ALONSO DE MONTENEGRO

Grol, agosto de 1606

Ese día, la suerte quiso que fuera testigo de una batalla durante el sitio de Rimbergh, en la que no tuve otro papel que el de espectador.

Por orden de Spínola hube de llevar un mensaje a Luis de Velasco. Cuando llegué a su campamento, el jefe de la caballería estaba subido en un pequeño estrado de madera a la puerta de su puesto de mando, y dirigía una arenga incendiaria a los españoles, como solían ser las suyas. Les exigió por cojones la gloria de ser los primeros en entrar en la ciudad, y eso enardeció mucho a la tropa.

Con la moral recrecida por las palabras de su jefe, vi cómo un alférez de Fuentidueña —al que conocía por lances del naipe— avanzó en solitario hacia una de las medias lunas que guarnecían el muro. Una acción muy brava que arrastró en tromba al resto de sus compañeros. Se hicieron dueños del puesto defensivo y, una vez asegurada la posición, cegaron el foso con fajinas y salchichones para poder seguir cruzándolo sin problemas.

Desde el observatorio del puesto de Velasco pude ver avanzar al mismo tiempo a italianos y borgoñones protegidos por el fuego artillero de las baterías. El foso lo cruzaron gracias a un puente sobre toneles, un artificio de los ingenieros militares. Al asalto de otra de las medias lunas, desalojaron con granadas a los rebeldes, que sin apenas combatir emprendieron las de Villadiego.

Desde unas casamatas situadas al pie de las murallas, el enemigo disparaba de través con artillería a los nuestros, que intentaban llegar al foso. De munición utilizaban saquitos de balas que se expandían al modo de metralla, causándonos gran daño, sin que pudiésemos hacer otra cosa que responder a los cañones con el fuego de mosquetes y arcabuces.

Una buena carnicería nos hicieron, pero finalmente, a puro corazón, situamos dos cañones con los que silenciamos las piezas enemigas.

Enseguida, Velasco dio orden de proseguir el avance. Los españoles franquearon el foso, llegaron hasta un baluarte y empezaron a cavar una mina para volarlo. Como era frecuente, lo hicieron soldados alemanes. Los españoles les pagábamos un plus para que nos hicieran de zapadores, pues no éramos muy amigos de coger picos y palas, y el que tenía dinero prefería pagar a otros para que hicieran ese trabajo, que se consideraba ruin, aunque necesario.

El tercio borgoñón también cruzó el foso y se arrimó a otro de los baluartes, y con rapidez le puso mina. Después de esa acción los enemigos pidieron un alto el fuego y solicitaron condiciones de rendición. Luis de Velasco las escribió por carta a Spínola, poco antes de que Grol abriera sus puertas.

De Grol salieron más de mil soldados con armas y banderas, pero Spínola me reconoció que no quedaba muy satisfecho. Nuestras bajas habían sido superiores a las holandesas: doscientos hombres muertos y trescientos cincuenta heridos. «Una victoria infausta», le escuché comentar al duque de Osuna, quien servía de ayudante en su Estado Mayor. El mal humor del general era palpable esos días, y aumentó porque no se logró cercar Nimega, al no poder cerrar enteramente la ciudad con un círculo de contravalación que impidiera a los sitiados recibir refuerzos del exterior o realizar salidas.

Al final hubo que retirarse por la imposibilidad de vadear las corrientes de agua que tenían casi rodeado a su cuerpo de ejército. Eso trastocó los movimientos de Spínola durante casi toda la campaña.

Las lanzas
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