadachín y nunca presumió de serlo, aunque no rehusaba batirse cuando era necesario. Jamás lo hizo por dinero ni causa banal.

Tampoco se alquiló nunca de sicario o mamporrero, para ajustar cuentas a sueldo con engañamaridos cornudos, o infelices despreciados por la ojeriza de algún noble cobardón y deudores sin blanca.

No era de esos.

Ante todo, era un soldado, y en las banderas, con sus camaradas, pasó sus mejores años. De soldado, tal como había vivido, pensaba fenecer. Pobre y solitario, pero honrado. Todo lo honrado que se puede ser después de haber luchado en Flandes.

Por entonces ya era muy tarde para enderezar su existencia en otros rumbos. Lo único que le quedaba era amargura por el tiempo ido y esa integridad esencial, casi ascética, que parecía distinguirle del resto de la atribulada grey de soldados, lisiados en cuerpo o alma, que pululaban por Madrid en demanda de alguna ayuda para sobrevivir.

En el tiempo que estuvimos juntos, compartiendo camarada en un triste altillo de la calle del Avemaría, Alonso me contó sus andanzas, y yo, Luis Monzón, de tierra salmantina, le hablé de las mías. Eso nos llevó muchas horas. Mi amigo era hombre de no fácil trato. Recelaba del mundo tanto como el mundo recelaba de él, pero era íntegro en lo fundamental y persona de respeto, capaz de echarse las penas al hombro y no retroceder ante ninguna espada. De su valor y fortuna en contarlo había dado pruebas copiosas en Flandes y en Italia, sin contar lo que le tocó combatir en la mar con Federico de Spínola, que fue su mentor en las armas.

Alonso era hijo de familia hidalga de un pueblo de Álava lindante con La Rioja. Creo entender, pues se mostraba esquivo en recordar sus primeros años, que su madre murió de sobreparto siendo él todavía niño, y el padre tenía una pequeña tierra con la que iba acumulando deudas hasta que falleció, estando ya el hijo en Flandes.

Tuvo un tío cura que le enseñó a escribir y también algo de latines. Le gustaba leer y de los libros que en sus manos cayeron aprendió lo bastante para llegar a estudiar en Alcalá como empollón y criado, calentando banco, de otros estudiantes más pudientes.

No sé cómo Alonso llegó a conocer a Federico de Spínola, pero el asunto es que congeniaron, y en el tiempo en que el genovés estudió en Alcalá, lo tomó de asistente y protegido a su servicio. Ambos debieron correr muchas trapacerías juntos, y Alonso me dijo algunas que ahora no mencionaré, pues no viene al caso.

Había, de todas formas, una etapa oscura en su vida, entre el tiempo en que estuvo al servicio de Federico de Spínola y su alistamiento en los tercios. Solo ahora, al leer los papeles que dejó, he podido saber qué le pasó, aunque la relación que hace de sus propias acciones es más bien escueta.

Baste con decir que estuvo a punto de ser bachiller. O sea, que mi amigo era hombre culto y algo poeta, y eso se le notaba en el hablar. Incluso dejó entre los papeles que guardo, además de una especie de memorando de sus hazañas, algunas poesías que el mismísimo don Pedro Calderón leyó una vez y juzgó buenas, aunque la mayoría se perdieron o se las robaron, quizá para plagiarle. También alcanzó a recoger en un cuaderno una serie de reflexiones que pude ver. Son apuntes que dan idea del fatalismo en que estuvo sumido y su desapego del mundo, que parecía ya contemplar como si fuera un sueño.

Mi única intención al escribir ahora estas líneas, en las que recojo lo que le ocurrió, anotó y me contó, es dejar constancia del paso de Montenegro en este mundo, por si alguna vez alguien las leyera y sirviera de ejemplo. Algo improbable, pues el destino de los soldados de España es mayormente el olvido. Lo que deseo, al menos, es que su nombre y sus hechos puedan arrojar alguna luz sobre el tiempo que le tocó vivir, que es también el mío, en una España que se va hundiendo sin remedio y sin cabezas capaces de sacarla a flote, pues no han sido las espadas de sus hijos combatientes las que nos han llevado donde estamos. A Montenegro en ocasiones se le iba el corazón por la boca, como un modo de soltar lastre y aligerar el peso de vivir que llevaba dentro. Aunque no recuerdo con exactitud sus palabras, puedo resumirlas en lo fundamental.

«Solo he sido un pobre soldado del rey —me dijo una vez—, empeñado en defender a esta España que entre todos ahogan y cabalga al hoyo. De mis hechos, sin testigos fiables, pues mis camaradas todos han muerto, damos fe yo y mi acero, tantas veces teñido en sangre enemiga. En cuanto a mi pobre vida, ha sido un pasar en busca de mejor destino del que Dios me otorgó por familia. Empero, no me quejo, pues tuve padres en la infancia que me quisieron y cuidaron mientras pudieron, y cuanto mal me sucedió fue por mi culpa.»

Así se expresaba a veces, con cierta desgana por lo pasado y el escaso horizonte futuro que le esperaba. Junto al camastro del cuarto que durante un tiempo compartimos, guardaba toda su fortuna en un baúl de madera: varias camisas y pares de calzas, unos calzones, un jubón con botonadura de plata, una casaca, unos zapatos, un coleto, un saco de balas de pistola, un frasco de pólvora, un puñal y un herreruelo.

En su tránsito por el mundo, Alonso tuvo la fortuna de conocer y servir al mejor general de su época, a quien siempre llamaba su señor. Me refiero a Ambrosio de Spínola, que adquirió título de marqués de los Balbases al servicio de España. Una España que al final le humilló y menospreció, como suele hacer con sus mejores hijos. Aunque digo mal, pues no es España la mala madre, sino la caterva de hijos de puta que la gobiernan, al menos desde que tengo uso de razón y puedo recordar ahora, cuando me veo achacoso y abandonado en este tabuco, en el que a duras penas me mantengo de limosnas, con el buche vacío y aletargado la mitad de los días.

Si esto es a lo que llamamos la vida, bien hacemos en confiarnos a Dios, puesto que al final la existencia vale poco. En la distancia de los años, todo se reduce a un puñado de sombras que envuelven a otras sombras enredadas en un vacío difuso.

De todo esto hablábamos a veces, y ahora pienso que, quizá, las notas que Alonso dejó escritas y todo lo que le escuché puedan servirle a alguien para reconstruir la parte de la historia que le tocó en suerte. Aunque no estoy seguro de que tal cosa le gustara, pues ya he dicho que era hombre alejado de cualquier notoriedad, que solo aspiraba a cumplir con su última misión en este mundo y luego desaparecer como un fantasma en el otro.

Las lanzas
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